Detenida en marzo de 2021 y condenada en junio de 2022 a diez años de prisión por su papel en la crisis política de octubre y noviembre de 2019, la exmandataria transitoria sale libre después de casi cinco años de reclusión.

La detención de Jeanine Áñez –quien permaneció privada de libertad durante cuatro años y ocho meses entre prisión preventiva y cumplimiento de sentencia– se ha convertido en un símbolo polarizador de la política boliviana. Mientras el Movmiento al Socialismo (MAS) acusa a la exmandataria de haber liderado un ‘golpe de Estado’ en 2019, opositores señalan irregularidades procesales, detenciones arbitrarias y falta de seguridad jurídica.
La reciente resolución del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) que anuló su sentencia por el denominado ‘Caso Golpe II’ ordenó su liberación inmediata reaviva el debate entre garantía de derechos y rendición de cuentas. El presidente de esa instancia judicial aseguró la pasada jornada que se tomó esa determinación, tras haber constatado que hubo vulneraciones al debido proceso y a sus garantías constitucionales.
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Cabe recordar que el via crucis de Áñez empieza mucho antes, pero ella estaba lejos de pensar que un evento crucial para el país iba a confluir en su detención durante prácticamente cinco años. El 20 de octubre de 2019 se celebraron elecciones presidenciales en Bolivia que la Organización de Estados Americanos (OEA) declaró con irregularidades y ‘seriamente cuestionables’. A raíz de las protestas ciudadanas y motines policiales, el entonces presidente Evo Morales renunció y, en medio del vacío de poder, la hasta ese momento senadora asumió la Presidencia transitoria el 12 de noviembre de ese año.

En los días posteriores se desataron fuertes movilizaciones en ciudades como Cochabamba, El Alto y La Paz que derivaron en hechos de violencia y muertes de civiles. El informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) reveló que entre 1 de septiembre y 31 de diciembre de 2019 se registraron ejecuciones sumarias, masacres, torturas y violencia sexual en el marco de la crisis. Una de las cabezas identificadas después por el Ministerio Publico fue –obviamente– la mandataria que estuvo 361 días al frente de la nación.
El 13 de marzo de 2021 la Fiscalía emitió orden de aprehensión contra Áñez. Inició así un periodo de detención preventiva que se extendió gracias a sucesivas prórrogas con el alegato de ‘riesgo de fuga’ y avances de la investigación. La exmandataria fue recluida en el Centro de Orientación Femenina (COF) de Miraflores, donde tuvo varios episodios reñidos con los derechos humanos, tal cual fue denunciado por ella misma, su familia y su defensa por el trato irregular al que fue sometida, lo que provocó incluso que tome la decisión de declararse en huelga de hambre.
Un año y tres meses después, el 10 de junio de 2022, el Tribunal Primero de Sentencia Anticorrupción de La Paz emitió sentencia condenatoria de diez años de cárcel por los delitos de resoluciones contrarias a la Constitución e incumplimiento de deberes, en lo que se conoció como el caso ‘Golpe de Estado II’. El proceso continuó por casi tres años debido a recursos presentados por sus abogados, hasta que el 5 de noviembre de 2025 el TSJ anuló la sentencia al considerar que hubo vulneraciones al debido proceso, ordenó su liberación inmediata y remitió el caso a la vía del juicio de responsabilidades.

En total, la exmandataria pasó cuatro años y ocho meses con su libertad cercenada por decisiones judiciales y políticas, según varios analistas y opositores, quienes estimaron que Áñez fue un ‘botín de guerra’ para las huestes masistas que no disculparon la eclosión social del 2019 que terminó en la huida de Morales y varios de sus colaboradores, quienes no pudieron regresar al país hasta la victoria de Luis Arce Catacora en las elecciones de 2020.
El Estado boliviano –o más bien dicho, el gobierno del MAS– acusó a Áñez de asumir la Presidencia sin respetar la línea constitucional de sucesión, de emitir resoluciones que quedaron como ‘lesivas al Estado’ y de incumplir deberes. Estos cargos se articularon dentro del expediente que investiga los hechos de violencia de noviembre de 2019 en Sacaba y Senkata, donde el GIEI reportó al menos 38 muertes y un uso desproporcionado de la fuerza estatal.
La Fiscalía denunció que la gestión interina de Áñez incurrió en actos de sedición y terrorismo al movilizar a las fuerzas militares y policiales. La defensa y los políticos opositores alegaron en todo momento que la exmandataria actuó en defensa de la estabilidad institucional, amparada en un proceso de sucesión constitucional, y que debía ser juzgada mediante juicio de responsabilidades, no por la vía ordinaria.

En ningún momento, la investigación se ocupó de investigar el rol que cumplieron políticos del oficialismo de entonces, los operadores de los sectores sociales afines a Evo Morales y la responsabilidad del expresidente y otros de sus acólitos, que convocaban desde el exilio a la revuelta popular en contra de la exmandataria. Al tener control sobre el Órgano Judicial, según las denuncias de propia Áñez y políticos de la oposición, el camino fue expedito hasta lograr una sentencia conocida por todos con antelación.
El GIEI emitió un informe con recomendaciones que debían cumplirse de manera pronta por el Estado boliviano y sus órganos. Un reciente monitoreo determinó que de las 36 encomiendas que se recibió del GIEI sólo habían cumplido cuatro hasta 2023. Entre los incumplimientos aparece la ausencia de investigaciones suficientes, retraso en reparaciones, falta de grupos fiscales especializados y poca información pública sobre el avance de procesos. Esto alimenta la percepción de que el proceso contra la exmandataria puede haber sido influido por criterios políticos y no exclusivamente judiciales.
El caso Áñez no es sólo legal: se inscribe en una lucha del poder político entre bloques que disputan la retórica de los hechos de 2019: ¿hubo golpe de Estado o un monumental fraude? Sin embargo, la detención prolongada de la exmandataria, su condena y ahora su anulación de sentencia, reviven nuevamente la polémica entre quienes la consideran legítima sucesora de la Presidencia del Estado y quienes la apuntan como usurpadora.

Al no tener resultados de una investigación proba sobre los hechos de Sacaba y Senkata, además de la falta de avance en las recomendaciones del GIEI, refuerza la idea de que la transparencia del proceso judicial era tan importante como los hechos que se buscó juzgar. El traslado del caso a juicio de responsabilidades dependerá de la nueva proposición acusatoria fiscal y de la determinación de la nueva Asamblea Legislativa Plurinacional (ALP).
Cuatro años y ocho meses después de su aprehensión, la historia de Jeanine Áñez abre una interrogante mayor: ¿puede la justicia ser realmente independiente cuando actores políticos de alto nivel están implicados? ¿Y qué sucede con las víctimas cuando el juicio cambia de vía, el acusado sale libre y las responsabilidades quedan en suspenso? La anulación de la sentencia es un nuevo punto de partida para un país que demanda que los hechos de 2019 sean esclarecidos.
Por ello la importancia incuestionable de tener un sistema de justicia transparente, que no esté cooptado por el poder político, para ver si Bolivia puede por fin encontrar justicia, verdad y reparación; que los abusos de poder no se repitan y que los mecanismos de sanción muestren que nadie está fuera del alcance de la ley. Tarea que aún está pendiente, porque hasta la fecha solamente quedan las acusaciones mutuas y un episodio negro de la historia sin resolver.