En las ciudades que nunca duermen, el amanecer ya no llega con el sol. Llega con la luz fría de una pantalla que, antes de que siquiera podamos desperezarnos, ya reclama atención. Ahí comienza, sin que lo sepamos, la primera orden del día para nuestro sistema endocrino: producir cortisol.
Se le conoce como “la hormona del estrés”, aunque el nombre es injusto. El cortisol es, en realidad, un regulador fino, un motor que nos despierta y nos pone en movimiento. Evolutivamente, fue la herramienta perfecta para sobrevivir. En un mundo de depredadores y cazas inciertas, un pico de cortisol podía marcar la diferencia entre comer o ser comido. Hoy, ese mismo pico se activa para contestar correos electrónicos o llegar a tiempo a una reunión por Zoom. El problema es que el sistema no distingue entre un león y un atasco de tráfico.
En esta historia hay un engranaje invisible, el eje hipotalámico-pituitario-adrenal. La amígdala detecta la amenaza, el hipotálamo envía una señal química (CRH) a la hipófisis, esta libera ACTH y las glándulas suprarrenales obedecen, produciendo cortisol. Una cascada milimétrica. Cuando el peligro pasa, el mismo cortisol debería decirle al sistema: “todo en calma, pueden apagar las alarmas”.
Ese vaivén natural se dibuja como una curva: alto en la mañana, bajo en la noche. Es la coreografía que permite estar alerta de día y descansar de noche. Pero la vida moderna desordena la danza. La luz artificial prolonga el día hasta horas absurdas, el trabajo en horarios fragmentados y el bombardeo de estímulos alteran la bajada nocturna. El resultado es un cuerpo siempre en modo “listo para reaccionar”, aunque no haya nada a lo que reaccionar.
El estrés ya no llega como un estallido breve, sino como una llovizna constante. Reuniones, notificaciones, plazos, ruido, multitarea. Permanentes estresores que por sí solos serían inofensivos, pero que al repetirse a lo largo del día mantienen al cortisol circulando en exceso.
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La ciencia lo denomina hipercortisolemia crónica. Sus efectos no son menores. Daña la calidad del sueño, debilita el sistema inmunológico, aumenta la presión arterial, interfiere con la memoria. En el cerebro, el exceso prolongado de cortisol atrofia neuronas del hipocampo (clave para la memoria y la regulación emocional) y amplifica la reactividad de la amígdala, ese centinela que detecta amenazas. Paradójicamente, cuanto más estrés acumulamos, más predispuestos quedamos a sentirnos estresados.
Afortunadamente, el mismo sistema que se desajusta puede volver a calibrarse. La neurociencia coincide en que hay prácticas sencillas para recuperar el ritmo perdido:
Luz solar matinal: salir a la calle dentro de los primeros 30 minutos tras despertar, incluso si está nublado, sincroniza el pico natural de cortisol.
Movimiento temprano: ejercicio físico moderado en la mañana, para usar esa energía en el momento justo.
Evitar pantallas brillantes por la noche: la luz azul retrasa la caída nocturna del cortisol y sabotea el sueño.
Alimentación estratégica: carbohidratos complejos en la cena ayudan a relajar el sistema.
Respiración consciente: la técnica de doble inhalación nasal y exhalación prolongada reduce la activación del sistema nervioso simpático en minutos.
Son recordatorios de que nuestro organismo evolucionó siguiendo el sol y la oscuridad, no la lógica ininterrumpida de la productividad.
Regular el cortisol no es un lujo de vida sana, es una medida de higiene biológica y cultural. Implica renegociar la relación entre nuestro cuerpo y el tiempo que habitamos. Implica, también, cuestionar la idea de que estar siempre disponibles y activos es sinónimo de eficacia.
El estrés no es el enemigo, pues en su dosis justa es el impulso que nos permite aprender, adaptarnos, reaccionar. Pero en exceso, se convierte en un incendio lento que consume recursos y salud. Controlar el cortisol es, en ese sentido, una forma de resistencia íntima. Un acto silencioso, pero profundamente político, de recuperar el compás natural de la vida frente a la aceleración artificial que nos impone el siglo XXI.
Porque, al final, el verdadero lujo no será tener más tiempo, sino tener un cuerpo capaz de habitarlo en calma.
Por Mauricio Jaime Goio.