Ante el advenimiento simultáneo de raros líderes políticos, que en épocas recientes asumieron el poder en distintos países del planeta, confirmando esa sabia sentencia que señalaba Talleyrand: “Los mediocres entran en la historia por el solo hecho de estar ahí”. Tal es el caso de Maduro en Venezuela, Ortega en Nicaragua, Trump en los Estados Unidos, Sánchez en España y otros tantos en nuestro país; pareciera que esa antigua sabiduría griega de la oclocracia o poder de la muchedumbre, una de las formas de degeneración de la democracia, cobra todo su valor. En especial, cuando estos personajes, que por su ignorancia al asumir el mando supremo tenían un principio de duda sobre su capacidad para ejercer dichas funciones, empiezan a pensar que son predestinados y están en ese alto sitial por mérito propio, gracias a esa legión de obsecuentes llunkus que suelen integrar su entorno presidencial.
Dicho fenómeno se encuentra contenido en una extraordinaria descripción acerca del “Mal de Hybris”, una lacra atribuida en la antigua Grecia al falso héroe que, sin haber estado en Bolivia o haber visitado la ubérrima zona del Chapare, alcanzaba la gloria y, poseído por el éxito, su desmedido ego le brindaba la sensación de poseer dones especiales que lo hacían comportarse como un dios capaz de realizar cualquier emprendimiento, hasta el de enfrentarse con los propios dioses. Al final, se lleva su merecido y se encuentra con su némesis que lo destruye. Némesis, en el drama griego, es el nombre de la diosa del castigo; a la que a menudo los dioses ordenan sancionar al perpetrador que, en un acto de Hybris, trata de desafiar a la realidad dispuesta por ellos. La moraleja consiste en evitar que el poder y el éxito nublen el entendimiento. ¡Ojo! Cualquier semejanza con nuestra realidad es mera coincidencia.
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Una banda de truchimanes y trapisondistas que están dispuestos a todo, con tal de no perder sus canonjías, lo primero que hace es erigir una muralla impenetrable en torno al gobernante, donde su tarea consiste en enaltecer los méritos y valores de los que este carece; reír de sus chistes aunque estos carezcan de humor; llorar como plañideras por la más mínima aflicción que le aqueje; justificar cualquier error o falla que este cometa, desde un cuesco hasta un ataque de furia inmotivado y estar dotados de una espina dorsal de goma, capaz de doblarse hasta los 90° y que les permita sus melosas genuflexiones; todo ello, hasta que el monstruo aflora y se siente llamado por el destino para librar grandes hazañas y empieza a pensar que él es un ser divino, insubstituible e incombustible. No repara en ese famoso adagio antiguo que reza: “Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”.
Lo único que este séquito de alcauciles no quiere ni se atreve advertir al soberano, por el riesgo de perder ellos mismos la cabeza al instante mismo de formularle su advertencia, es la posibilidad de que cualquier día ese poder se acaba y la magia concluye. Así como en el cuento de la Cenicienta, cuando el carruaje maravilloso se convierte en calabaza. Es, pues, importante estar preparados para tal eventualidad, ya que en nuestro modesto entender, la sabiduría de un político se mide más que en su habilidad para subir al poder, en su destreza para saber caer de él. En ese cruel momento cuando cesa en sus funciones o pierde las elecciones, viene el desastre y entonces los adulones huyen como de la peste y sólo lo acompaña un cuadro depresivo que no puede entender y que a su vez se convierte en el “chaki” o la cruel resaca que sobreviene a la embriaguez de poder.