La democracia no necesita más mártires. Necesita garantías. Y en Bolivia hay regiones donde estas garantías ya no existen. Lo que antes se susurraba como sospecha, hoy se grita con descaro como amenaza. La diputada Ruth Nina, del partido PAN-BOL, dijo con una frialdad escalofriante que impedirán el ingreso de otras fuerzas políticas a comunidades bajo su control, y si el gobierno intenta garantizar la elección, “nos va a meter bala”. Con ese ardid intentó aplacar la reacción social a su anterior pronóstico: “van a contar muertos en vez de votos”.
No es una denuncia de atropello, es una declaración de poder paralelo. No defiende el voto, lo secuestra. Y lo más grave es que estas palabras no provienen de un actor marginal, sino de una diputada nacional, que parece sentirse legitimada para anunciar que el proceso electoral terminará en sangre si se intenta garantizar que otras fuerzas políticas entren en sus reductos. Asevera que, si no se habilita a Evo Morales como candidato, se contarán muertos en vez de votos.
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La advertencia de Nina no es un exabrupto aislado. Encaja en un patrón de impunidad creciente. Días antes, el viceministro de Régimen Interior, Jhony Aguilera – general de la Policía y autoridad responsable de mantener el orden público – admitió que no existen condiciones de seguridad para retornar al Trópico de Cochabamba. Es decir, la propia fuerza encargada de hacer cumplir la ley confiesa que hay zonas del país donde ya no puede entrar. El contrasentido es brutal: un general admite su impotencia ante un poder fáctico que impone su voluntad sobre el Estado mismo.
¿Puede hablarse de elecciones auténticas en un país donde hay territorios vedados no solo al pluralismo político, sino también a la propia Policía? ¿Qué legitimidad puede tener una votación donde una sola fuerza política puede hacer campaña, fiscalizar y movilizarse sin temor, mientras las demás son excluidas o intimidadas? La respuesta es tan evidente como incómoda: ninguna.
Frente a esta realidad, no se debe responder con más violencia. Sería un error trágico entrar en el juego de quienes buscan mártires. Pero tampoco se puede evadir una respuesta cabal. La solución no está en el uso de la fuerza bruta, sino en la aplicación serena y firme del principio democrático: donde no se puede ejercer el derecho al voto en libertad, esa votación debe anularse.
La ley no puede ser selectiva ni cobarde. No puede tolerar que haya zonas donde sólo se vota por obligación y a conveniencia de un grupo dominante. Si se impide la participación plural, si se bloquea el acceso a candidatos, delegados o ciudadanos, esa mesa no puede ser reconocida como válida. Es la más elemental defensa del orden constitucional.
Los que buscan provocar enfrentamientos quieren convertir la democracia en una trampa. Pretenden que la respuesta del Estado sea la represión para acusarlo luego de acoso. Por eso, la manera más eficaz de desactivarlos no es caer en la emboscada violenta, sino en cortar de raíz su impunidad: sin garantías mínimas, no hay votación legítima.
El Tribunal Supremo Electoral debe asumir esa responsabilidad. No basta con computar actas si no se tiene un proceso transparente y universal. El país no necesita más zonas grises ni simulacros democráticos. Necesita reglas claras, condiciones iguales y una ley que se haga respetar. Y para ello, no es necesario, en esta ocasión, recurrir al uso de la fuerza.
En procesos anteriores, cuando el partido dominante aún gozaba de apoyo mayoritario, ejercía un control férreo sobre los votantes de ciertas regiones, y lo hacía amparado en su supuesta hegemonía. Hoy, ese mismo poder – desgastado por sus propios abusos – no puede permitirse dejar en libertad a sus “bases”, porque sabe que ya no lo siguen con convicción, sino por miedo o dependencia. Y allí donde la adhesión espontánea se ha erosionado, el control se vuelve más feroz. Por eso no se puede confiar en que, de manera voluntaria, permitan condiciones equitativas: será la ley, no la complacencia, la que deberá proteger el voto libre.
Porque elegir entre muertos y votos no es una elección; es una tragedia anunciada que debemos evitar con la ley en la mano, con coraje cívico y responsabilidad democrática.