Porqué espero morir a los 77 años


Por Ronald Palacios Castrillo

Setenta y siete.



Esa es la edad que deseo alcanzar: 77 años.

Esta idea exaspera a mis hijas. Deja perplejos a mi hermano y a mi sobrino. Mis amigos más queridos creen que he perdido el juicio.

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Están convencidos de que no hablo en serio, que no lo he reflexionado lo suficiente, porque el mundo está repleto de maravillas por descubrir y experiencias por vivir. Para hacerme cambiar de opinión, me recuerdan a todas las personas que conozco, mayores de 77 años, que viven plenamente. Están seguros de que, al acercarme a los 75, pospondré mi límite a 80, luego a 85, quizás incluso a 90.

Yo estoy firme en mi decisión. No hay duda: la muerte es una pérdida. Nos arrebata momentos, hitos y el tiempo con nuestros seres amados, todo lo que atesoramos.

Sin embargo, hay una verdad que a menudo esquivamos: vivir demasiado también puede ser una pérdida. Para muchos, implica un declive, si no una discapacidad, un estado que no es peor que la muerte, pero sí de carencia. Nos despoja de nuestra creatividad y de nuestra capacidad para contribuir al trabajo, la sociedad y el mundo. Cambia cómo nos perciben, cómo se relacionan con nosotros y, sobre todo, cómo nos recuerdan. Dejamos de ser evocados como personas vibrantes y comprometidas para ser vistos como frágiles, ineficaces o incluso dignos de compasión.

A los 77 años, habré vivido una vida plena. Habré amado y sido amado. Mis hijas estarán adultas, inmersas en sus propias vidas ricas. Habré visto nacer a mis nietos y dar sus primeros pasos. Habré perseguido mis pasiones y hecho las contribuciones, grandes o pequeñas, que me corresponda ofrecer. Con suerte, aún tendré pocas limitaciones físicas o mentales.

Morir a los 77 no será una tragedia. De hecho, planeo celebrar mi propio funeral antes de partir, seguido de mi cremación. No quiero llantos, sino una reunión alegre, llena de risas, anécdotas sobre mis torpezas y brindis por una vida bien vivida, acompañada por las interpretaciones del Adagio de Albinoni y Air on the G String de Bach, a cargo de Hausser, Lara Fabian, Dimash y la Filarmónica de Berlín dirigida por Herbert von Karajan. Si mis seres queridos desean un memorial tras mi muerte, es su decisión; no es asunto mío.

Quiero ser claro: no busco más años de los que el destino me depare, ni pretendo acortar mi vida. Hasta donde sé, estoy sano, sin enfermedades crónicas. No planeo despertarme el día de mi cumpleaños 77 y poner fin a mi vida con eutanasia o suicidio.

Quienes optan por esas vías suelen lidiar con depresión, desesperanza o miedo a perder su dignidad, dejando a sus seres queridos con un sentimiento de fracaso. La respuesta no es terminar una vida, sino brindar apoyo. Siempre he creído que debemos garantizar una muerte digna y compasiva para quienes enfrentan enfermedades terminales.

Lo que quiero expresar es cuánto tiempo deseo vivir y qué atención médica aceptaré después de los 77. Muchos estadounidenses, y en menor medida europeos, están obsesionados con desafiar a la muerte mediante ejercicios, acertijos mentales, batidos de proteínas, dietas estrictas y suplementos. Esta obsesión ha dado forma a un arquetipo cultural: el “sujeto inmortal”.

Yo rechazo esta mentalidad. Esta búsqueda desesperada de prolongar la vida indefinidamente es errónea y, en muchos casos, perjudicial. Por varias razones, 77 años me parece la edad ideal para dejar este mundo.

¿Por qué? Empecemos por la demografía. Vivimos más, pero nuestros últimos años suelen carecer de calidad. Desde mediados del siglo XIX, la esperanza de vida en Estados Unidos ha crecido. En 1900, era de unos 47 años; en 1930, 59.7; en 1960, 69.7; en 1990, 75.4.

Hoy, un recién nacido puede esperar vivir alrededor de 79 años. (Las mujeres superan a los hombres por unos cinco años; según el Informe Nacional de Estadísticas Vitales, los hombres nacidos en 2011 tienen una esperanza de vida de 76.3 años, y las mujeres, de 81.1).

A inicios del siglo XX, los antibióticos y mejores cuidados médicos salvaron a niños de muertes prematuras y trataron infecciones eficazmente. Los sobrevivientes retomaban vidas normales sin secuelas duraderas. Pero desde 1960, los avances en longevidad han venido de extender la vida de mayores de 60 años, no de salvar a los jóvenes. Estamos prolongando la vejez.

El sujeto inmortal se aferra a la idea de la “compresión de la morbilidad”, propuesta en 1980 por James F. Fries, profesor emérito de Stanford. Esta teoría sugiere que, al vivir hasta los 80 o 90, gozaremos de vidas más saludables, con menos discapacidades y más tiempo antes de que aparezcan. Promete que pasaremos una menor proporción de nuestra vida en declive.

Esta idea, profundamente estadounidense, nos seduce con lo que queremos creer: que viviremos más y moriremos súbitamente, sin apenas sufrimiento ni deterioro físico, el tipo asociado al envejecimiento. Es una promesa de juventud eterna hasta un final lejano. Este sueño impulsa al sujeto inmortal y ha alimentado la inversión en medicina regenerativa y órganos artificiales.

Pero, ¿ha mejorado la calidad de vida al alargarse? ¿Son los 70 los nuevos 50? No del todo. Es cierto que los mayores de hoy tienen menos discapacidades y más movilidad que hace 50 años. Sin embargo, en las últimas décadas, el aumento en longevidad ha ido acompañado de más discapacidades, no menos. Eileen Crimmins, investigadora de la Universidad del Sur de California, analizó datos de la Encuesta Nacional de Entrevistas de Salud para evaluar el funcionamiento físico: si las personas podían caminar 400 metros, subir 10 escalones, estar de pie o sentadas dos horas, o agacharse sin equipos especiales. Los resultados muestran un deterioro progresivo con la edad. Más preocupante aún, entre 1998 y 2006, la pérdida de movilidad funcional creció entre los mayores. En 1998, el 28% de los hombres estadounidenses de 80 años o más tenían limitaciones; en 2006, casi el 42%. Para las mujeres, más de la mitad de las mayores de 80 años tenían limitaciones. Crimmins concluyó que hay “un aumento en la esperanza de vida con enfermedad y una disminución en los años sin enfermedad”, junto con más años de incapacidad funcional.

Un estudio global de la Escuela de Salud Pública de Harvard y el Instituto de Medición y Evaluación de la Salud de la Universidad de Washington lo confirmó. Incluyendo discapacidades mentales como depresión y demencia, no hallaron compresión, sino una expansión de la morbilidad: más años perdidos por discapacidad a medida que la esperanza de vida crece.

¿Cómo es posible? La historia de un amigo y colega lo ilustra. Justo antes de los 77, sintió dolor torácico. Como muchos médicos, lo minimizó. Tras una semana sin mejorar, lo convencieron de ver a un doctor. Había sufrido un infarto, que llevó a un cateterismo y un bypass. Desde entonces, no es el mismo. Antes un torbellino de energía, ahora camina, habla y se mueve con lentitud. Nada, lee el periódico, habla con sus hijos por teléfono y vive con su esposa en casa, pero todo es pausado. No murió, pero nadie diría que vive con vitalidad. Me dijo: “Me he ralentizado mucho. Ya no hago rondas en el hospital ni enseño”. Aun así, asegura estar feliz.

Como señala Crimmins, en los últimos 50 años, la medicina no ha frenado el envejecimiento, sino que ha prolongado el proceso de morir. El caso de mi amigo muestra cómo la muerte hoy se extiende. A menudo, resulta de complicaciones de enfermedades crónicas: cardíacas, cáncer, enfisema, derrames, Alzheimer, diabetes.

Tomemos los derrames cerebrales. Hemos reducido las muertes por estos en más del 20% entre 2000 y 2010. Pero muchos de los 6.8 millones de estadounidenses que sobreviven sufren parálisis o pérdida del habla. Otros 13 millones que han tenido derrames “silenciosos” enfrentan problemas cognitivos sutiles. Se proyecta un aumento del 50% en discapacidades por derrames en los próximos 15 años. Este patrón se repite con muchas enfermedades.

Así, los sujetos inmortales pueden vivir más que sus padres, pero con más limitaciones. ¿Es eso deseable? Para mí, no.

El panorama se torna más sombrío con la demencia. Unos 5 millones de estadounidenses mayores de 65 tienen Alzheimer; uno de cada tres mayores de 85 lo padece. Las perspectivas de una cura próxima son escasas. Ensayos recientes de fármacos para frenar el Alzheimer han fallado estrepitosamente, llevando a replantear el enfoque de la enfermedad. En lugar de una cura, expertos advierten de un “tsunami de demencia”: un aumento del 300% en mayores con demencia para 2050.

La mitad de los mayores de 80 tienen limitaciones funcionales. Un tercio de los mayores de 85 tienen Alzheimer. Aun así, muchos escapan de estas discapacidades. Si somos de esos afortunados, ¿por qué detenernos en 77? ¿Por qué no vivir eternamente?

Incluso sin demencia, la agudeza mental decae. La velocidad de procesamiento, la memoria y la resolución de problemas disminuyen con la edad, mientras la distracción aumenta. Perdemos enfoque y luchamos con tareas que antes dominábamos. Al ralentizarse el cuerpo, también lo hace la mente.

Y la creatividad se desvanece.

El sujeto inmortal cree que será la excepción. Pero a los 77, la mayoría pierde su chispa creativa. Einstein afirmó que quien no hubiera hecho una gran contribución científica antes de los 30 nunca lo haría. Exageró, pero los datos respaldan una tendencia. Keith Simonton, experto en edad y creatividad de UC Davis, muestra que la creatividad alcanza su pico a los 40-45, tras 20 años de carrera, y luego declina. Los físicos ganadores del Nobel promedian 48 años para sus descubrimientos. Los poetas despuntan antes que los novelistas. Los compositores clásicos escriben su primera obra relevante a los 26, brillan a los 40 y producen su última pieza significativa a los 52.

Esto es un promedio; hay excepciones. Conocemos a quienes florecen tarde, y nos aferramos a sus historias. Es cierto que algunos crean después de los 77: escriben, pintan, componen. Pero los datos son claros: la mayoría no produce obras revolucionarias. Debemos preguntarnos si lo que crean los “viejos pensadores” (como los llamó Harvey C. Lehman en 1953) es novedoso o solo repite ideas pasadas. El declive creativo persiste en todas las culturas y épocas, sugiriendo un determinismo biológico ligado a la plasticidad cerebral.

Las conexiones neuronales se fortalecen con el uso y se atrofian sin él. Aunque el cerebro sigue plástico, no se reconecta por completo en la vejez. Estamos atados a una red neuronal forjada por una vida de experiencias. Generar ideas nuevas es difícil porque no creamos nuevas conexiones que reemplacen las existentes. Aprender idiomas se vuelve arduo. Los acertijos mentales buscan preservar conexiones, pero tras una carrera de creatividad, es raro formar nuevas redes para ideas innovadoras, salvo en excepcionales “viejos pensadores” con plasticidad superior.

Quizá la ralentización mental y la escasa innovación a los 77 parezcan triviales. ¿No hay más en la vida que el vigor físico o el legado creativo?

Un profesor de 70 años me contó que publica menos, pero ahora guía a estudiantes, ayudándolos a transformar sus pasiones en proyectos y a equilibrar vida y trabajo. Otros en distintos campos hacen lo mismo, mentorizando a la siguiente generación.

La mentoría es valiosa. Transmite sabiduría y memoria colectiva. Sin embargo, a menudo se menosprecia, vista como un pasatiempo para jubilados que repiten anécdotas. También revela una verdad del envejecimiento: nuestras ambiciones y expectativas se reducen.

Nos adaptamos a nuestras limitaciones, eligiendo metas más modestas que podamos alcanzar. Este estrechamiento ocurre casi sin darnos cuenta. Con el tiempo, sin decidirlo conscientemente, reducimos nuestras aspiraciones. Seguimos contentos, pero nuestro mundo se encoge. El sujeto inmortal, antes una figura clave en su profesión y comunidad, se conforma con hobbies: observar aves, andar en bicicleta, hacer cerámica. Cuando caminar se dificulta y la artritis limita los movimientos, la vida se reduce a leer, escuchar audiolibros y resolver crucigramas. Y luego…

Esto puede sonar despectivo. La vida es más que ambiciones juveniles. Está la posteridad: hijos, nietos, bisnietos.

Pero vivir demasiado también tiene desventajas emocionales, más allá de las cargas financieras y de cuidado que enfrentan muchos en la “generación sándwich”, atrapados entre hijos y padres. Los padres longevos pesan sobre sus hijos.

Salvo en casos de abuso grave, ningún hijo desea la muerte de sus padres. Es una pérdida profunda a cualquier edad. Sin embargo, los padres proyectan una sombra: establecen expectativas, juzgan, interfieren o simplemente son una presencia imponente, ya sea con cariño o distancia. Esto puede ser maravilloso, molesto o dañino, pero es inescapable mientras viven. Pensemos en Lear, la madre judía arquetípica o la “Mamá Tigre”. Los hijos nunca escapan del todo, pero la presión disminuye tras su muerte.

Los padres vivos también son la cabeza de familia, dificultando que los hijos adultos asuman ese rol. Si los padres llegan a 95, los hijos los cuidan hasta su propia jubilación, dejando poco tiempo para sí mismos. Si mueren a los 77, los hijos disfrutan de una relación rica, pero también tienen espacio para sus propias vidas, libres de esa sombra.

Más allá de la influencia, están los recuerdos. ¿Cómo queremos que nos recuerden nuestros hijos y nietos? En nuestro mejor momento: activos, ingeniosos, cálidos, divertidos, comprometidos. No encorvados, olvidadizos, repitiendo “¿Qué dijo?” o dependientes. Queremos ser recordados como independientes, no como una carga.

A los 77, llegamos a un punto, elegido algo arbitrariamente, en que hemos vivido plenamente y, con suerte, dejado recuerdos vibrantes. Perseguir el sueño del sujeto inmortal aumenta el riesgo de que esos recuerdos sean opacados por el declive. Sí, nuestros hijos pueden evocar vacaciones memorables o momentos graciosos en festividades, pero los últimos años, con discapacidades y cuidados, dominarán. Las alegrías pasadas deben rescatarse con esfuerzo.

Nuestros hijos no lo admitirán. Nos aman y temen nuestra pérdida. Será una pérdida inmensa. No quieren enfrentar nuestra mortalidad ni desear nuestra muerte. Pero incluso si no somos una carga, acompañarlos hasta su vejez también es una pérdida. Dejarles recuerdos de fragilidad, no de vitalidad, es la mayor tragedia.

Setenta y siete. Eso es todo lo que quiero. Si no recurriré a la eutanasia o el suicidio —y no lo haré—, ¿es esto solo palabrería? ¿Me falta el valor de mis convicciones?

No. Mi postura tiene implicaciones prácticas: una personal y dos de política.

A los 77, cambiaré mi enfoque hacia la atención médica. No acabaré con mi vida, pero tampoco la prolongaré. Hoy, rechazar un examen o tratamiento, especialmente uno que extienda la vida, exige una justificación. La inercia médica y familiar nos lleva a aceptarlo.

Yo invertiré esa lógica. Inspirado por Sir William Osler, quien en su libro Principios y práctica de la medicina llamó a la neumonía “la amiga de los ancianos” por ofrecer una muerte rápida y poco dolorosa frente al lento declive, mi filosofía es: a los 77, necesitaré una razón sólida para ver al médico o aceptar cualquier prueba o tratamiento, por simple que sea. Esa razón no será “te mantendrá vivo”. Dejaré de hacerme exámenes preventivos o intervenciones. Solo aceptaré cuidados paliativos para aliviar dolor o discapacidad.

Esto implica no más colonoscopias ni pruebas de cáncer a los 77. A los 57, probablemente trataría un diagnóstico de cáncer, salvo un pronóstico grave. Pero a los 70 será mi última colonoscopia. Nunca pruebas de próstata. Después de los 77, rechazaré tratamientos oncológicos. Nada de pruebas de esfuerzo cardíaco, marcapasos o desfibriladores. No a reemplazos de válvulas ni bypass. Si padezco enfisema u otra enfermedad con crisis frecuentes, aceptaré alivio para la asfixia, pero nada más.

¿Y las cosas simples? No a las vacunas contra la influenza. En una pandemia, los jóvenes deberían priorizarse. Los antibióticos para neumonía o infecciones son difíciles de rechazar: son baratos y efectivos. Pero, como dice Osler, estas infecciones ofrecen una muerte rápida y menos dolorosa que las enfermedades crónicas. Así que, no a los antibióticos.

He registrado una orden de no reanimar y una directiva anticipada: nada de ventiladores, diálisis, cirugías, antibióticos ni fármacos, solo cuidados paliativos, incluso si estoy consciente pero no competente. Sin intervenciones para sostener la vida. Moriré cuando llegue mi hora.

En cuanto a las implicaciones políticas, la primera es sobre usar la esperanza de vida como medida de calidad sanitaria. Japón, con 84.4 años, supera a Estados Unidos, con 79.5. Pero superar los 77 para ambos géneros debería dejar de ser una meta. (La excepción son grupos como los hombres afroamericanos, con 72.1 años, un problema urgente.) Deberíamos enfocarnos en la salud infantil, donde Estados Unidos falla vergonzosamente: partos prematuros (uno de cada ocho nacimientos), mortalidad infantil (6.17 por 1,000 en EE.UU. vs. 2.13 en Japón) y mortalidad adolescente.

La segunda implica la investigación biomédica. Necesitamos más estudios sobre Alzheimer, discapacidades de la vejez y enfermedades crónicas, no sobre alargar el proceso de morir.

Muchos, especialmente los afines al sujeto inmortal, rechazarán mi visión, señalando excepciones como prueba de mi error. Como mis amigos, pensarán que estoy loco o que exagero. Algunos podrían acusarme de despreciar a los mayores.

De nuevo, quiero ser claro: no juzgo a quienes quieren vivir eternamente. No critico a quienes perseveran pese a limitaciones. No busco convencer a nadie. A menudo ayudo a mayores a obtener la mejor atención médica; es su elección, y la apoyo.

Tampoco promuevo los 77 como un estándar para ahorrar recursos o racionar cuidados. Quiero compartir mi idea de una vida plena y hacer que mis amigos reflexionen sobre cómo desean envejecer. ¿Abrazamos al sujeto inmortal o mi visión de “77 y nada más”?

El rechazo es natural. La evolución nos impulsa a sobrevivir. Nos resistimos a los límites, creyendo que somos excepcionales.

Mi postura también despierta inquietudes existenciales. Muchos evitamos pensar en Dios, el más allá o el propósito de nuestra vida. Somos agnósticos, ateos o simplemente no lo consideramos. Vivimos cómodamente sin responder estas preguntas. No pretendo tener las respuestas.

Pero 77 marca un punto claro. Nos obliga a enfrentar nuestro final, a reflexionar sobre nuestro legado y a preguntarnos si nuestro consumo iguala nuestra contribución. Estas cuestiones generan ansiedad, pero 77 nos impide ignorarlas. Prefiero 20 años para enfrentarlas que aferrarme a días extras, olvidando el dolor psíquico mientras soporto el físico de un morir prolongado.

Setenta y siete es mi meta. Quiero celebrar mi vida en mi mejor momento. Mis hijas y amigos seguirán intentando convencerme de que puedo vivir más y con sentido. Me reservo el derecho a cambiar de idea y defender vivir más, si a los 77 sigo siendo creativo.