José Luis Bolívar Aparicio
Tratando de ser audibles, entre el ruido de los disparos y las granadas que estallaban por doquier, la desesperada voz del radio operador, pedía desesperadamente a gritos que evacúen a su equipo de reconocimiento.El 2 de mayo de 1968, 12 miembros de las Fuerzas Especiales Americanas, realizaban un patrullaje cerca de Lộc Ninh. De ellos 9 eran Sur Mortangard Vietnamitas y todos tenían gran experiencia de combate, sin embargo, por falta de un buen informe de inteligencia, sin darse cuenta se vieron rodeados por el NVC (Ejército de Vietnam del Norte) en un número superior al millar, de tal manera que, para evitar su exterminio, la única forma de salvarlos era por vía aérea mediante helicóptero.
Tras un fallido intento en el que tres aeronaves no pudieron aterrizar por el intenso fuego enemigo de fusiles y antiaéreas, quien ayudaba en la radio y era consciente de lo terrible de esa situación, subió a una de las naves que iba a retornar, armado únicamente de un cuchillo y un maletín de primeros auxilios.Debido al intenso fuego enemigo, la nave lo dejó saltar a más de 70 metros del punto de asedio, por lo que empezó a correr debajo de una nutrida lluvia de balas. En ese intento recibió la primera de sus heridas, un proyectil 7,62 disparado por una AK47 le atravesó la pierna izquierda, pero el siguió su empeño y llegó al punto donde sus camaradas hacían una ardua resistencia.
Lo primero que hizo fue organizar un perímetro de defensa, distribuir munición, repartir agua y tratar de salvar la vida de quienes habían sido heridos ya. Por si fuera poco, desde donde estaba, dirigía el fuego de los aviones y preparaba el terreno para un nuevo punto de extracción aérea.
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Hasta que llegó el helicóptero, la metralla enemiga lo había herido su cabeza, cara y uno de sus brazos, pero aún así, tuvo la fuerza para levantar uno por uno a cinco de sus camaradas caídos y acercarlos a la zona de rescate, lanzar las granadas de humo para direccionar el aterrizaje y hacer fuego de cobertura para que descienda la nave.Mientras el piloto y su ayudante subían los cuerpos de los heridos, retornó al punto de asedio en búsqueda de material clasificado u otra información que pudiera servir el enemigo para poder rescatarla, cuando un proyectil le destrozó parte del abdomen atravesándole desde la espalda. En ese momento la nave empezaba a alzar vuelo, pero un ataque feroz hirió mortalmente al piloto y a su ayudante, haciendo que el helicóptero se precipite a tierra.Herido y desangrándose, recogió los documentos y fue hacia los restos del aparato, para sacar los cuerpos y alejarlos antes que la nave estalle por el combustible. Volvió a acomodar a quienes aún podían combatir en un perímetro de defensa y reorganizó una nueva evacuación.
Nuevamente dirigió fuego aéreo contra el enemigo y pudo ayudar a sus compañeros distribuyendo agua, vendas y morfina entre los más afectados. Otra bala perforó su pierna mientras dirigía el aterrizaje de otro “chopper” para la extracción y aún así, pudo cargar de nuevo a sus camaradas y llevarlos a la nave para salvar sus vidas. En uno de los retornos por otro de los heridos, un norvietnamita se abalanzó sobre él con la bayoneta en mano, iniciando una sangrienta lucha mano a mano. El soldado de ojos rasgados le llegó a cortar ambos brazos, el hombro y la palma de una de sus manos, pero el cuchillo que había recogido antes de subir al helicóptero, estaba a su alcance y con un empuje casi sobre humano, logró encajarlo en el tórax de su asaltante para salvar una vez más su vida.Le quedaron fuerzas incluso para recoger a los últimos dos heridos, llevarlos a la nave, matar a dos enemigos que fustigaban con fuego constante y todavía volver al punto de acoso para destruir los últimos documentos que pudieran servir al adversario.
Luego de 6 horas en aquel infierno y con el último aliento que le quedaba de vida, subió al helicóptero, cargando consigo 8 heridas de bala, 37 por metralla y cuatro cortes mortales que lo desangraron por completo, pero que no le impidieron salvar al menos 8 vidas.
Al llegar al hospital, lo dieron por muerto y lo pusieron en una bolsa, pero cuando estaban a punto de abrochar el cierre, un escupitajo de sangre fue la señal de que aún estaba con vida y que a este ser sobre natural, le quedaba mucha más lucha para dar.
Definitivamente es una historia conmovedora y tan difícil de creer que parece el guion de la próxima película de Stallone, pero a diferencia de sus tragicómicas historias holliwoodenses, esta es de la vida real, y le pertenece al Sargento Mayor Raul Perez «Roy» Benavidez, un descendiente de padre mejicano y madre Yaqui (tribu nativa americana), cuyo accionar en medio del mismísimo averno, le valió el reconocimiento universal por su valor y resistencia
Como llegó tan herido al nosocomio, los doctores no le dieron mucho tiempo de vida, y como los trámites para la máxima distinción americana (la Medalla de Honor), tomaría mucho tiempo, optaron por darle en vida, una distinción acorde a su esfuerzo y premiaron su pecho con la Cruz de Servicios Distinguidos, que se la impuso el mismo William Westmoreland.Pero Benavidez estaba lejos de rendirse tan fácilmente a la muerte. 3 años antes, una mina le destrozó ambas piernas y los doctores le advirtieron que el no volvería a caminar, pero su infinito empeño y determinación, hicieron que un año más tarde saliera de ese hospital con sus propias piernas y listo para seguir en combate. Esta vez no sería la excepción y todas esas heridas solo iban a convertir en cicatrices y en cuanto lo curaran, iba a estar en pie una vez más.
En 1973, Benavidez fue nuevamente nominado para la Medalla de Honor, lastimosamente, el tiempo perentorio había caducado y lo hacían inviable. Más la naturaleza de su heroísmo y la grandeza de su actuar en el campo de batalla, hizo que el propio Congreso de los Estados Unidos pida la revisión y que se haga una excepción con su caso. Pero la burocracia era un rival mucho más tenaz que aquel que lo asedió en el medio de la selva. Los trámites para la distinción requerían de al menos “un testigo presencial” de los acontecimientos y para entonces, todos los que habían participado de aquella odisea, estaban muertos.
Pero un hombre que vivía en las islas Fidji y que estaba de vacaciones en Australia, leyó un reportaje sobre Benavidez. Se trataba de Brian O’Connor, que era nada menos que uno de los llegó en el último helicóptero a salvarlo y anoticiándose de las circunstancias, escribió un reporte de 8 hojas con los detalles de la proeza de este Sargento y dio testimonio como testigo vivo de toda esa osadía.
De tal manera que, en 1981, el presidente Ronald Reagan puso en el pecho de Benavidez la tan merecida presea y que en este caso era más que merecida no solo por lo hecho, sino especialmente, por todos aquellos a los que salvó, gracias a la gran importancia que el le dio a sus vidas, por encima de la suya propia.
Cuando uno lee y se entera de hombres como este Sargento, que nos enseñan la importancia del valor, de los principios y del encono, se es consciente de que estos actuares merecen una debida recompensa y reconocimiento, no solo para que quien merecido lo tenga, sienta la satisfacción del deber cumplido y bien reconocido. Lo es también, para que sirva de ejemplo a quienes pudieran seguir sus pasos, o se vieran en circunstancias iguales o peores.
Pero estos premios, tienen necesariamente que ser bien administrados, deben tener una reglamentación adecuada, que fomente su entrega, pero bajo estrictas revisiones, de personas desinteresadas y alejadas de la política. Que sigan normas que eviten que sean regaladas a quien no las merezca y mucho menos que se las imponga a quien más bien las deshonre con su impúdico actuar, como ha venido sucediendo últimamente en nuestro país.
Cuando se nombró “Héroes de la Reivindicación Marítima” a miembros de las FFAA y civiles que estaban contrabandeando vehículos, fue realmente indigno, frente a la tarea que, a lo largo de más de 100 años, muchos patriotas hicieron hasta anónimamente por nuestro reencuentro con el mar.
O peor aún, cuando un comandante de la Policía condecoró a un “supuesto narcotraficante”, por haber donado un frontón que nadie sabe donde está y ni qué decir, cuando premian a un sargento por no aceptar 10 Bs., cuando se supone que esa es parte básica de su deber como policía y de su honra como persona.Ojalá que estos atrevimientos logren que los dignatarios tomen conciencia y dejen de repartir medallas y honores como si fueran estampitas de iglesia.