El 27 de marzo de 1995 tres disparos por la espalda acabaron con la vida de Maurizio Gucci, de 46 años, heredero de un imperio de la moda, a las puertas de su oficina en la Via Palestro, en el corazón de Milán. Dos años después, la policía descubrió que detrás del asesinato se encontraba su viuda, Patrizia Reggiani, quien llegó a pagar casi medio millón de euros a unos sicarios para que se deshicieran de su exmarido.
“Iba por ahí preguntando: ‘¿Hay alguien que tenga el valor de matar a mi marido?”, confesó sin escrúpulos Reggiani en una de las pocas entrevistas que concedió tras salir de la cárcel de Milán donde pasó casi 18 años. En sus palabras no se apreciaba ni una pizca de arrepentimiento por la muerte del padre de sus dos hijas, Alessandra y Allegra, que pasarán de defender la inocencia de su madre en los tribunales, a iniciar un proceso judicial contra ella por la herencia del padre.
El crimen que estremeció a la alta sociedad italiana de la época llega ahora a la gran pantalla de la mano de Ridley Scott, que se inspira en el libro The House of Gucci, publicado por Saray Gay Forden, para reconstruir una historia de celos, ambición, glamour, venganza… con Lady Gaga en la piel de la viuda negra más famosa de Italia.
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La protagonista absoluta es Patrizia Reggiani, criada en una humilde casa de Vignola, un pequeño pueblo de Emilia-Romagna, en el centro de Italia. Abandonada por el padre biológico, a quien nunca conoció, con 12 años fue adoptada por el nuevo marido de su madre, Ferdinando Reggiani, de quien tomó el apellido. El padrastro, un rico empresario, agasaja a Patrizia con ropa de marca, vacaciones… y la introduce entre los cachorros de las más influyentes familias de Milán. En 1970 conoce en una fiesta a Maurizio Gucci, con quien se casará dos años más tarde, a pesar de la oposición del padre, Rodolfo Gucci, que consideraba a Patrizia una cazafortunas sin escrúpulos.
Del matrimonio nacerán dos niñas, Alessandra (1977) y Allegra (1981). La familia vive una vida de ensueño con viajes alrededor del mundo, vacaciones a bordo del lujoso yate y propiedades de un valor incalculable: un ático en la Quinta Avenida de Nueva York, un chalet en los Alpes, una mansión en México. La presencia de la pareja en los eventos y fiestas más exclusivas convierten al matrimonio Gucci en el objeto de deseo de las páginas de sociedad de la prensa italiana, que apodó a Patrizia como la ‘Liz Taylor de Montenapoleone’, la calle de Milán donde se concentra el mayor número de tiendas de lujo por metro cuadrado. “Fue amor, un gran amor”, recordó Reggiani en el documental Lady Gucci.
Los problemas comenzaron cuando tras la muerte del patriarca de la familia, Maurizio heredó sólo el 50% de la empresa. El otro 50% fue a parar a su primo Paolo Gucci. Poco después, éste último le acusó de fraude fiscal, comenzando una guerra por el control de la empresa que se alargó durante años. Fue entonces cuando Maurizio Gucci huyó a Suiza y no volvió a Italia hasta su absolución por los tribunales. El final de la guerra fratricida por el control de la compañía, marcó el principio del declive de la pareja.
La parábola de la joven humilde que se convierte en reina de la ‘jet set’, casi como si se tratara de una Cenicienta moderna, se hizo añicos cuando Maurizio Gucci decide dejarla. Un duro golpe para el orgullo de Patrizia, que más tarde transformará el dolor en rabia cuando su ya exmarido le confiesa que tiene intención de casarse con una vieja amiga de la pareja, Paola Franchi.
“Estaban separados desde hacía tres o cuatro años, pero no se habían divorciado aún por lo que Patrizia seguía utilizando el apellido Gucci”, me contó Franchi en una entrevista para Vanity Fair. “Ella no estaba enamorada de Maurizio, lo único que le interesaba era mantener su nivel social, su imagen. Sólo quería seguir siendo la señora Gucci”.
Ya fuera por despecho o por temor a perder la vida de privilegios a la que se había acostumbrado demasiado pronto, Patrizia comenzó a planear su ‘vendetta’.
“El Señor Gucci pasaba a la señora 200 millones de liras al mes, más otros 350 millones en agosto para el alquiler de un barco. Llegaban en efectivo, los contaba yo”, relató durante el juicio Alda Rizzi, la empleada doméstica de Patrizia en la residencia de Saint Moritz, en los Alpes franceses. Eran prácticamente el equivalente a un millón de euros al año, pero para Reggiani no había suficiente dinero en el mundo que consiguiera aplacar su rencor.
En una ocasión, recordaba Paola Franchi, el abogado de Patrizia, Cosimo Auletta, se puso en contacto con Maurizio para advertirle de que su exmujer le había preguntado qué habría pasado si alguien hubiera “acabado” con la vida de Maurizio. El empresario no le dio importancia y consideró la consulta una excentricidad más de Patrizia para llamar la atención. Se equivocó.
La mañana de su asesinato, Maurizio Gucci se despidió de Paola y salió del apartamento de lujo que ambos compartían en el número 38 de la exclusiva Corso Venezia. Caminó unos minutos hasta llegar a su oficina y, mientras saludaba al portero del edificio, un desconocido, Benedetto Ceraulo, le disparó tres tiros por la espalda que alcanzaron el glúteo y la cabeza del empresario. Ceraulo huyó rápidamente a bordo de un Renault Clio que conducía otro delincuente de poca monta, Orazio Cicala.
En un primer momento, la investigación se concentró en los negocios poco transparentes de los Gucci, pero los investigadores no encontraron ningún hilo del que tirar. Todo cambió cuando Ivano Savioni, el portero de un hotel de Milán, se fue de la lengua. Los pinchazos telefónicos desvelaron que Pina Auriemma, consejera y amiga de Patrizia Reggiani, había pagado a Savioni para que organizara el asesinato del empresario, y éste, a su vez, contrató a dos sicarios para hacer el trabajo sucio.
No contento con los 600 millones de liras que había recibido a cambio, Savioni seguía pidiendo dinero a Patrizia. Cuando un agente de policía de paisano se presentó en su casa haciéndose pasar por un cómplice de Savioni, la ‘viuda negra’ respondió con una tranquilidad inquietante: “¿Viene por lo de mi marido?”. Más tarde se descubrió que diez días antes del asesinato, ella había escrito en su agenda: “No hay crimen que no se pueda comprar”.
En 1998 el Tribunal de Milán condenó a los autores y cómplices del asesinato del empresario a penas de entre 25 y 29 años de cárcel. Patrizia Reggiani permaneció recluida en la cárcel milanesa de San Vittore –a la que ella siempre se refiere como Victor’s Residence– durante casi dos décadas. En 2011 rechazó el tercer grado porque, aseguró, nunca había trabajado en su vida y no tenía intención de empezar a hacerlo. Finalmente, en 2016 salió en libertad antes de tiempo por buen comportamiento. Pero en la puerta de la prisión nadie la estaba esperando. Alessandra y Allegra, las dos hijas que tuvo con Maurizio Gucci, habían roto para entonces cualquier relación con ella.
En 2020 una sentencia del Tribunal de Casación italiano ordenó a las dos mujeres, únicas herederas de Maurizio Gucci, resarcir el daño que su madre había provocado a Paola Franchi, pareja del empresario en el momento de su asesinato, y con quien estaba planeando pasar de nuevo por el altar. Patrizia exigió a sus hijas, además, la pensión vitalicia que le correspondía según el acuerdo de divorcio firmado en 1993 en Lugano, en el que Gucci se comprometió a pagar a su exmujer un millón de francos suizos al año. Las hijas impugnaron el acuerdo y recurrieron la sentencia, pero el Supremo italiano decretó que debían pagar a su madre.
Patrizia Reggiani, que ahora tiene 72 años, nunca ha confesado su culpabilidad públicamente, aunque una frase la perseguirá toda la vida. Poco después de salir de prisión, un periodista la preguntó en plena calle por qué había contratado a alguien para asesinar a su exmarido en lugar de hacerlo ella misma, a lo que respondió sin inmutarse: “Tengo un gran defecto: no tengo mucha puntería. Y no quería fallar”.
Fuente: revistavanityfair.es
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