La astilla que no salió al palo: el incómodo sobrino de John F. Kennedy convertido en apóstol de los antivacunas


Rompiendo con la tradición progresista de su familia, Robert F. Kennedy Jr., hijo del antiguo fiscal general Robert F. Kennedy y sobrino de J. F. K., se ha convertido en un insólito apóstol del movimiento antivacunas.

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En un soleado domingo de septiembre una muchedumbre de más de 100 personas se congrega en el Malibu Fig Ranch, una granja biodinámica situada justo enfrente del promontorio de Point Dume, cruzando la autopista Pacific Coast Highway, un lugar en el que el océano es azulísimo y los precios de las casas de los acantilados costeros alcanzan las ocho cifras.

El grupo de la granja representa bien las franjas de edad que imperan en la zona; también es muy representativo el precio de entrada por cabeza de 150 dólares [unos 127 euros]: entre los asistentes confirmados se encuentran un diseñador de trajes de baño de lujo; un fabricante de coronas de flores de San Diego que, para acudir, ha recorrido más de 160 kilómetros junto a su hija adolescente; un proveedor de vidrio; una influencer de Instagram que promueve los “alimentos de altas vibraciones”; y una exdirectora de moda convertida en fotógrafa. Las pizzas caseras y hechas al horno están cubiertas con flores de calabacín. Los vestidos son de Dôen. Los Range Rovers brillan en el aparcamiento.



Mientras esperan a que llegue el orador principal, los asistentes (en su mayoría mujeres, de etnia blanca y sin mascarilla) deambulan entre los arriates de lavanda y kale negro toscano y charlan sobre las estelas químicas de los aviones y las reglas sobre el uso de la mascarilla en el mercado local. Los niños corren entre las mesas, delante de un pequeño escenario en el que un par de músicos de folk tocan sus instrumentos con un estilo parecido al que suele escucharse por la zona de Topanga Canyon.

En los últimos años Kennedy se ha convertido en el insólito líder de toda una red de escépticos de las vacunas. En una sesión del Congreso de Estados Unidos del 25 de marzo, celebrada bajo el epígrafe de “La nación desinformada: el papel de las redes sociales en la promoción del extremismo y la desinformación”, los consejeros delegados Mark Zuckerberg, de FacebookJack Dorsey, de Twitter, y Sundar Pichai, de Google, acudieron para prestar declaración; ese día tuvieron que responder varias preguntas del Comité de Energía y Comercio de la Cámara de Representantes sobre cuestiones como la “censura”, las medidas adoptadas para verificar datos y los anuncios personalizados. Kennedy, un personaje clave del grupo conocido como “Los 12 de la desinformación”, fue mencionado por los congresistas Anna Eshoo, Brett Guthrie y Billy Long. Según un informe del Centro para Contrarrestar el Odio Digital y Observatorio del Movimiento Antivacunas, los 12 son responsables de hasta dos tercios del contenido antivacunas que se difunde por Facebook y Twitter. Además de a Kennedy, el grupo también incluye a Joseph Mercola, un osteópata que gestiona una página web de “salud natural” y un lucrativo negocio de comercio electrónico; a Ty y Charlene Bollinger, conocidos por promover cuestionables tratamientos contra el cáncer; y a Christiane Northrup, que ha insinuado en un vídeo de Facebook que recibir la vacuna implicará que el ADN del paciente pase a ser propiedad de unos ominosos y anónimos “ellos”. “No entiendo por qué Kennedy es así”, declara Eshoo a Vanity Fair poco antes de la sesión del Congreso. “Es que no lo entiendo. Pero cuando alguien tiene una opinión tan marcada sobre el tema y, además, lleva un apellido con un legado tan importante, mucha gente le presta atención”.

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En una carta enviada el 24 de marzo a los líderes de Facebook y Twitter, fiscales generales de 12 estados pidieron a los gigantes de las redes sociales que aplicaran medidas para etiquetar la desinformación sobre las vacunas del coronavirus y para expulsar a los infractores recurrentes. En ella aseguraban: “La desinformación de los antivacunas sigue extendiéndose por sus plataformas, violando así sus normas comunitarias”. William Tong, el fiscal general de Connecticut que encabezó la iniciativa, declara: “Están poniendo a la gente en peligro. Están haciendo que la gente muera. No estamos hablando de un caprichoso debate académico sobre políticas públicas, desarrollado en el espacio seguro de una universidad. Hablamos de la vida real. De la vida y la muerte. De personas que se entregan a las teorías de la conspiración, de gente que se entrega a ideas que no se basan en la ciencia, de personas con objetivos políticos alternativos y retorcidos, que aspiran a que la gente no se vacune, lo que está provocando que haya personas que enferman y mueren”. Sondeos recientes de la organización NPR/Marist y de la Monmouth University muestran que entre un 21% y un 25% de los adultos estadounidenses preguntados no tienen previsto vacunarse contra el COVID-19.

A aquellos que no recelan de las vacunas, lo más probable es que el nombre de Kennedy sea el único que les suene de toda la lista. Y es lo reconocible de su apellido lo que lo dota de un carácter especialmente preocupante para organismos como el Observatorio del Movimiento Antivacunas, que ha estado documentando el modo en que Kennedy ha violado las normas contra la desinformación de las redes sociales. En agosto de 2020, Kennedy y la Children’s Health Defense (Defensa de la salud de los niños) demandaron a Facebook por censurar “un discurso válido y verdadero” y por su “campaña de difamación contra el demandante”, por lo que pedían una compensación de cinco millones de dólares [unos 4.240.000 euros] o más. (En abril, Jed Rubenfeld, que se encuentra suspendido de su puesto de profesor en la Facultad de Derecho de Yale tras una investigación por ciertas acusaciones de acoso sexual por parte de algunos alumnos que él ha negado, pasó a formar parte del equipo legal de la Children’s Health Defense que lleva este caso). En febrero Instagram expulsó a Kennedy “por difundir repetidamente afirmaciones refutadas sobre el coronavirus o las vacunas”, en palabras de un representante de Facebook, la compañía dueña de Instagram, aunque el perfil de Kennedy en Facebook sigue activo, así como su cuenta de Twitter. Según un portavoz de Facebook, sus plataformas eliminan las cuentas de usuarios si estos llevan a cabo un número no especificado de infracciones repetidas.

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“Eso es lo que más me enfada de estas campañas de desinformación, que muchas veces vienen de personas sin conocimiento científico, sin credibilidad”, dice la doctora Jaimie Meyer, experta en enfermedades infecciosas de Yale Medicine y profesora asociada de Medicina y Salud Pública de la Facultad de Medicina de Yale. “No hay pruebas de nada”.

Durante décadas Kennedy, hijo del antiguo fiscal general Robert F. Kennedy y sobrino del presidente John F. Kennedy, fue conocido por su contribución al derecho medioambiental, pues se dedicó a demandar a corporaciones en defensa de grupos indígenas y otras personas, y también por oponerse con vehemencia a la dependencia de los combustibles fósiles. Sin embargo, a finales de la década de los noventa también ayudó a crear la Food Allergy Initiative (Iniciativa por las alergias alimentarias) y empezó a sostener que ciertas alergias estaban relacionadas con las vacunas infantiles. En 2014 coordinó el libro Thimerosal: Let the Science Speak [Timerosal. Que hable la ciencia]; en 2016 fue el coautor de Vaccine Villains: What the American Public Should Know About the Industry [Los villanos de las vacunas. Lo que la opinión pública estadounidense debería saber sobre este sector]; también ha incluido su firma en muchos otros títulos similares mediante prólogos, como en la tercera edición de The Peanut Allergy Epidemic [La epidemia de la alergia a los cacahuetes], en cuya portada de color rojo sangre aparece el dibujo de una jeringuilla, o en Plague of Corruption [La plaga de la corrupción], de 2020, libro del que es coautor junto a la desprestigiada exinvestigadora estadounidense Judy Mikovits. En 2016 Kennedy fundó el World Mercury Project, que después siguió ampliando hasta formar la Children’s Health Defense en 2018, una organización sin ánimo de lucro que declara que su misión consiste en “acabar con las epidemias de salud infantil luchando agresivamente para eliminar exposiciones perjudiciales, para pedir cuentas a los responsables y establecer medidas de prevención, de modo que esto jamás vuelva a ocurrir”.

Kennedy, que desempeña el papel de presidente de la junta rectora y que es el principal asesor legal del organismo, aparece de forma destacada en la web; su retrato se ve en la página de inicio bajo un epígrafe en el que se lee “The Defender” (el defensor, en español y nombre del boletín de noticias de la web) y una rotunda frase: “La mayor crisis a la que hoy se enfrenta Estados Unidos es la epidemia de enfermedades crónicas entre los niños del país”, unas palabras que se ven al lado de un rostro con esos rasgos kennedianos que llevan formando parte de la iconografía estadounidense desde hace más de medio siglo: la mandíbula cuadrada, la boca entreabierta en mitad de una frase; ojos azules que parecen estar siempre entrecerrados por culpa del sol. Este verano Kennedy ha sacado un nuevo libro con Skyhorse, su editor desde hace muchos años. La obra, que va a distribuir Simon & Schuster, se llama The Real Anthony Fauci: Bill Gates, Big Pharma and the Global War on Democracy and Public Health [El verdadero Anthony Fauci: Bill Gates, las grandes farmacéuticas y la guerra global contra la democracia y la salud pública]. (Hay que decirlo todo: este reportero va a publicar próximamente un libro con Simon & Schuster). Kennedy mantiene una actitud belicosa frente a la prensa: “¿Va usted a hacer periodismo o a iniciar una campaña de descrédito? Imagino que será una campaña de descrédito”, responde por escrito después de que le fuera solicitada una entrevista.

Resulta complicado entender cómo una persona con una educación espectacular (licenciado por Harvard, clases en la London School of Economics, estudios de Derecho en la Universidad de Virginia y un máster en Derecho Medioambiental en la Pace University) puede sentirse cómoda difundiendo argumentos como los que Kennedy defiende, ideas que van en contra del consenso científico: “En la actualidad no existe ninguna prueba científica de que las vacunas ni ningún material empleado para crearlas o conservarlas cause trastornos del espectro autista, ni de que contribuya a ellos. Un gran número de proyectos de investigación han llegado a las mismas conclusiones, incluyendo los que se han llevado a cabo de forma independiente y reciente”, se lee en una hoja informativa del Instituto Nacional Eunice Kennedy Shriver para la Salud Infantil y el Desarrollo Humano (organismo que lleva el nombre de la tía de Kennedy).

«La triste realidad es que las vacunas causan perjuicios y muertes”, escribió Kennedy en una carta dirigida al presidente Joe Biden que se publicó en The Defender el pasado 17 de marzo. “En los dos meses y medio transcurridos desde que en Estados Unidos se inició el programa de vacunación contra el covid-19 se han documentado 31.079 complicaciones y 1.524 muertes después de haber recibido una vacuna contra el covid-19”. Estos datos, sacados del Sistema de Notificación de Reacciones Adversas a las Vacunas [VAERS en sus siglas en inglés], parecen espantosos, pero una simple búsqueda en esa página web resulta esclarecedora: entre esas “complicaciones” suele haber dolor de cabeza, fiebre, dolor muscular, náuseas y otros síntomas que el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades [CDC en sus siglas en inglés] claramente ha señalado como efectos secundarios habituales de la vacuna. (“Evidentemente, esas son las únicas complicaciones de las que a los médicos se les recomienda informar”, aduce Kennedy en un correo electrónico). Meyer añade que el VAERS es útil a la hora de observar el abanico de posibles reacciones a las vacunas, aunque en él “no se establecen relaciones de causalidad”, afirma. “Muestra potenciales asociaciones que requieren más investigaciones científicas”. (En abril, la Administración de Alimentos y Medicamentos estadounidense [FDA en sus siglas en inglés] y el CDC recomendaron que en los puntos de vacunación se suspendiera temporalmente el uso de la vacuna de Johnson & Johnso/Janssen después de que seis personas presentaran unos raros trombos relacionados con niveles bajos de plaquetas en la sangre. Ese mismo mes estas agencias recomendaron que se reanudara el uso de la vacuna y declararon que “la revisión de todos los datos disponibles en este momento muestra que los beneficios, conocidos y potenciales, de la vacuna de Johnson & Johnson/Janssen contra el covid-19 son muy superiores a sus riesgos conocidos y potenciales”).

Por otro lado, es cierto que las muertes que menciona Kennedy parece que ocurrieron después de que se administrase la vacuna, pero en un gran número de estos casos los fallecidos son ancianos o enfermos; muchos de los registros clínicos explican que la muerte no se supone relacionada con la vacuna; otros muestran largos intervalos de tiempo, de 5, 6 o 12 días, entre la administración y el fallecimiento. Una rápida lectura de varias páginas de estadísticas revelan que más de una persona murió por suicidio. Otra persona, a la que anteriormente le habían diagnosticado covid-19, se encontraba ya inconsciente cuando le administraron la primera dosis. Un hombre de 99 años, que falleció 12 horas después de ser vacunado, se había “negado a comer durante una semana antes de su deceso”.

“El CDC considera que todas las muertes que se producen después de una PCR positiva son un fallecimiento por covid”, contesta Kennedy por escrito después de que Vanity Fair le pregunte por estas discrepancias. (Su afirmación no es cierta. El “cálculo provisional de muertes” del CDC, cuya web anuncia como “la imagen más completa y precisa de las vidas perdidas por culpa de la covid-19”, se basa en los datos médicos que aparecen en los certificados de defunción, no en PCR positivas). Prosigue Kennedy: “Sin embargo, el CDC reconoce que solo el 6% de las muertes por covid se deben exclusivamente a esta enfermedad”. (Un portavoz del CDC aclara: “Lo más probable es que los certificados de defunción en los que solo aparece el covid-19 estén incompletos. El covid grave produce complicaciones y, si esas complicaciones llevan a la muerte, deberían aparecer en el certificado junto al covid. Pero, en un pequeño número de casos, estas complicaciones no se han incluido, lo que seguramente explica ese 6%. Pasa lo mismo que con las muertes por sobredosis en las que el certificado solo señala ‘sobredosis’, pero no aclara cuál ha sido la droga implicada”). “¿Ha revisado usted también las cifras de fallecimientos por covid del CDC para distinguir aquellos que usted no considera relacionados con la enfermedad?”, pregunta Kennedy. (La principal comorbilidad, en los certificados de defunción que señalan el COVID-19 como causa de la muerte, es “gripe y neumonía”; la neumonía es una de las complicaciones que acarrea el COVID-19).

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En gran parte de las publicaciones más sensacionalistas de Kennedy en las redes sociales, este pide que se vuelvan a examinar las investigaciones y los informes actuales sobre las vacunas y que se ponga en práctica un mejor “sistema de vigilancia de los daños causados por las vacunas”. “El cártel médico considera parias irresponsables y peligrosos a los doctores que suelen tratar los perjuicios de las vacunas o que informan de ellos, y los castiga sistemáticamente”, escribió en The Defender, con un enlace a un artículo de Associated Press que no menciona al VAERS, sino que se centra en un pediatra de Oregón que perdió el permiso para ejercer tras, supuestamente, retrasar vacunas habituales o prescindir de ellas, y tras asegurarles a los padres que estas podían provocar autismo, citando un caso en el que uno de sus pacientes no vacunados acabó hospitalizado casi dos meses después de contraer el tétanos.

A pesar de la gran cantidad de información reciente sobre las vacunas, Kennedy se ha propuesto que sea su misión promover personalmente la “concienciación” sobre estos medicamentos, a través de su web y en eventos privados para recaudar fondos como el que se celebra en el Malibu Fig Ranch, cerca de Point Dume, una zona que él conoce bien. En 2014 Kennedy se casó con Cheryl Hines (la antigua estrella de la serie Curb Your Enthusiasm y residente en Los Ángeles desde hace tiempo) en la finca de los Kennedy ubicada en Hyannis Port, Massachusetts, en una ceremonia a la que asistieron varios miembros de la familia, incluidos su hermano Joe y su madre, Ethel, así como Larry y Cazzie David y Julia Louis-Dreyfus. En el cortejo nupcial estuvieron los seis hijos de Kennedy y la hija de Hines. Anteriormente, Kennedy había vivido en la zona de Mount Kisco, en el condado neoyorquino de Westchester. Poco después de la boda la pareja adquirió un complejo residencial en Point Dume que cuenta con una vivienda principal de cuatro dormitorios, dos casas de invitados, un pabellón para la piscina y una casa de dos pisos en un árbol, todo ello en un entorno en el que también están Julia Roberts y Chris Martin; una zona en la que los residentes recorren calles de un césped perfecto en unos carritos de golf que los llevan a la playa de Little Dume, de acceso privado. Cuando vendieron la propiedad tres años después, por más de seis millones de dólares [unos 5.080.000 euros], esta se promocionó diciendo que “recuerda un complejo residencial de Connecticut, con árboles antiguos y un terreno liso de bello paisajismo”. Su nueva casa de Brentwood, supuestamente comprada por 5.200.000 dólares [unos 4.400.000 euros], es de “estilo colonial de Monterrey”. Por lo visto, Hines, que desempeña un papel activo en la recaudación de fondos para la investigación en la parálisis cerebral (y que en su día protagonizó un anuncio de la televisión pública para recomendar la vacuna de refuerzo contra la tos ferina), no ha reaccionado públicamente a la actitud de su marido frente a las vacunas. A través de un representante, Hines no ha querido hacer comentarios.

“Es imperioso que nos unamos, en un momento en el que nos enfrentamos a la pérdida de tantas de nuestras libertades personales”, escribió Denise Young, directora ejecutiva del capítulo californiano del Children’s Health Defense, en un correo enviado a los asistentes al evento del Malibu Fig Ranch, un texto al que ha tenido acceso Vanity Fair. Según afirmaba Young, entre esas libertades se encontraban “la de decidir qué meter en nuestros cuerpos, unos medios de comunicación sin censura y el derecho a la transparencia en torno a los plenos efectos del 5G y de los productos que usan wifi”. (Esto último es una de las cruzadas más recientes de Kennedy). Malibú ya era un epicentro del movimiento antivacunas mucho antes del covid-19; en 2014 un brote local de tos ferina se juntó con una tasa de vacunación seriamente reducida entre los niños de los colegios de Santa Mónica y Malibú; ese año y el siguiente los brotes de sarampión también tuvieron una gran incidencia en California. (Para verlo en contexto: entre 1956 y 1960, antes de que llegara la vacuna del sarampión, una media de 450 estadounidenses morían cada año de esta enfermedad, una tasa de en torno a una persona de cada 1.000 casos declarados. Entre octubre de 1988 y mayo de 2021 solo se presentaron 19 peticiones de compensación por muertes supuestamente asociadas a la vacuna del sarampión).

La forma en que promovemos la salud, y el modo en que las agencias de salud pública la promueven, es realmente centrándonos en las soluciones a nivel individual”, declara Jennifer Reich, profesora de Sociología en la Universidad de Colorado en Denver y autora de Calling the Shots: Why Parents Reject Vaccines [Las cosas claras. Por qué los padres rechazan las vacunas], un libro de 2016. “A la gente se le dice que su comportamiento personal puede disminuir el riesgo de enfermedad. Lo que a mí me han dicho muchos padres es: ‘Tenemos una salud buenísima. Nos alimentamos con comida orgánica. Le di el pecho a mis hijos, lo que les ha proporcionado protección inmunitaria’. La idea de que, de un modo u otro, el comportamiento personal y el esfuerzo (o incluso la vigilancia para detectar quién podría estar aparentemente infectado) pueden llegar a prevenir una enfermedad infecciosa es algo falso científicamente”.

En lugares como Malibú y Brentwood, donde los padres tienen tiempo para buscar obsesivamente por Google problemas que aún no han surgido, y donde disponen de dinero suficiente para pagar caras “sesiones informativas” y a profesionales de la salud alternativa a los que probablemente no cubra el seguro, la idea de hacer indagaciones sobre las vacunas puede resultar especialmente atractiva.

Pero la pandemia, añade Reich, ha provocado una tormenta perfecta de desinformación. “Siempre que hay una falta de información oficial esos huecos se cubren con información informal”, explica. “Teníamos una Casa Blanca que se dedicaba a minimizar la gravedad de la enfermedad. Teníamos un CDC cuyo trabajo se estaba reescribiendo para restarle importancia al peligro de la enfermedad”. Se planteó la siguiente pregunta: “¿En quién confiar?”. “Al inicio de la pandemia se presentó una oportunidad para que los antivacunas, y aquellos que desean que las instituciones sanitarias públicas inspiren desconfianza, cubrieran ese hueco”. No solo eso, sino que también las visitas médicas preventivas han desaparecido durante la actual crisis sanitaria y, además, esta ha limitado nuestra capacidad de relacionarnos con personas ajenas a lo que Reich denomina nuestros “círculos de información” de amigos íntimos y familiares, que suelen tener opiniones parecidas: no coincidimos con desconocidos en los aviones ni colegas de trabajo en los bares. “Ahora, si quieres hablar con alguien, organizas una llamada por Zoom con alguien que conoces o buscas información en Internet o en Facebook”.

“Esa actitud de esperar y ver, cuando hay una infección extendida, no es una posición tan neutral como parece”, prosigue Reich. “Lo que descubrí al investigar las dudas sobre las vacunas infantiles es que muchas veces la omisión parece más segura que la acción. No hacer nada parece una vía más segura que hacer algo y quizá lamentarlo”. Se trata de una reacción instintiva que resulta peligroso seguir. Tal como señala la profesora, “el riesgo de anafilaxis en las vacunas de ARNm parece ser de entre 2,5 y 11,1 por cada millón de dosis; sabemos que el riesgo de infectarse [del virus que causa el COVID-19] es muy superior”.

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Y también están los efectos que produce la desinformación en los más vulnerables al COVID. En marzo, la sección audiovisual del Children’s Health Defense lanzó Medical Racism: The New Apartheid [Racismo médico. El nuevo apartheid], que se puede ver en la web de la organización. (Centner Productions, la coproductora, fue creada por David Centner, que hace poco también fue cofundador de la Centner Academy en Miami, un colegio privado que va de preescolar al octavo curso. En abril su esposa y cofundadora, Leila Centner, mandó una carta en la que ordenaba a los profesores que informasen si se habían vacunado contra el COVID, ordenando que aquellos que hubieran recibido la vacuna antes del 21 de abril mantuvieran la distancia física con los alumnos y prohibiendo que los profesores recién vacunados se relacionasen con los estudiantes). En la cinta van apareciendo expertos médicos y universitarios que describen atrocidades históricas, como el tristemente célebre estudio sobre la sífilis de Tuskegee, o los poco éticos experimentos ginecológicos que llevó a cabo J. Marion Sims con mujeres negras; también se cuentan anécdotas personales, que van desde episodios de un trato deficiente en intervenciones médicas a historias de varias madres que creen que el autismo de sus hijos fue provocado por los efectos secundarios de una vacuna. Entre esas entrevistas aparecen secuencias callejeras de estadounidenses negros que hablan de la vacuna. “El peligro de la desinformación no siempre son las mentiras, sino que se retuerce la verdad para lograr un fin específico”, ha declarado Brandi Collins-Dexter, investigadora de la desinformación en Harvard, al hablar de la estrategia que se emplea en el documental.

“Yo creo que el modo en que los medios de comunicación de masas retratan las dudas y la resistencia entre la población negra casi ha presentado a las personas negras como culpables”, apunta la doctora Melina Abdullah, profesora de Estudios Panafricanos en la Universidad Estatal de California, en Los Ángeles, cofundadora de Black Lives Matter-Los Ángeles; en Medical Racism, Abdullah pone en contexto el experimento de Tuskegee, y también narra su experiencia al no ser creída por su médico cuando le habló de un dolor anormal mientras daba a luz. “Se ha ignorado la larga historia de traición y de culpabilización de las personas negras en la medicina occidental”.

Las atrocidades históricas, junto a las experiencias personales, han “hecho que no confiemos en el establishment médico”, asegura Abdullah. “Cuando nos obligan a algo, se crea un conflicto. Al mismo tiempo, vemos que el COVID-19 causa estragos en nuestra comunidad a unas tasas desproporcionadas”. No se identifica como antivacunas, solo quiere poner en contexto las sutiles angustias que sufren ciertas comunidades. “¿Intentan que no accedamos a la vacuna? ¿Intentan obligarnos a que nos la pongamos? ¿Deberíamos ponérnosla? ¿O no? Escuchamos a algunas personas decir, y yo podría ser una de ellas: ‘Bueno, si me la pongo, solo lo haré en un barrio de habitantes blancos’. Es un tema muy muy complicado. Nos hacen falta más médicos con un aspecto parecido al nuestro, que vengan de nuestro entorno y que entiendan lo que nos pasa”, apunta Abdullah, que indica que la reconciliación, las reparaciones y un número mayor de becas para que jóvenes negros asistan a las facultades de Medicina son otras medidas importantes. “Algunas personas mayores que conozco en un primer momento se resistían a la vacuna… Pues alguien cercano me contó que hablaron con su médico, un joven doctor negro en quien confían, y eso fue lo que los convenció para vacunarse”.

El doctor Larry Robinson, rector de la Florida A&M University, una de las ocho universidades históricamente negras que recibieron 15 millones de dólares en becas [unos 12.700.000 euros] de la Fundación Bill y Melinda Gates, con el fin de apoyar las iniciativas que tenían en marcha estos organismos para hacer análisis de COVID, intenta ser uno de esos miembros de la comunidad en los que se puede confiar. (En Medical Racism el dinero de estas becas despierta recelos). La universidad abrió un centro comunitario de pruebas en un estadio de fútbol americano el 25 de abril de 2020, cuenta Robinson, para que se pudieran hacer los test sin prescripción médica. El dinero de la Fundación Gates se dedicó a los costes en recursos humanos de un nuevo laboratorio para pruebas de COVID-19 en la universidad, que se inauguró en mayo: son fondos para pagar cargos como el de director de operaciones de laboratorio y director médico. Esto también fue posible gracias a una iniciativa de la empresa Thermo Fisher Scientific llamada The Just Project (en honor a Ernest Everett Just, pionero de la biología en el siglo XX), que aportó más de un millón de dólares [unos 846.000 euros] para suministros y equipos de test. “Creo que la idea de Gates, y todo el concepto, consistía en abordar el tema de la desigualdad que la pandemia ha permitido que todo el mundo vea claramente, o para poner mejor de manifiesto las desigualdades y los efectos que se han producido en las comunidades de color en Estados Unidos”, explica Robinson.

“Existen factores históricos que llevan a una desconfianza en el sistema por parte de los afroamericanos, sobre todo en lo referente a la investigación médica”, prosigue Robinson, que ha recurrido a su propio cuerpo en un intento por inspirar confianza. En febrero la universidad empezó a ofrecer la vacuna en su centro e hizo publicidad con la inyección que recibió Robinson. (Tras las estadísticas iniciales que mostraban que los estadounidenses negros se mostraban más reticentes a la hora de vacunarse, un sondeo en marcha de Civiqs revela ahora que el 72% de los negros o afroamericanos que están registrados para votar contestaron que ya se habían vacunado, y que otro 11% piensa hacerlo, mientras que el 63% de los encuestados blancos se han vacunado, y solo el 4% piensa hacerlo).

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Hank Aaron, difunto icono del béisbol, esperaba hacer lo mismo. “Con ella me siento estupendo”, le dijo el hombre, de 86 años, a Associated Press el 5 de enero, tras recibir la primera dosis de la vacuna de Moderna, administrada en la Morehouse School of Medicine. “La verdad es que me siento muy orgulloso de mí mismo por hacer algo así. Es un detallito que puede ayudar a muchísimas personas en todo el país”. Cuando murió mientras dormía, al cabo de 17 días (según todos los indicios, en opinión del forense del condado de Fulton, por causas naturales), los teóricos de la conspiración aprovecharon para relacionar el fallecimiento con la vacuna. Facebook incluyó el botón de contexto en la publicación de Kennedy sobre este tema, y redujo su distribución.

Kennedy es abogado, lo que se nota en las palabras que elige. “Yo jamás he dicho que la vacuna de Moderna causara la muerte de Aaron”, aseguró el activista en una publicación de The Defender. “Solo comenté el dato de que ‘la muerte de Aaron forma parte de una oleada de fallecimientos sospechosos ocurridos en personas ancianas poco después de ser vacunadas contra el COVID”. En ese texto añade que habló con un integrante de la oficina del forense del condado (cuyo nombre menciona, pero no su apellido), quien le aseguró que en esa oficina nadie examinó el cuerpo de Aaron ni llevó a cabo una autopsia. Al pedir declaraciones a este organismo, el Departamento de Comunicación del Gobierno del Condado de Fulton envió la exhaustiva declaración que se difundió tras la muerte de Aaron, en la que se lee, entre otras cosas, lo siguiente: “Uno de nuestros veteranos investigadores medicolegales se presentó en su domicilio para conocer detalles sobre las horas anteriores a su muerte, recopilar antecedentes médicos y examinar su cuerpo […]. El investigador veterano del condado habló con miembros de la familia sobre los eventos previos al fallecimiento del señor Aaron, incluyendo sus actividades y la presencia o ausencia de quejas de salud. Ningún dato hizo pensar en una reacción alérgica o anafiláctica a una sustancia que pudiera relacionarse con la reciente distribución de vacunas. Además, el examen del cuerpo no indicaba que su muerte pudiera deberse a una causa no relacionada con su historial médico”.

Los humanos somos una especie que funciona a base de narraciones. Buscamos imponerle un orden al mundo desordenado. Es natural juntar una serie de elementos conocidos en un intento de establecer conexiones entre ellos, para lograr que A más B más C nos lleve a Z. He aquí algunos de los nudos argumentales de la historia de Kennedy: nació en una familia tan conocida por sus ilustres hijos pródigos como por sus tragedias. En 1963, cuando tenía nueve años, asesinaron a su tío. Cinco años después, mientras estudiaba en la Georgetown Preparatory School, su padre también cayó abatido a tiros tras haber ganado las primarias de California como candidato demócrata a la presidencia. Ambos asesinatos inspiraron teorías de la conspiración. (En un perfil de la revista Town & Country de 2020, Kennedy contó que iba a declarar como testigo en la próxima sesión para sopesar la libertad condicional de Sirhan Sirhan, condenado por el asesinato de su progenitor, en la que apoyaría dicha medida). Al verano siguiente, su tío Ted lanzó el coche en el que viajaban él y Mary Jo Kopechne a un lago de Chappaquiddick. Kopechne murió; a Ted lo condenaron por haber abandonado el escenario de un accidente y recibió una pena de cárcel suspendida de dos meses.

No solo eso: Eunice Kennedy Shriver, tía de Kennedy, fundó la organización Special Olympics en parte inspirada por su hermana mayor, Rosemary, que sufrió déficit de oxígeno en su nacimiento y a la que después practicaron una lobotomía; en su infancia y adolescencia, Robert Kennedy Jr. participó como voluntario en este organismo. La defensa de la salud pública es una tradición en los Kennedy: tanto la Ley de la Salud Mental en la Comunidad como la Ley de Ayuda a la Vacunación las rubricó John F. Kennedy, mientras que el excongresista demócrata Patrick Kennedy es una de las figuras más destacadas de la lucha contra la adicción a los opioides. Lo mismo sucede con los derechos civiles: antes de que le cerraran el Instagram, Robert F. Kennedy Jr. publicó una foto de su padre hablando con Martin Luther King Jr.

El clan de los Kennedy es famoso por la actitud discreta y la compenetración de sus miembros; los familiares han cerrado filas cuando ha habido acusaciones de asesinato y de corrupción de menores, secretas anulaciones de matrimonios o relaciones extramaritales. Pero en 2019 Kathleen Kennedy Townsend y Joseph P. Kennedy II, hermanos de Robert, junto con Maeve Kennedy McKean, sobrina de este, escribieron una carta abierta titulada RFK es nuestro hermano y nuestro tío. Con las vacunas comete un trágico error, que se publicó en Politico. “Nos enorgullece la historia de nuestra familia en la defensa de la salud pública y como impulsores de campañas de inmunización, que han llevado vacunas que salvan vidas a los rincones más remotos de Estados Unidos y del mundo, a lugares en los que los niños tienen menos posibilidades de recibir la pauta completa de vacunación”, declaran en la misiva. “En este tema, Bobby va en contra de lo que representa la familia Kennedy”. En diciembre del año pasado, otra de sus sobrinas, Kerry Kennedy Meltzer, residente de Medicina Interna en el NewYork-Presbyterian/Weill Cornell Medical Center publicó un artículo de opinión en The New York Times. “Como médica y miembro de la familia Kennedy, creo que debo emplear cualquier altavoz, por pequeño que sea, para declarar varias cosas sin ambages. Quiero a mi tío Bobby. Lo admiro por muchas cosas, sobre todo por las décadas que lleva luchando por un medioambiente más limpio. Pero en el tema de las vacunas se equivoca”.

En 1983, cuando Kennedy tenía 29 años y trabajaba de ayudante del fiscal del distrito en Manhattan, lo detuvieron por posesión de heroína después de ponerse enfermo en el baño de un avión (posteriormente se declaró culpable); su abogado de entonces afirmó que el joven se dirigía a Dakota del Sur para tratarse “un problema” con las drogas. Después de cinco meses interno en un centro, añadió el abogado y según recogió The New York Times, Kennedy comenzó a “trabajar de voluntario en un fondo legal dedicado a cuestiones medioambientales”.

En 1994 Kennedy se casó con Mary Kathleen Richardson a bordo de un barco en el río Hudson. En 1998 ambos estuvieron entre los cofundadores de la Food Allergy Initiative Connor, el hijo de ambos, tiene alergia anafiláctica a los cacahuetes. En 2010 Kennedy presentó una demanda de divorcio y, en 2012, después de dedicarse supuestamente a abusar del alcohol, Mary se suicidó.

Kennedy padece una afección llamada disfonía espasmódica, un trastorno neurológico que produce espasmos en la laringe, el órgano de la fonación, y afecta al habla. En un vídeo de 2002 la afección apenas se nota; en 2012 ya aparece de forma pronunciada. Una página de la Fundación para la Investigación Médica sobre la Disfonía, bajo el epígrafe de “Malentendidos más comunes”, explica que una de las falsedades más extendidas es que “las vacunas causan disfonía”. Mientras se desarrollaba este reportaje, Vanity Fair le mandó una lista de preguntas a Kennedy, entre las que se encontraba la siguiente: “¿Cree que usted, o algún miembro de su familia, ha sido víctima de algún trastorno por culpa de las vacunas?”. Cuando Kennedy, a través de un representante, devolvió el cuestionario con las respuestas correspondientes, esa era la única que había desaparecido de la lista. Al ser interpelado para que aclarase esta cuestión, Kennedy contestó directamente: “La he omitido de manera intencionada por su complejidad y por razones íntimas. Cuando comencé a indagar en este tema, no imaginaba que ni yo ni mis seres queridos sufriéramos ningún trastorno por culpa de las vacunas”. Al cabo de tres minutos añadió otro mensaje: “Por cierto. La semana que viene vamos a revisar con la justicia federal nuestra disputa legal con Facebook, en el Distrito Norte de California, y estoy preparando una querella por difamación contra el Centro del Odio Digital del Reino Unido”. (Aclaración: el organismo se llama Centro para Contrarrestar el Odio Digital”).

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Todos construimos nuestras vidas a partir de las historias que nos contamos. Algunos incluso desarrollamos con eso una carrera profesional. Cuando algo resulta peligroso, anormal o inusual (cuando un hombre privilegiado, acaudalado y culto rechaza los datos y la lógica de la ciencia; cuando un niño muestra los síntomas debilitantes de un trastorno del que no se conoce ninguna causa demostrada), nos interesa aún más encontrar su origen.

En el momento en que esto se publica, 169 millones de estadounidenses han recibido al menos una dosis de una vacuna contra el COVID-19. A comienzos de abril (439 días después de que se confirmase el primer positivo por covid en Estados Unidos), yo pasé a ser una de ellas.

Llegué en coche al aparcamiento de unos grandes almacenes Lord & Taylor de Stamford, Connecticut, donde había un punto de vacunación gestionado por la organización Community Health Center, Inc., en el que unos miembros de la Guardia Nacional dirigían los coches por unas filas de conos de color naranja. A través de la ventanilla bajada, un joven con estampado militar me informó de que estaban poniendo unas 1.800 dosis por día. Junto a mi “Cuestionario prevacuna” (“¿Se encuentra usted mal hoy?” “¿Está usted embarazada?”), me dieron una hoja informativa sobre la vacuna contra el COVID-19 de Pfizer-BioNTech que me iban a administrar enseguida, en la que se explicaban datos tales como los ingredientes de la vacuna, los riesgos y efectos secundarios “típicos” (“Dolor en la zona del pinchazo, cansancio, náuseas”, etcétera) y ciertas reacciones alérgicas graves, menos frecuentes, que algunos han experimentado (“Dificultad para respirar, ritmo cardíaco acelerado”), y se indicaba que “pueden darse efectos secundarios graves e inesperados”. También se explicaba que, aunque la vacuna no la ha aprobado la FDA, sí ha recibido una aprobación de emergencia para su uso “a partir de la totalidad de las pruebas científicas disponibles, que muestran que el producto puede ser efectivo para prevenir el COVID-19 durante la pandemia y que los beneficios conocidos y potenciales del producto son superiores a los riesgos conocidos y potenciales del producto”.

En esa hoja informativa se pide a los receptores del medicamento que experimenten reacciones severas que llamen al número de emergencias o que acudan al hospital más cercano, y que presenten un informe al Sistema de Notificación de Reacciones Adversas a las Vacunas; al día siguiente me llega un correo en el que se me recuerda que consulte V-safe, la herramienta de Internet del CDC para vigilar los posibles efectos secundarios. Si el objetivo de Kennedy con respecto a la vacuna del COVID-19 es incrementar la vigilancia y la transparencia, de modo que las personas puedan tomar decisiones con criterio, parece que está librando una batalla que ya se ha ganado.

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Fuente: revistavanityfair.es