Los dioses también chismean


Aunque lo hemos relegado al rincón de lo frívolo, el chisme es una herramienta antropológica de gran complejidad: organiza jerarquías, refuerza vínculos, castiga desviaciones y narra lo que una cultura quiere —o necesita— creer sobre sí misma.

Fuente: https://ideastextuales.com



Si piensa en el chisme como un asunto menor, quizás una nimiedad de sobremesa, un desliz moral o una costumbre inofensiva, debo decirle que está profundamente errado. Es un asunto mucho más complejo. Porque en el fondo, lo que hacemos cuando contamos un chisme no es simplemente hablar de otro. Es narrar el mundo, reconfigurar alianzas, demarcar pertenencias. Y, como no, ejercer control.

El chisme no consiste simplemente en hablar a espaldas de alguien. Es una forma de vigilancia informal que opera en toda cultura. El chisme cumple la función de cohesionar al grupo, señalar peligros y establecer jerarquías.

=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas

Es una unidad narrativa compleja, que revela mucho más de quien lo cuenta que de su supuesto protagonista. En muchos casos el chisme no solo informa, sino que reacomoda posiciones de poder. Una empleada que degrada a su antecesora para ganar estima. Un jardinero que navega entre clases sociales actuando como mediador entre mundos. Un ingeniero joven que escala posiciones sociales al compartir información privilegiada.

El chisme, en estos contextos, puede considerarse como una especie de mito menor. Una forma de relato que organiza oposiciones fundamentales: nosotros vs. ellos, fieles vs. traidores, virtuosos vs. corruptos. Así como muchos pueblos tradicionales estructuraban su cosmovisión mediante historias míticas, hoy estructuramos nuestras relaciones cotidianas por medio de microrelatos de pasillo y café. Estudios han demostrado que el chisme activa el circuito de recompensa cerebral, el mismo que responde al sexo o al azúcar.

No es menos cierto que el chisme es profundamente político. Es a través de los rumores que se fijan los límites de lo permitido y lo “decente”. El chisme, así, no es neutro, es un vector ideológico, una forma de castigo social que delimita las fronteras de género, clase y poder. En este sentido, tiene parentesco directo con la calumnia, la herejía y la censura.

Por supuesto, la religión no lo tolera. No por casualidad, en el Génesis, la Serpiente susurra el primer gran chisme de la historia: «¿Conque Dios les dijo que no comieran del árbol…?» Así comienza la caída. No con una acción violenta, sino con una frase insinuada. Para el cristianismo, el chisme no solo es pecado, es escisión: schísma, separación. Lo contrario del amor al prójimo. No es extraño que sectores religiosos lo consideren un bocado dulce con final amargo: un alimento simbólico que seduce al oído, pero carcome al alma.

A pesar de todo, seguimos chismeando. En redes, en WhatsApp, en medios sensacionalistas que se lucran de nuestra necesidad ancestral de saber del otro. Tal vez porque el chisme es una moneda de cambio. Intercambiamos fragmentos narrativos como antes intercambiábamos conchas, fuego o puntas de flechas. Lo que nos une no es la certeza del dato, sino el pacto tácito de pertenecer al mismo relato.

¿Es posible erradicar el chisme? Lo dudo. Como todo elemento cultural que responde a funciones profundas, el chisme no puede simplemente ser moralizado ni censurado. Puede, eso sí, ser comprendido. Y en ese acto de comprensión, de toma de conciencia, quizás logremos domesticar su veneno sin renunciar del todo a su poder narrativo. Los dioses también chismean. Solo que sus rumores adquieren tintes de verdad.

Por Mauricio Jaime Goio.