Hay noches en las que sueño que regreso al pasado, corriendo presuroso me encaramo al entretecho del antiguo conventillo en la zona de Santa Bárbara de mi añorada ciudad (La Paz – Bolivia) donde vaga mi espíritu. Por todos esos lugares donde pasé –sin darme cuenta–, las horas más felices de mi existencia y de los que atesoro fielmente sus enseñanzas y buenas costumbres. Vuelvo a tener diez años y mis recuerdos afloran en tropel. Veo a mi madre parada en la entrada del salón, con un gesto de severidad implacable y al mismo tiempo cariñosa, serena y sincera. Siento su mirada de reproche que me hace sentir avergonzado, debiendo reconocer mi culpa, mía y sólo mía; ni en mis sueños debo dejar de hacer justicia a su hermosura y lozanía, con la que sigue iluminando mi vida.
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Corría el año de 1989 y tras cuatro décadas de experimento soviético, caía el Muro de Berlín, poniendo punto final a la denominada Guerra Fría. El símbolo de separación ideológica –tras la Segunda Guerra Mundial– que había polarizado una zona de influencia soviética al Este y de los aliados al Oeste se desmoronaba. El planeta celebraba el inicio de la paz y los líderes mundiales la sellaban estrechando sus manos como caballeros, confianza y garantía de cumplimiento sólido como el acero. Por entonces y por influencia de mi padre, comenzaría yo a recorrer la ruta, en la que terminaría abrazándome a la libertad, como valor supremo.
Mi padre –del que entre sueños conservo su rostro joven en el que se reconoce su lucidez mental, fiel guardián de todas y cada una de las respuestas del mundo–, al que entre sueños sigo con los ojos mientras juguetea tratando de ocultarse de mi mirada, repite con toda claridad que: “no existe algo que dignifique más al ser humano que honrar su palabra, cumplir sus promesas, compromisos y acuerdos”. Para él, al igual que para los hombres de su tiempo: “un hombre vale, por lo que vale su palabra”.
Para mi tristeza los sueños son fugaces, al igual que las alegrías. Cuando las primeras luces de la alborada pintan de azul el firmamento y el frío de la mañana me arrastra bruscamente fuera del lecho –aun con los intentos desesperados que hago por sujetarme al dosel de la cama–, llega el tiempo de la despedida. Él me acompaña apesadumbrado hasta el portón de la calle, sé que para él también es difícil. Por algún motivo que no logro explicar (aún al día de hoy), suelta mi mano y me libera, dejándome entender que el camino es largo y debo acostumbrarme a recorrerlo solo.
De vuelta al presente. En el mundo moderno las promesas, compromisos y acuerdos se desvanecen como el viento, carentes de todo valor, debido a que son los mismos seres sin valor quienes se encargan de incumplirlos sistemáticamente de manera subrepticia, aunque en apariencia insistan en mostrar públicamente que sus acuerdos están tallados en piedra. En la actualidad son pocos los hombres que asumen con coraje, entereza y valor, el compromiso de su palabra, muy a pesar de que la gran mayoría, con aire de “superioridad moral”, “sagacidad” o “viveza criolla”, se enorgullecen de rechazarlos, sin mostrar un mínimo respeto, pena, ni mucho menos vergüenza.
Lejos han quedado los tiempos en los que los “pactos de caballeros” trascendían las fronteras de un simple acuerdo verbal. Aquellos pactos dignificaban al individuo, fortalecían su integridad y el respeto mutuo, sellándose mediante un apretón de manos, lo que bastaba para ser reconocido socialmente como un acuerdo de cumplimiento obligatorio, basado en el valor individual de los hombres de honor. Códigos de conducta que han sido transmitidos por la tradición familiar, ennobleciendo a los que, aun con el paso del tiempo, nos sentimos orgullos de ponerlos en práctica, significando garantía de confianza, conducta ética y moral, que nos coloca muy por encima de la mediocridad en la que discurren las relaciones humanas modernas.
Para Hannah Arendt, ninguna persona debe desentenderse de las actividades y los resultados del entorno en el cuál cohabita y desarrolla sus actividades, debido a que corre el riesgo de convertirse en cómplice contemplativo de las mayores atrocidades cometidas por los seres humanos en lo que ella misma ha denominado la “banalidad del mal”, haciendo referencia a las actitudes superfluas e insustanciales ejercidas por quienes promueven acciones carentes de sentido (caso boliviano), producto de la pasividad de la ciudadanía a la que terminan por imponerle demandas y exigencias tan inverosímiles como absurdas, con las cuales afectan las libertades de la población.
Durante las últimas semanas, los bolivianos hemos participado inermes del espectáculo circense más “ab-zur-do” de la historia política reciente del país. La personificación de un puñado de personajes en el “reality show” de la política boliviana, se ha robado las pantallas dejando que el foco de atención gire en torno al “culebrón” que se ha montado irresponsablemente por los políticos, quienes están más preocupados en demostrar cuál de todos es el más corrupto, el más feo, el más malo, el mecha corta o el más más; siempre dispuestos a hacer “edredoning” para lograr un acuerdo y conseguir la sigla para convertirse en el próximo “aprendiz de mago” (ante la falta de seriedad de sus propuestas).
Todos ellos (políticos o, mejor dicho, dirigentes que no saben nada de política), sin excepción alguna, desconocen lo que representa la tradición del “pacto de caballeros”, desconocen o ignoran que el valor de la palabra de un hombre es parte esencial de su personalidad, cimentando la confianza y honor ante las personas. El compromiso de la palabra es incalculable, formando parte de la reputación, credibilidad y coherencia con la cual los seres humanos construyen sus relaciones sociales, profesionales, políticas, empresariales, entre otras, por lo que alguien que compromete su palabra sin intensión de cumplirla, es un miserable que no merece consideración alguna.
Vivimos un tiempo en el que la libertad no es lo único en riesgo, actualmente toca también salvar la vida de lo que algún “político” diga o haga, sólo, porque se creen que cuentan con una superioridad moral muy por encima de los ciudadanos, sin darse cuenta que sólo es el ego que los domina y los conduce a ejecutar medidas en base a receta populistas que han llevado a otros países a la miseria, hambre, desempleo, muerte, abandono, inseguridad; llevándolos a protagonizar éxodos masivos solo para sobrevivir y salvar a las familias. Todo esto, producto de la incapacidad de unos miserables que nunca tuvieron intención de cumplir su palabra, por lo que no merecen que nadie, les entregue su confianza.
Mientras tanto, mantengamos firme la esperanza, que el desánimo y la frustración no minen nuestro espíritu y nos obliguen a cambiar nuestra forma de pensar. Dios no nos abandona y algo bueno tiene que pasar, recuerden siempre que: “Estamos acostumbrados a ver al poderoso como si se tratara de un gigante, sólo, porque nos empeñamos en mirarlo de rodillas y ya va siendo hora, de ponerse de pie”.