Marcelo Ostria Trigo
La democracia –del griego demos = pueblo y kratos = gobierno– es uno de esos términos que tiene muchas definiciones disímiles y una infinidad de interpretaciones opuestas. Esto hace que, por fuerza, esas definiciones sean generales, imprecisas y limitadas en su alcance, como es el caso de la vaguedad que ofrece el Diccionario de la Real Academia Española: “Democracia. 1. f. Doctrina política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno. 2. f. Predominio del pueblo en el gobierno político de un Estado” (22ª edición).
Esta latitud permite que todas las tendencias se autocalifiquen como democráticas. Así, se va desde la simple afirmación de que se trata de un gobierno nacido por la voluntad popular, hasta la curiosa concepción de que al pueblo se lo libera de elegir realmente, pues se ‘vota’ por una lista única de candidatos oficiales.
También la libertad tiene concepciones encontradas. Abraham Lincoln (1808-1865), ya en el siglo XIX, decía que “el hombre nunca ha encontrado una definición para la palabra libertad”. Esta circunstancia hace posible que se desnaturalice el concepto, aun sabiendo que “sin democracia la libertad es una quimera” (Octavio Paz, 1914-1998). Es más, frecuentemente se restringe la libertad acudiendo al sambenito de que esta se ha convertido en libertinaje. Por ello, no hay antecedentes de que un régimen despótico acepte que es una dictadura; por el contrario, pretende convencer que, a su manera, garantiza la democracia y defiende los derechos de los ciudadanos.
Así es que todas las tendencias políticas se presentan como defensoras de la democracia. Y, por ello, no es extraño que esta –la democracia– haya sido, y aún lo es en ciertos países, el apellido impuesto por gobiernos que, en los hechos, niegan las libertades consustanciales a la democracia. De esta manera surgió, por ejemplo, el nombre de la ya extinta República Democrática Alemana y subsiste el de la República Popular y Democrática de Corea (del Norte), cuyo Gobierno es dinástico y dictatorial. El nombre no prueba la esencia democrática.
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También en esto de nombres, o sobrenombres, hay países que adoptaron otros añadidos. Recientemente, se dio un nuevo caso: el de la Venezuela de Hugo Chávez que ahora se denomina oficialmente República ‘Bolivariana’, con lo que el oficialismo ‘chavista’ pretende envolverse en el aura del Libertador. Si este empeño se extendiera, cuántos países tendrían que añadir a su nombre el del prócer nacional más venerado. La verdad es que se trata solo de un intento de mostrar fachadas patrioteras para dar lustre a un experimento totalitario.
Claro que hay otros sobrenombres impertinentes, pues aluden a la diversidad étnica del país (Estado plurinacional) que, en verdad, también es característica de otros. En un memorable discurso, el presidente de EEUU, John F. Kennedy, se refirió a su país como “nación de naciones”, pero no se le ocurrió proponer un cambio del nombre tradicional de su país. Esta diversidad se repite en casi toda América Latina, pero con solo añadir al nombre algún adjetivo no se obtiene ni más democracia ni más libertad.
Ni la república popular ni la democrática, ni el Estado plurinacional, garantizan por sí mismos la libertad, los derechos humanos y el derecho a discrepar. Es que se trata de una cuestión de convicción, de respeto, de acción, y no de apodos.
El Deber – Santa Cruz