Hasta hace pocos meses se daba por hecho que en las elecciones de agosto próximo el ganador iba a ser un candidato opositor. La división interna, las denuncias y juicios contra Evo Morales y el devastador efecto de la crisis económica sobre la imagen de Luis Arce, mostraban a un MAS golpeado y en retirada y a la oposición en la coyuntura casi perfecta como para avanzar sin muchos obstáculos en el camino.
Solo era cosa de contrapesar resultados. De un lado, los opositores y no masistas, con dos tercios de la intención del voto y, del otro, un partido de gobierno sin muchas alternativas para recobrar fuerza política. La cosa era simple: la unidad de la oposición era la receta definitiva para curar a Bolivia de los males del socialismo del siglo XXI.
Pero la política es dinámica y todo puede variar de un lado y del otro. Lejos de unirse, los candidatos de oposición parecen marcar con más firmeza sus diferencias. Mientras en el bloque de unidad, las chispas de una antigua rivalidad personal están siempre a punto de levantar llamas en la relación de Samuel Doria Medina y Jorge Tuto Quiroga, los no masistas, Manfred Reyes Villa y Chi, no terminan de aprovechar esas tensiones para despegar en las encuestas.
En el MAS la tensión aumenta entre los actores centrales de la división, pero el acelerado desprestigio de Evo Morales y la inviabilidad político/electoral de Arce, al menos han servido para que otros protagonistas, como Andrónico Rodríguez, aparezcan en el radar como los salvadores temporales de un proyecto en desgracia, pero también como la imagen de juventud y renovación que parece seducir a un electorado no necesariamente inscrito en los extremos de la polarización política.
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La gente quiere un cambio profundo y posiblemente eso pase por la salida del MAS del escenario, pero eso no significa que la corriente vaya en una dirección necesariamente opuesta. Que se vaya el MAS no debería interpretarse como que venga la “derecha” y arregle el desastre, porque para un porcentaje importante de la población la memoria de los años pasados habla no solo de inclusión social y empoderamiento, sino también de cierto bienestar económico al que no están dispuestos a renunciar.
La aritmética indica que, sumados los votos de los cuatro candidatos que no son del MAS, se podría llegar a casi un 70%, una victoria en primera vuelta, suficiente fortaleza en la Asamblea y una virtual “carta blanca” para realizar los ajustes que permitan salir paulatinamente de lo peor de la crisis económica.
La realidad en política, por lo general, no es una cuestión de sumas y menos cuando la división impide multiplicar las oportunidades. Hoy en Bolivia hablar de “unidad” se limita a dos posibilidades – Doria Medina y Tuto Quiroga – con todo y sus líos internos. Es decir, poco más del 25 % de los votos si bien les va, mientras que los otros no masistas, aunque funcionales – Chi y Manfred Reyes Villa – aspiran a poco más. Si la situación no cambia, como parece indicar el rumbo de los “vientos”, el menú de agosto será poco digerible para un auténtico cambio.
Y es que una cosa es la agonía del MAS, que podría representar su desaparición – hoy los militantes renuncian a su condición de tales instigados por Evo Morales – y otra la desaparición del llamado “bloque popular”, o la conversión de este en el soporte de proyectos antagónicos desde el punto de vista ideológico.
Votar en contra de la crisis no debe entenderse como votar a favor del ajuste, y votar por el cambio no es apoyar a los mismos de siempre. Lo que hasta ahora nadie parece entender o descifrar es que los 20 años anteriores no pasaron en vano, con sus luces y sus sombras, y que el país no puede leerse desde una mirada extrema o ajena a la historia reciente.
Posiblemente, esta no sea una competencia de la que salga un ganador claro y que la tarea por delante sea, necesariamente, la administración de una suerte de empate. No es fácil, ni aconsejable, que la vieja política, de los dos lados, se haga cargo de semejante desafío, por lo que no deja de ser deseable una visión renovada, de equilibrio entre los extremos, de verdadera suma después de muchos años de división. No es aritmética, pero parece.