A pocos meses de las elecciones generales de 2025, Bolivia está ingresado de lleno en un ambiente electoral caracterizado por una creciente incertidumbre sobre el rumbo del país. Los precandidatos, tanto del oficialismo como de la oposición, ya están presentes en medios de comunicación, redes sociales como TikTok, y han comenzado actividades de campaña como marchas y mítines con el objetivo de construir imagen pública, ganar apoyo y captar simpatía y adhesión de la ciudadanía, de profesionales y hasta de antiguos actores políticos.
Sin embargo, el contexto de estas elecciones difiere sustancialmente de procesos anteriores. El país enfrenta una situación económica crítica: una inflación alimentaria del 15,4%, una devaluación del boliviano de aproximadamente el 83,64%, y escasez de combustibles derivada de una política de hidrocarburos deficiente. En este escenario, el Movimiento Al Socialismo (MAS) muestra signos de fragmentación interna. Mientras que la oposición, como en anteriores comicios, parece encaminada a concurrir dividida a las elecciones generales 2025.
Las encuestas recientes evidencian un creciente descontento ciudadano con la gestión económica del presidente Luis Arce. La percepción predominante apunta a un panorama desfavorable para la economía familiar, mientras que su intención de voto se mantiene por debajo del 2%, lo que prácticamente lo deja fuera de una candidatura viable. Su discurso sobre la «industrialización del país» no ha logrado calar en la ciudadanía, ya que la mayoría de los proyectos productivos financiados han resultado ser «elefantes blancos», sin un impacto real en la economía nacional, pese a los millonarios gastos en publicidad.
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En paralelo, el liderazgo histórico de Evo Morales también enfrenta cuestionamientos y denuncias. Aunque su «proceso de cambio» enarbolado desde 2002 sigue teniendo respaldo en ciertos estratos de la población, hay quienes consideran que su ciclo ha concluido. No obstante, esta lectura podría ser precipitada. La fuerza simbólica del discurso de Morales sigue vigente, especialmente en sectores rurales y periurbanos, donde su narrativa ha calado profundamente por décadas de adoctrinamiento.
La historia reciente ha demostrado que el MAS posee una notable capacidad de recuperación política. A pesar del «dieselazo» de 2010, que casi provoca su caída debido a las fuertes movilizaciones sociales, el partido logró imponerse en las elecciones de 2014. Más adelante, tras la crisis del fraude electoral de 2019, que derivó en la renuncia de Evo Morales y el desbande de masistas cobardes que renunciaron ante el Tribunal Electoral, el MAS logró retornar al poder en 2020 con un contundente 55 % de los votos, esta vez con Luis Arce como candidato. Este resultado no puede explicarse únicamente por una posible manipulación electoral, sino también por la capacidad del partido para adaptarse a escenarios adversos, reconfigurar su narrativa y capitalizar el descontento generado por la gestión transitoria de Jeanine Añez, ampliamente cuestionada por su ineficiencia y múltiples denuncias de corrupción.
Por su parte, en 2025 la oposición boliviana podría enfrentar su sexta derrota consecutiva en elecciones presidenciales, lo que evidenciaría no solo la persistencia de errores estratégicos, sino también su incapacidad de organizarse y renovarse. Gran parte de sus líderes son figuras repetidas en el escenario político desde 2002, con una escasa renovación de cuadros y sin una base social sólida importante que los respalde. Muchos políticos departamentales migran de un partido a otro en cada elección, lo que refuerza la percepción de oportunismo y falta de coherencia ideológica. Además, sus propuestas suelen carecer de innovación y no logran conectar con las verdaderas preocupaciones de la ciudadanía. Esta combinación de debilidades estructurales y ausencia de apertura a nuevos liderazgos ha impedido que la oposición se consolide como una alternativa viable de poder.
Desde el enfoque teórico de Daron Acemoglu y James Robinson, premios Nobel de Economía 2024, el caso boliviano puede analizarse a través del prisma de las instituciones inclusivas y extractivas. Las primeras fomentan el desarrollo económico y la estabilidad política mediante la participación amplia y la competencia. Las segundas, en cambio, concentran el poder en élites cerradas, bloqueando la renovación y generando estancamiento. La oposición en los partidos políticos ha reproducido lógicas extractivas: estructuras partidarias cerradas, verticalismo, y resistencia a la apertura y modernización.
Hasta hace unas semanas, el panorama parecía favorable para la oposición, ya que algunas encuestas sugerían que tenía posibilidades reales de vencer en las próximas elecciones si lograba unificarse en torno a una sola candidatura. Sin embargo, esa opción comienza a desdibujarse. Mientras tanto, dentro del MAS ha comenzado a tomar fuerza la figura del presidente del Senado, Andrónico Rodríguez, quien se perfila como una posible carta de unificación del oficialismo. Su estrategia busca marcar distancia tanto del desgaste que arrastra Luis Arce como del rechazo que Evo Morales genera en las principales ciudades. Si Rodríguez logra articular el apoyo actualmente disperso de los movimientos sociales, el MAS podría volver a posicionarse como la fuerza dominante en el escenario electoral.
La gran pregunta, más allá del resultado electoral, es qué viene después. ¿Qué proyecto nacional nuevo se ofrecerá a un país sumido en crisis económica, energética y educativa? ¿Estamos ante el fin del «proceso de cambio» o simplemente frente a su reconfiguración? ¿Surge un nuevo paradigma o seguiremos atrapados entre discursos agotados y estructuras políticas ineficaces?
Más allá del resultado electoral, el panorama para Bolivia no es alentador. Las viejas estructuras se resisten a morir, y las nuevas aún no nacen. Ni el oficialismo ni la oposición han mostrado capacidad para ofrecer una visión renovada de país. La economía se debilita, las instituciones se erosionan, y la política sigue capturada por lógicas personalistas y excluyentes. Si nada cambia, el 2025 no marcará un nuevo comienzo, sino la continuidad de una decadencia que amenaza con profundizar la crisis estructural del Estado boliviano.
Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales.
Investigador y analista socioeconómico