En un mundo saturado de estímulos, donde lo grandioso es cada vez más efímero, las personas buscan refugio en pequeños rituales diarios: gestos mínimos que no curan el malestar, pero lo hacen habitable. Una etnografía íntima de lo cotidiano, donde la felicidad no es un estado, sino una secuencia de actos simbólicos que sobreviven al colapso de los grandes relatos.
Fuente: Ideas Textuales
Hay un momento del día, puede ser al despertar o al regresar a casa, en que uno realiza sin pensar un gesto sencillo. Poner la tetera al fuego, buscar la taza favorita, abrir la ventana solo para respirar el aire de la calle. Ninguno tiene sentido práctico aparente. No resuelve nada. Pero algo en el cuerpo lo necesita. Ese gesto repetido, casi siempre sin testigos, es un rito invisible. Y como todo rito, organiza un mundo.
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La sociedad registra o da importancia a las grandes ceremonias o cultos o ritos o símbolos colectivos. Pero ¿y si lo verdaderamente importante hoy no estuviera en los templos ni en las plazas, sino en la cocina, el baño o la habitación? ¿Y si nuestros rituales contemporáneos se hubieran replegado a los márgenes de lo doméstico, transformados en pequeños actos de resistencia íntima?
Estos pequeños ritos cotidianos individuales se enmarcan dentro de lo que la psicología a acuñado como microfelicidad. La que no es necesariamente una emoción, sino más bien una práctica. Está hecha de hábitos mínimos que dotan de orden a lo desordenado. La pausa para oler el café, la caminata sin destino por la manzana, la playlist que solo se escucha un viernes al atardecer.
Vivimos rodeados de estímulos que nos exigen estar bien, ser productivos, ser felices. Pero bajo esa presión, lo que florece no es el bienestar, sino la ansiedad. Y frente a esa ansiedad, lo único que parece funcionar no son los discursos grandilocuentes ni las fórmulas mágicas, sino estos rituales minúsculos que uno se inventa sin saberlo.
En lugar de acudir a orar a un templo, se enciende una vela en un pequeño altar en un rincón de la sala. En vez de un concierto multitudinario, se escucha el mismo disco cada domingo. No hay comunidad ni credo, pero sí estructura. Cada gesto, cada repetición, funciona como una forma de narrarse el mundo. Como decía Byung-Chul Han, en una era sin rituales públicos, lo que queda es el intento privado de sostener el alma con pequeños soportes.
Desde siempre todo acto repetido, por banal que parezca, es una búsqueda por vincularse con un orden superior. Nuestra vida urbana, laica, veloz, desencantada, miniaturiza estos actos. Convoca al sujeto para que enfrente en solitario el caos del día. Son rutinas que no responden a un mero capricho. El individuo está consagrando su día, como si se tratara de un rito de paso que separa lo externo de lo íntimo.
Incluso el silencio se ha vuelto un lujo ritualizado. Apagar el celular por unos minutos, cerrar los ojos antes de dormir sin distracción alguna, es hoy una forma de enfrentar a la entropía interior.
Lo que a algunos podría parecer un detalle sin importancia, para el oficiante se transforma en un orden cultural concentrado y poderoso. Puede ser la taza heredada, el cuaderno donde se anotan ideas sueltas, el olor del suavizante, la primera canción del día. Son objetos y actos con una poderosa carga simbólica. Y eso, en tiempos de desarraigo, es mucho más que nostalgia.
El mundo digital, con sus notificaciones como forma de afecto, intenta competir con estos gestos, proponiendo una felicidad rápida, cuantificable y compartible. Pero la microfelicidad que reside en los pequeños actos cotidianos no necesita likes. Se sostiene en la repetición cotidiana
Quizás haya que fundar una nueva rama de las ciencias sociales, una disciplina que estudie lo doméstico, aquellos hábitos que no llegan a TikTok, pero que a gran parte de la humanidad le salvan la jornada. Una arqueología del día común. Porque ahí, en lo que se repite sin aspavientos, es donde el ser humano sigue ejerciendo su deseo ancestral de dar sentido al mundo.
La microfelicidad no es una moda ni una terapia: es un arte antiguo. El arte de no naufragar en lo cotidiano. A fin de cuenta, con el paso del tiempo, se transforman en esa nostalgia cálida que nos permite revivir los mejores instantes de nuestra vida. Sentir que la vida, después de tanto afán, ha tenido un sentido y ha valido la pena. Según Joan Manuel Serrat Son aquellas pequeñas cosas / Que nos dejó un tiempo de rosas / En un rincón / En un papel / O en un cajón...