La palabra “cambio” suena ridícula cuando en los hospitales se mueren los pacientes por la falta de un especialista que los atienda.
Si un paciente llega al hospital Japonés, uno de los mejores de Bolivia, en el horario inadecuado, corre un serio riesgo de morir o empeorar, si sus familiares no tienen los recursos para llevarlo inmediatamente a una clínica privada. Eso ocurre de manera frecuente con personas que han sufrido golpes severos y que requieren de un traumatólogo, especialidad que cuenta con un solo profesional en todo el hospital y que cumple un turno de ocho horas, tal como sucede con casi todos los especialistas. “Llegamos y nos entregan cadáveres, cuando ya no se puede hacer nada”, dijo hace poco un médico que se preguntó por los derechos humanos de millones de bolivianos que tienen que padecer la brutalidad de los políticos que se niegan a reconocer una realidad tan lacerante.
El hospital Japonés tiene casi todo el equipamiento de un gran centro asistencial, pero eso le sirve muy poco, pues no cuenta con el personal suficiente para atender a la gente que recurre a ese lugar. El otro día, un médico metía a varios bebés prematuros en bolsas plásticas para que se calienten y los colocaba junto a otros enfermos adultos en la sala de recuperación, pese a que existe un área de neonatología. El problema es que ese espacio, aunque está dotado con incubadoras, respiradores y todo lo indispensable, no cuenta con las enfermeras. El Ministerio de Salud conoce esta situación y sabe que es su responsabilidad, pero viene haciendo oídos sordos. Se calcula que sólo en Santa Cruz hace falta cubrir por lo menos un millar de puestos para satisfacer con cierta dignidad las necesidades de las personas que recurren al sistema público de salud.
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Así como a ese médico le parecía absurdo hablar de derechos humanos frente al drama de un hombre o una mujer a quienes no les respetan ni siquiera lo más esencial que es la vida, así también sigue siendo una frivolidad hablar de “cambio”, de “buen vivir” y de otras figuras que no han dejado de ser retórica en un proceso que ya lleva tres años, pero que sigue repitiendo viejos esquemas, como destinar más de la mitad del presupuesto a los aparatos de defensa y de represión y apenas un seis por ciento a la salud y la educación, elementos que realmente indican cómo marcha un país.
Acaban de ser publicados dos informes, uno relacionado con el hambre en el mundo, elaborado por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) y el otro, de la Unicef, vinculado a la situación de la infancia. El primero sigue mostrando a Bolivia como una mancha negra dentro del continente, junto con Haití y Guatemala, donde el 25 por ciento de la población sufre por falta de comida y, en el caso boliviano, la desnutrición mata a por lo menos 16 mil niños por año. El segundo informe muestra que en el país hay cuatro millones de niños en niveles de pobreza alarmante y que hay más de 300 mil pequeños trabajadores, muchos de ellos sufriendo en situaciones de explotación.
El Gobierno siente que lo está haciendo muy bien otorgando bonos como el Juancito Pinto y Juana Azurduy, con los cuales dice estar combatiendo la pobreza. Eso además de falaz es de mala fe, pues se trata de jugar con las necesidades de la gente, hacerles creer que van a curar un cáncer con una aspirina.