Pasado y populismo


MarceloOstriaTrigo2Marcelo Ostria Trigo

Una característica del populismo en América Latina es el empeño de sus dirigentes de exaltar un pasado mal contado, como camino que, supuestamente, sirve para enmendar errores, pero que lleva subyacente el propósito de dividir a la ciudadanía. Lo que podría ser un signo positivo, pues la historia es una rica fuente de enseñanzas y experiencias para repetir lo exitoso y evitar lo errado, resulta una peligrosa prédica, puesto que “en el populismo siempre hay un enemigo, un lobo que mantiene asustadas a las ovejitas, que las conserva pendientes de su pastor, de su protector.” (Aparicio Caicedo Castillo. El Mundo. Madrid, 06/08/2010). Adolfo Hitler, tirano y populista, sin esforzarse en sustentar con hechos sus acusaciones, logró convencer que todos los males en su país los ocasionaban los judíos.

Si de historia se trata, se advierte que en las tendencias populistas –también se da en otros ‘ismos’– es práctica común atribuir a ciertos segmentos de una población diversa la responsabilidad de los desaciertos y de las desventuras que aquejan a sus países. Pero esto no queda como un ejercicio para el esclarecimiento histórico, sino como una justificación para inducir al odio; preanuncio del enfrentamiento que, se quiera o no, es fratricida, porque “nosotros llevamos en las venas sangre de los vencidos y de los vencedores” y “vivimos en tiempos lejanos de los sucesos” del pasado, lo que hace injusto y atávico el sentimiento de exclusión por supuestas culpas históricas. Eduardo Matos Moctezuma, al comentar el libro La presencia del pasado, de Enrique Krauze, con esa frase –la de la mezcla de sangres–, muestra esa faceta del mestizaje, y que, por ello, todos somos, por igual, responsables de los aciertos y errores del pasado.



La revisión sesgada de la historia que sirve ahora para endilgar falsas culpas está presente en el populismo mesiánico –con matices, pero con una común orientación ‘cesarista’– que pone de manifiesto el intento de establecer “presidencias pretendidamente vitalicias de atávicos caudillos…”, convertidos en adversarios de los que alientan “la formación de verdaderas repúblicas como las que rigen hoy en Brasil, Chile, Uruguay, Colombia y México”, e inclusive que, merced a la ‘alternancia conyugal’, la Argentina de los Kirchner prometía inclinarse en dirección del caudillismo” (Mariano Grondona. La Nación. Buenos Aires, 07/11/2010).

Nuestras sociedades están lejos de la perfección; hay rasgos de injusticias. Generalmente está ausente el “respeto, mutuo y convergente, entre la mayoría y las minorías”, que es parte de la conducta democrática. Ir tras una pretendida solución de los problemas actuales y de los que nos vienen de atrás, hurgando el pasado con el empeño de encontrar culpables reencarnados en ciudadanos contemporáneos que no gozan de la simpatía de quienes poseen el poder político, es el mayor signo de intolerancia y de falta de ese esencial respeto. Es más: hace advertir que es una señal que precede a la dictadura. Esto se pone de manifiesto cuando los populistas ‘fabrican la verdad’, y que, “como es natural… (ellos) abominan de la libertad de expresión; confunden la crítica con enemistad, y por eso buscan desprestigiar a la crítica, controlarla, acallarla” (Enrique Krauze).

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En una conducta democrática, se tienden puentes para el entendimiento, aun en la divergencia. Pero con la creación populista de mitos históricos, eso jamás sucede.

El Deber