9 razones para desmontar los mitos políticos en Bolivia


Por José Luis Laguna

«Hacer filosofía a martillazos», propuso Nietzsche, no por delirio nihilista, sino por la urgente necesidad de descubrir cuán endebles eran los ídolos y eufemismos que se veneraban en el pensamiento moderno. Esa necesidad se vuelve apremiante cuando el pragmatismo político ha camuflado en liturgias jacobinas y simulacros formales su quehacer errático para, cuestionar, desenmascarar y desbaratar os mitos que sustentan el discurso dominante, para restituir la posibilidad de una política emancipadora.



  1. Los mitos de origen han sido instrumentalizados y resignificados las nociones de origen, siendo utilizados en política como artefactos para imponer narrativas hegemónicas, resignificando las historias del origen para legitimar formas de dominación en el imaginario social. El intento más reciente y burdo ha sido convertir lo indígena en sinónimo de ética y armonía ambiental, reduciendo la preexistencia de estos pueblos a un esencialismo purista andino centrista, funcional a las fabulaciones de los agentes del poder.

El relato oficial de los últimos 40 años fraguó una acepción del ser indígena dotada de una legitimidad inmanente a su condición de aborigen, portador innato de una moral colectiva y comunitaria inmaculada. Esta ficción antropológica debilitó aún más la ya endeble constitución social y política de la nación boliviana. No fue más que un instrumento de transacción política que dio lugar a mecanismos legales artificiosos de discriminación positiva poco efectiva y altamente politizada y corrupta, soslayando el reconocimiento sustantivo de la historia diversa y compleja de gran parte de la nacionalidad boliviana, indispensable para integrar un proyecto de Estado-nación.

Como advierte Edward Said, el esencialismo es una nueva forma de dominación, que convierte las identidades en instrumentos funcionales para el ascenso de poderes autoritarios, léase: fascismo o nacionalismo o populismo.

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La alienación cultural no desaparece con el reconocimiento dogmático del origen. Lo indígena, como toda identidad, es histórico, contradictorio y susceptible de ser manipulado y despojado de su sentido emancipador, como ha ocurrido en estos últimos años.

Reivindicar la diversidad cultural sin escrutinio de la retórica aparente, es convertirla en fetiche; por el contrario, reivindicar lo indígena desde una perspectiva integradora y sobre un proyecto social serio es afirmar su potencia emancipadora definitiva.

  1. Las ritualidades que aparentan ser costumbres ancestrales, reafirmadoras de fé y origen cultural, son la teatralidad que enmascara la practica política para naturalizar la ostentación y las diferencias, las hegemonías sociales. Reinventan y mercantilizan las tradiciones para consolidar la supremacía económica y cultural de grupos de poder. Bajo una estética cada vez más dúctil aparente que no siempre implica una estética que rompe con la pretendida evocación vernácula de nuestras tradiciones.

Como señala Clifford Geetz, los rituales son sistemas complejos de símbolos que expresan creencias, valores y cosmovisiones de las diferentes cultura nacionales, son espacios de reencuentro, negociación de prestigios y dones. Sin embargo, el aparente “pago” y el eterno retorno a la pachamama o a la deidades milagrosas, operan como dispositivos mercantiles y clientelares administrados por nuevos dueños de las fiestas. Estas ya no conectan con el sentido profundo de la vuelta al origen, ni funcionan  como rebelión enmascarada del oprimido contra el poder; se han convertido en guiones de la estratificación socioeconómica y el tráfico del poder de las nuevas fortunas, muchas veces  de procedencia dudosa.

Como diría Guy Debord, vivimos en una sociedad del espectáculo. Y como advertía Michel Foucault, el poder disciplina más con símbolos que con castigos. En este contexto, en los rituales populares subyacen estrategias de control, distracción y sometimiento al orden imperante. El poder, disfrazado de tradición y se sacraliza como cultura.

III. La economía moral, el “nuevo” sujeto político y el  “vivir bien” como neologismo funcionales a la narrativa dominante, la consigan del vivir bien y la categoría de «indígena originario campesino», han sido reducidas a neologismos de la narrativa oficial, en los que se condensan las contradicciones y banalidades de un modelo que jamás logró constituirse como alternativa real al orden capitalista mercantil boliviano.

La denominación «indígena originario campesino» fue creada para amalgamar historias y realidades profundamente disímiles, unificadas artificialmente por acuerdos políticos funcionales al poder. Esta construcción buscó viabilizar un nuevo ardid discursivo en la forma del “Estado Plurinacional”, sin que mediara una transformación efectiva del sujeto histórico que se pretendía reivindicar. Estas categorías carecen de fundamento social orgánico, y menos aún han logrado constituir sujetos alternativos al individualismo liberal. A pesar que Álvaro García Linera, codiciaba que encarnen una “doble identidad”, originaria y boliviana. Pero lo que soslayó es que esta amalgama ficticia expresa profundas contradicciones irresueltas como la marginalidad social, la informalidad económica y la precariedad cultural, crónicas en gran parte de la sociedad boliviana.

En la práctica, quienes portan esta etiqueta, y se los presenta como actores esenciales del “vivir bien”, operan bajo lógicas de propiedad privada, acumulación familiar y reproducción generacional, como cualquier sujeto moderno. En algunos casos, obligados, a aceptar el régimen de propiedad comunitaria, en la que se subsume el sentido mercantil y capitalista que no desaparece. Por tanto, el “vivir bien” jamás se constituyó en una alternativa económica al capitalismo; al contrario, muchas formas de la economía moral campesina e indígena funcionan dentro del circuito mercantil, lo complementan e incluso se subordinan a la lógica del capital.

  1. El Estado Plurinacional no es una invención original de los pueblos indígenas, ni mucho menos una creación andina. Afirmar lo contrario forma parte de los mitos engañosos de la política de plazuela que se practica en algunas partes. Este tipo de configuración estatal es, en realidad, una reconfiguración de matrices imperiales que han existido a lo largo de la historia: Roma, Grecia, el Imperio Otomano, la Gran Bretaña colonial, e incluso el Imperio Incaico. Aunque se presenta como un aporte creativo surgido del intelecto impensado de los “intelectuales orgánicos”, lo cierto es que el Estado Plurinacional reproduce las lógicas centrales de los modelos colonizadores.

Walter Mignolo advierte con agudeza que la colonialidad no desaparece con la independencia y el nacionalismo, más bien. se reinventa en nuevas formas estatales y termina decantando repúblicas que reniegan de ser lo que verdaderamente son, mecanismos de dominación e imposición. A eso, Bourdieu llama violencia simbólica, porque actúa con sutileza al naturalizar desigualdades y reproducir relaciones de poder bajo la apariencia de pluralismo o diversidad.

Por ejemplo, el pluralismo jurídico, que hoy se enarbola como emblema de originalidad constitucional andina, tiene raíces profundas en los sistemas jurídicos imperiales y absolutistas medievales.

El derecho romano, las Leyes de Indias del Imperio español, o los Estados precoloniales americanos son prueba de ello. Todos constituyen evidencias que desmontan la supuesta innovación. La coexistencia de sistemas normativos paralelos ha sido históricamente una técnica de administración del poder más que una expresión de respeto a la diferencia.

Basta recordar que Roma operaba con pluralidad jurídica, el juicio a Jesucristo -de Herodes a Pilato- es prueba de una jurisdicción compartida que servía para validar el poder. Lo mismo ocurrió con los hermanos Katari, que pasaron de la Audiencia de Charcas al Virreinato del Río de la Plata, reivindicando sus propios ayllus como dominios legítimos de resistencia, hasta ser ajusticiados en nombre de un pluralismo aparente, que protegía los privilegios de los señoríos indígenas.

En la Bolivia contemporánea, el pluralismo jurídico funciona como una escenografía multicultural, sin redistribución efectiva de jurisdicciones ni ampliación real de competencias para los pueblos indígenas. Todo el entramado jurídico termina subordinado a la justicia ordinaria y al derecho positivo, atravesado por el control del Tribunal Constitucional. Así, el supuesto pluralismo termina siendo absorbido por una matriz jurídica centralizada que finge descentralización sin ceder el poder real.

  1. La democracia plebiscitaria ha dado lugar a tribunales con poder constituyente permanente, la elección popular de magistrados constitucionales, sin una cultura jurídica crítica ni una ciudadanía deliberativa, lejos de ser un avance democrático, se ha transformado el control constitucional en un brazo más del poder de turno. Como advertía Hans Kelsen, el guardián de la Constitución no puede ser rehén de la coyuntura; sin embargo, en Bolivia, todos hemos terminado rehenes de las coyunturas políticas y de sus operadores.

El Tribunal Constitucional ha dejado de ser un límite para el poder y se ha transformado en su instrumento. Reinterpreta las normas según el cálculo político, vaciando de contenido el pacto democrático y debilitando la ya frágil seguridad jurídica. La Constitución, concebida como carta de garantías, se vuelve una herramienta maleable al servicio de quienes gobiernan, y el Estado de derecho se torna endeble hasta extremos críticos, donde la incertidumbre se vuelve cotidiana y la injusticia, una forma de vivir, para algunos, y de lucrar, para otros.

Lo que debía ser contrapeso, se ha vuelto engranaje. El control constitucional ya no opera como resguardo de la legalidad ni como garantía de los derechos fundamentales, sino como legitimador de las decisiones políticas del momento. La estabilidad jurídica queda subordinada a la voluntad coyuntural, erosionando la confianza pública y debilitando el principio de igualdad ante la ley.

  1. El Estado de Derecho requiere normas de excepción para poder sostenerse en situaciones de límite. Toda democracia, incluso las más sólidas, alberga tensiones irresueltas que deben ser tratadas excepcionalmente. Sin embargo, cuando no existen marcos claros para actuar en circunstancias extraordinarias, la legalidad se convierte en una tómbola jurídica. Esta fragilidad se vuelve aún más crítica cuando la Constitución es garantista pero contradictoria, y cuando quienes detentan el poder lo hacen con tendencias hegemónicas y despóticas.

En Bolivia, esta ausencia de previsión ha permitido que la legalidad se aplique selectivamente, abriendo paso a una convivencia inaudita entre caudillismo político y formalismo normativo. No hay un verdadero sistema de pesos y contrapesos, sino una práctica jurídica condicionada por intereses y alineamientos circunstanciales.

La prolongada prisión de Jeanine Áñez como “usurpadora del poder” no fue resultado de un Estado de derecho consolidado, sino de su deterioro. Su situación refleja una profunda falla estructural, la inexistencia de una regulación precisa sobre los estados de excepción y las transiciones institucionales. En lugar de canalizar la crisis mediante procedimientos jurídicos excepcionales bien definidos, se optó por negociaciones políticas de pasillos y decisiones judiciales acomodadas a la coyuntura política.

Este es apenas es un ejemplo de cómo la falta de una arquitectura normativa para la excepción no solo erosiona la legitimidad democrática, sino que produce crisis políticas prolongadas y polarizaciones artificiales, como las que arrastramos desde el año 2016. Sin una teoría jurídico política de la excepción, lo extraordinario se vuelve cotidiano, y lo jurídico se convierte en herramienta para la revancha.

VII. Capitalismo criollo y el liberalismo confuso, el empresariado boliviano, que se proclama defensor del libre mercado, opera bajo lógicas contradictorias, porque exige protección estatal, subsidios, créditos blandos, controles al contrabando, desregulación selectiva y blindajes regulatorios. Reclama “menos Estado” para la inversión social, pero “más Estado” para sostener su rentabilidad. Critican el populismo estatal mientras replican sus lógicas desde el privilegio corporativo.

Este comportamiento revela un liberalismo utilitario, no doctrinario; una postura instrumental que invoca el libre mercado solo cuando satisface sus intereses. Chantal Mouffe lo llamaría hegemonía encubierta, una racionalidad que disfraza privilegios con discursos de eficiencia. Bajo esta lógica, los empresarios claman por reglas claras, pero exigen excepciones para sí mismos; rechazan el intervencionismo, salvo cuando se trata de obtener incentivos productivos, aranceles protectores o beneficios impositivos.

El resultado es un liberalismo criollo que funciona más como coartada que como proyecto económico. No hay aquí un compromiso con la competencia ni con la innovación, sino con la conservación de nichos privilegiados del mercado nacional. Este modelo corporativo, amparado en el poder político de turno, no solo perpetúa ineficiencias estructurales, sino que bloquea cualquier posibilidad de modernización productiva real y menos sostenible ambientalmente

Se trata, en definitiva, de un modelo extractivo disfrazado de libertad, donde el mercado es invocado como mito fundacional pero manipulado para obtener privilegios. Una élite que clama por liberalismo mientras coloniza formas de poder negociadas, reproduce desigualdades históricas bajo la retórica de la meritocracia, y confunde desarrollo con acumulación privilegiada en contra de los bienes públicos como los bosques y reservas.

VIII. Los “liberales” se presentan como modernos, pero operan con doctrinas del siglo XIX.En medio de la crisis de representación, los liberales libertarios posan como la alternativa radical o como superhéroes de la libertad individual. Sin embargo, sus fundamentos siguen anclados en los viejos marcos de Locke, Smith y Bentham, sin comprender las transformaciones del sujeto político contemporáneo y de los contextos del propio capitalismo.

Como señala Wendy Brown, el liberalismo contemporáneo ha mutado en una razón de gobierno que vacía la política de contenido democrático. En Bolivia, esta mutación se traduce en propuestas recicladas, tecnologizadas y profundamente descontextualizadas, que desde una prepotencia intelectual ignoran las condiciones materiales del país. Promueven un futuro digital con ideas premodernas, creyendo que la eficiencia técnica basta para redimir desigualdades históricas.

Proponen meritocracia en sociedades donde la mayoría nunca parte de la misma situación que lo privilegiados. Imaginan competencia en mercados donde unos corren con zapatillas y otros con pies descalzos. En contextos profundamente desiguales, la libertad no emancipa, afianza la dominación. Porque la libre elección solo tiene sentido donde hay información, formación y oportunidades reales. En sociedades sin una clase media rancha, sin justicia redistributiva, con educación desigual y capital cultural fragmentado, la “libertad” no democratiza, discrimina, selecciona, excluye, y perpetúa la ventaja del que más tiene.

  1. Desde el campo popular y desde el liberalismo, se esgrimen consignas sobre la renovación como sinónimo de juventud. Pero la juventud, per se, no garantiza pensamiento renovador si no va acompañada de lucidez crítica, formación sólida y conciencia social e ideológica. Afirmar que la juventud implica renovación es un simplismo que seduce a los desavisados que fundan sus criterios en el sentido común y que, a menudo, sirve a los facinerosos herramienta para sus artimañas buscando manipular voluntades desde las sombras del poder. Quienes se presentan como nuevos rostros muchas veces reciclan lógicas viejas bajo ropajes frescos. Como advertía Gramsci, no todo lo nuevo es progresivo: lo viejo suele disfrazarse de novedad.

Los jóvenes formados en ecosistemas conservadores, alimentados de supersticiones mediáticas, microinformación fútil y certezas sin empatía social, no están en condiciones de cuestionar nada. Repiten fórmulas caducas con un lenguaje supuestamente disruptivo, pero sin pensamiento crítico ni conciencia histórica. El pensamiento innovador no es un atributo generacional, es una condición de la inteligencia lúcida, en cualquier edad.

El verdadero pensamiento renovador exige formación, coraje y conciencia social. Los pusilánimes que pretenden adueñarse del poder solo repiten viejos esquemas con estética millennial. Peor aún, los osados que aspiran a responsabilidades públicas ignorando el quehacer del Estado, la política y la vida social, solo buscan consolidar su zona de comodidad. No hay nada más conservador que un joven que banaliza la realidad al ignorarla, o que desprecia la experiencia como si esta fuese un obstáculo, y no una escuela.

Finalmente, los pueblos no son libres porque repiten consignas, sino cuando recuperan la capacidad de imaginarse sin tutelas, sin simulacros, sin atajos. Hay que escribir contra el cinismo, pensar contra la resignación y actuar contra el mito. Porque si no desmontamos los discursos que nos encadenan, terminaremos celebrando nuestras propias cadenas.

Pensar en Bolivia es hoy un acto de rebeldía. Escribir, es una forma de intervenir. Y sostener la crítica como oficio público, es una trinchera ante el vaciamiento del sentido.