La peor derrota no siempre la inflige el enemigo. A veces, la autodestrucción – esa llamarada que arde desde dentro – resulta más devastadora que el más agresivo de los adversarios. La pugna interna en el campo democrático fragmenta las posibilidades de un cambio real en Bolivia y alimenta, además, las maquinarias más oscuras del socialismo. Y lo hace con tal torpeza que cuesta saber si se trata de ingenuidad… o de complicidad.
Un reciente informe de Bolivia Verifica ha confirmado lo que muchos intuíamos: detrás de ciertos ataques “espontáneos” en redes sociales hay una operación de desinformación planificada y financiada con fines políticos precisos. Grandes sumas de dinero fueron inyectadas en campañas pagadas para dañar la imagen de Tuto Quiroga y de Samuel Doria Medina, figuras que hoy encarnan la posibilidad de articular una alternativa democrática. ¿Quién se beneficia de ese fuego cruzado? No el ciudadano. Y mucho menos la democracia.
Las páginas empleadas – aparentemente informativas, supuestamente neutrales – están coordinadas desde Bolivia y México. Su propósito es sembrar desconfianza entre los electores y debilitar cualquier liderazgo con potencial aglutinador. La técnica es tan eficaz como inmoral: combinar medias verdades con ataques directos, mezclar humor con infamia y repetir hasta que la duda se instale. Discípulos del nefasto Goebbels: “Miente, miente, que algo quedará.” El modelo ya no es propaganda: es veneno.
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Pero si el diseño es perverso, lo más alarmante es la reacción que ha provocado… o más bien, la ausencia de reacción. Lo que comienza como cálculo termina en abdicación moral. Cuando la ética se retira del campo de batalla, lo que queda es pura ambición disfrazada de estrategia.
En vez de denunciar la guerra sucia, algunos la celebran, si el blanco es un rival. En lugar de defender el juego limpio, se deleitan viendo caer al contendiente. Y así, sin notarlo, sirven a los mismos intereses que dicen combatir.
Porque estas campañas no están hechas para que gane uno u otro opositor. Están diseñadas para que ninguno gane, para que todos lleguen debilitados, y el populismo retorne. Es el mismo libreto de 2020; sólo que más refinado. La división como táctica, la desinformación como arma y el cálculo cínico como bandera.
Desde las graderías, los estrategas del autoritarismo aplauden el espectáculo. Lo amplifican, lo riegan, lo explotan, mientras la oposición se hunde en su propio ruido. Con el fraude como plato de fondo, la cena está servida.
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¿No bastó con ver cómo la rivalidad entre Mesa y Camacho facilitó el retorno de quienes ya habían huido? ¿No aprendimos que no se puede dar a nadie por muerto y que subestimar al enemigo es la forma más torpe de fortalecerlo? ¿No entendimos que el enemigo común no está en nuestra acera, sino en la cima del aparato que corrompió, empobreció y dividió al país?
La historia boliviana ya conoce este libreto: élites divididas, oposición fragmentada, ciudadanía desorientada… y el populismo regresando triunfal; no por mérito propio, sino por errores ajenos.
Lo más grave no es que haya operadores digitales comprados. Es que haya dirigentes que se presten al juego, votantes que lo festejen y candidatos que, por miedo a quedar segundos, prefieran destruir al primero. Como si no supieran que el fuego que quema la casa del vecino también puede incendiar la suya.
Bolivia no necesita más líderes con hambre de micrófono, sino una oposición patriota e inteligente. Una que vea más allá de sus rencillas y egos. Que entienda que no se trata sólo de ganar, sino de construir un proyecto de país que proscriba la inmoralidad, la ineficiencia y la corrupción. La democracia no se defiende con ajustes de cuentas entre aliados. Se defiende con lucidez, con responsabilidad histórica y, sobre todo, con generosidad.
El enemigo no es Samuel. No es Tuto. No es el que aparece mejor en la encuesta del mes. El enemigo es la maquinaria del saqueo, del chantaje y del miedo. Y esa maquinaria sigue intacta, esperando que los demócratas se aniquilen entre sí para volver – como en 2020 – por la puerta grande.
Estamos a tiempo, sí. Pero sólo si entendemos que sin unidad no hay victoria posible. Y sin decencia, ninguna victoria vale la pena.