Por Mauricio Jaime Goio.
Fuente: Ideas Textuales
Robert Francis Prevost Martínez ha roto el último gran tabú del Vaticano: ser el primer Papa estadounidense y con raíces latinas. Pero ha hecho algo aún más elocuente: recuperar el nombre de León XIII, el pontífice de la encíclica Rerum Novarum, para anunciar un programa de puentes en un mundo de trincheras.
Roma humeó de blanco. En el aire aún vibraban los ecos de Francisco, cuando el cardenal Dominique Mamberti asomó al balcón de la basílica de San Pedro para pronunciar la fórmula ritual: Habemus Papam. El elegido: Robert Francis Prevost.
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Prevost, un agustino de 69 años, formado en la tradición latinoamericana, con décadas de misión en Perú y raíces hispánicas, encarna la figura de un mediador en una Iglesia quebrada por tensiones internas. Curia eclesiástica frente a Iglesia de base, conservadurismo doctrinal frente a aperturas sociales, viejos continentes frente a nuevos territorios de fe. Su pontificado, inaugurado con el llamado a “construir puentes”, busca situarse en el cruce de todas esas grietas.
Por definición el Papa es el Sumo Pontífice, el máximo constructor de puentes. Que no es solo una figura espiritual, es también histórica. El título, Pontifex Maximus, era originalmente el nombre del máximo sacerdote del paganismo romano, cargo que ejercía el emperador. Cuando el cristianismo se convirtió en religión oficial del Imperio, los obispos de Roma heredaron esa dignidad. El Papa no solo es pastor y teólogo, es un constructor de puentes (pontifex, en su sentido etimológico), entre el cielo y la tierra, entre lo humano y lo divino, entre los pueblos y las culturas. Al recuperar ese linaje simbólico nos recuerda que el papado no es solo un rol religioso, sino también una función de articulación política, histórica y espiritual de largo aliento.
Tan significativo como lo anterior es la elección de su nombre papal, León XIV. No obedece a una casualidad. Es un gesto que tiene un peso simbólico profundo, incluso contracultural para los tiempos que corren. No eligió un nombre neutro, ni uno blando. Eligió uno con historia, con doctrina, con batalla. Eligió ser el continuador de León XIII.
El eco con León XIII no es menor. El Papa de Rerum Novarum supo hablarle al mundo industrial desde una doctrina que no se plegaba ni al liberalismo ni al socialismo. Fue la voz que, sin renunciar a la tradición, buscó insertar a la Iglesia en la historia moderna. Robert Prevost parece querer hacer lo mismo. No dar marcha atrás con las reformas de Francisco, pero sí institucionalizarlas, darles cuerpo, método, límites.
Y por eso, también, ha recuperado símbolos que Francisco había dejado de lado. La muceta, la estola, la cruz dorada sobre el pecho. Signos de una autoridad que, en lugar de mostrarse en oposición al pueblo, se asume como responsabilidad pesada, como continuidad consciente. La “Sala de las Lágrimas” —esa pequeña habitación donde el Papa se viste por primera vez— no fue solo una escena de emoción privada, sino la antesala de un regreso al magisterio como acto público y deliberado.
En el centro de su mensaje, León XIV ha puesto la sinodalidad, el diálogo, y la inclusión. Pero con un lenguaje más templado, más diplomático que el de su predecesor. No ha improvisado ni ha llamado a “romper moldes”, sino a “caminar juntos”. Su estilo recuerda más a un diplomático que a un profeta. Y quizá eso es lo que necesitaba hoy una Iglesia agitada por el legado ambivalente de Francisco: menos vendaval, más horizonte.
¿Será éste el pontífice que, como León XIII, escriba una nueva doctrina social que hable al siglo XXI, con sus migraciones masivas, sus desiertos afectivos y sus crisis climáticas? ¿Habrá una nueva Rerum Novarum para una humanidad digital, solitaria y precarizada? Las señales están, pero el desafío es monumental. Porque el mundo que espera a León XIV no es ya el del choque entre capital y trabajo, sino uno más escurridizo, donde la dignidad se erosiona por pantallas y algoritmos, y el alma busca consuelo en ecos vacíos.
La elección de su nombre no es solo un homenaje al pasado. Es una advertencia. León XIII fue la voz serena que, desde Roma, intentó salvar a la Iglesia del aislamiento. León XIV parece querer hacer lo mismo. Pero esta vez, el campo de batalla no es solo ideológico o teológico: es cultural, digital, planetario.
Y por eso, su primer mensaje fue claro y urgente: “Ayúdennos a construir puentes”. No muros. No trincheras. Puentes.