La última ficha: Bolivia y el juego peligroso de la desconfianza


 

 



Cuando era niño, mi madre solía repetirme que la confianza lo era todo. “Confío en ti”, me decía con esa mirada que valía más que cualquier premio. Aquellas palabras me hacían sentir invencible, como si pudiera hacer cualquier cosa bien solo por el hecho de que alguien creía en mí. Un día, regresando de la tienda con el pan en la mano, tomé un desvío inocente pero crucial: me dejé atrapar por los “tilines”, esas maquinitas electrónicas donde el Tekken Tag era el rey. Solo iban a ser unos minutos, pensé. Veinte, quizás. Después de perder unas cuantas monedas y una mini fortuna emocional, salí con el pan apretado entre los dedos y una mentira a punto de salir de mi boca. “La fila era larguísima”, le dije a mi madre con una sonrisa forzada, sin saber que ya me había visto. No hubo gritos ni castigos, solo un cambio silencioso en su rostro. Desde ese día ya no fui a la tienda ni tuve la misma libertad. Había roto algo que no se arregla con disculpas: la confianza.

Hoy pienso en esa escena cada vez que escucho las promesas del gobierno sobre la economía boliviana. La confianza es un capital silencioso que, cuando se pierde, arrastra mucho más que números o decisiones técnicas. La economía no funciona solo con cifras, sino con percepciones, con fe en que mañana valdrá la pena invertir, consumir, producir, contratar. La desconfianza colectiva, como la de mi madre después de mi mentira, no se manifiesta con gritos ni sanciones, pero transforma completamente la relación entre gobernantes y ciudadanos, entre el mercado y el Estado.

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Durante los años 2024 y la primera mitad de 2025, la economía boliviana ha transitado una especie de adolescencia conflictiva, donde las palabras oficiales ya no bastan y las acciones no logran reconstruir el vínculo roto. La inflación ha golpeado con fuerza, alcanzando cifras que no se veían en más de una década, y aunque el discurso oficial prometía control, los precios de alimentos y combustibles seguían en alza. Mientras tanto, los consumidores veían disminuir su poder adquisitivo y las familias reducían su gasto, no solo por necesidad, sino por temor. El temor a que mañana sea peor que hoy. Esa percepción—tan intangible como poderosa—es el reflejo más claro de una economía que ha perdido la confianza de su gente.

No es solo una cuestión de precios o de reservas. Es también el hecho de que inversionistas extranjeros ya no consideran a Bolivia un destino seguro. La inversión extranjera directa cayó a niveles preocupantes, y los pocos capitales que ingresan lo hacen con cautela, atados a sectores muy puntuales como hidrocarburos. Nadie quiere arriesgar si no sabe si mañana cambiarán las reglas del juego. Nadie quiere apostar donde las promesas no se cumplen o donde la política interna genera más ruido que certeza. El Estado boliviano, como aquel niño que promete que solo irá a la tienda y termina en las maquinitas, ha hecho promesas de estabilidad, industrialización y crecimiento que no se han correspondido con los hechos. Y los actores económicos, al igual que mi madre, han dejado de creer.

Los subsidios, tan celebrados en discursos populistas, han terminado siendo parches mal puestos. Son monedas que se gastan rápido para evitar una discusión más profunda, pero que no resuelven la causa de fondo. Se subsidia el combustible mientras se raciona en las estaciones. Se protege el precio de alimentos mientras estos desaparecen de los mercados. Se culpa a los especuladores, al contrabando, a los enemigos externos, cuando en realidad el problema está en la fragilidad de una estructura productiva que no se ha modernizado ni diversificado. Y cuando el Estado no es capaz de garantizar certidumbre, la gente se cuida, se retrae, guarda sus dólares, posterga decisiones, deja de invertir. Esa es la traducción económica de la desconfianza.

A esto se suma una política interna convulsionada, marcada por luchas intestinas, bloqueos, conflictos sociales y una justicia debilitada. En este escenario, las señales que recibe el ciudadano promedio no invitan a confiar, sino a resistir. Las empresas ajustan sus planes, el consumo se estanca, y el crecimiento económico—que alguna vez fue bandera de estabilidad—se convierte en una meta lejana. Las proyecciones de organismos internacionales hablan de una economía que avanza a paso lento, muy por debajo de su potencial. Y no porque falten recursos o talento, sino porque falta lo esencial: confianza.

Le tocará al próximo gobierno asumir una de las tareas más difíciles y urgentes: reconstruir esa confianza perdida. No se trata solo de cambiar rostros ni de estrenar discursos, sino de mostrar, con hechos, que se puede gobernar con responsabilidad, transparencia y visión de largo plazo. Si no se logra restaurar esa conexión entre el Estado y los ciudadanos, entre la política y la economía, el país podría entrar en una espiral de desconfianza aún más profunda. La inversión no llegará, el ahorro no circulará, el crecimiento será apenas simbólico, y la población —cansada de esperar— buscará salidas fuera del sistema. Recuperar la confianza no es una opción, es la única salida posible para evitar el estancamiento o, peor aún, una fractura social mayor.

Pero no todo está perdido. Así como aquel niño tuvo que reconstruir la credibilidad paso a paso, cumpliendo pequeñas tareas, demostrando con hechos que podía volver a ser confiable, también un país puede restaurar el vínculo con su gente y con el mundo. No se trata de discursos elaborados ni de promesas grandilocuentes. Se trata de transparencia, de reconocer errores, de establecer metas realistas y cumplirlas. Se trata de respetar las reglas, de garantizar seguridad jurídica, de ser coherentes entre lo que se dice y lo que se hace. Se trata, en definitiva, de comportarse como un adulto frente a una ciudadanía que ya no cree en cuentos.

La confianza, como decía mi madre, lo es todo. Es lo que permite delegar, avanzar, invertir. Es el oxígeno silencioso de toda economía. Cuando se pierde, todo se vuelve más difícil. Y cuando se recupera, incluso lo imposible se vuelve alcanzable. Bolivia necesita volver a ganarse la confianza de su gente. No con más juegos ni atajos, sino con responsabilidad, verdad y compromiso. Porque al final, como en la vida misma, no hay desarrollo sin confianza. Y no hay confianza sin verdad.