Villa Montes está enclavada en la provincia Gran Chaco, en el sur de Bolivia, al margen de la frontera con Argentina y Paraguay. Además de citadinos, alberga a tres pueblos indígenas: Guaraní, Tapiete y Weenhayek, este último con una población de 3.500 personas, aproximadamente, quienes viven en zonas adyacentes al río Pilcomayo. Aquí, el cambio climático no es sólo una percepción de la gente, el Senamhi registró un incremento progresivo de temperaturas durante la última década. Y, mientras el calor se intensifica, el acceso al agua segura disminuye.
Fuente: Sumando Voces
Por Yenny Escalante y Felicidad Alarcón
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Freddy Cortez no se queja del calor, aunque el termómetro marca 38 grados centígrados y el sol cae sin piedad sobre el Chaco boliviano, él está acostumbrado a soportar temperaturas mayores, propias del lugar. La piel de su rostro, surcado de líneas profundas como grietas, parece que cargara la memoria de la sequía, del polvo y del tiempo. Tiene 58 años, es del pueblo indígena Weenhayek, de la comunidad Capirendita del municipio de Villa Montes, Tarija, y desde hace cuatro años sobrevive con insuficiencia renal.
“A mí me dijeron que es por la presión alta, pero yo me sigo preguntando por qué me enfermé”, dice intentado entender cuál es el origen de su padecimiento. Freddy es uno de los rostros más visibles —y resistentes— de una enfermedad que se expande con lentitud y de manera silente.
Mientras unos dicen que es hipertensión, otros piensan que el agua, o la falta de ésta, tuvo algo que ver. En realidad, todo parece haberse combinado: una región cada vez más calurosa, largas sequías, lluvias torrenciales, fuentes hídricas de incierta calidad, pero también, zonas plagadas de agua salada. Pero el Estado aún no se ha interesado en investigar las causas exactas. Por lo tanto, están forzados a vivir con esa incertidumbre.
Ante esa pasividad gubernamental, el Centro de Estudios Regionales para el Desarrollo de Tarija (CERDET), realizó un estudio que fue publicado en 2020. Sus conclusiones son claras y puntuales: el agua que consumen algunas comunidades weenhayek tiene exceso de sodio, sulfatos y otros elementos.
“Las comunidades weenhayek ubicadas a orillas del río Pilcomayo, a medida que se encuentran establecidas más abajo, al sur este, presentan aguas más salinas o duras. Desde Crevaux para abajo (es decir, hacia Argentina) tienden a tener sales de sulfatos y son más difíciles de eliminar, ya que conforman la dureza permanente”, señala la conclusión del estudio.
El dato es corroborado nuevamente este 2025 por el director de la institución, Guido Cortez, quien expresa que la situación no ha cambiado. “Se ha logrado encontrar que hay problemas, especialmente de exceso de sales, problemas de sulfatos, lo que hace que el agua, muchas veces, no sea potable, pero igual la gente la consume, y con los años genera ciertos problemas de salud”, manifiesta.
El problema no es nuevo, pues las aguas salitrosas son características de la región. Martha Mancilla, una citadina del municipio de Tarija que vivió en Villa Montes en los ’98, recuerda que debía recolectar agua de lluvia en baldes para lograr cocinar, pues cuando lo hacía con el agua que salía de la cañería “que parecía potable”, era salada. “La comida me salía extremadamente salada, creo que esa agua la sacaban de pozos”, relata.
Pero en su caso, sus visitas a la región chaqueña eran cortas, ya que solo iba para vacaciones, mientras que los indígenas weenhayek no tienen opción, esa es su tierra y no tienen a dónde irse; allí nacieron y crecieron, así como lo hicieron sus padres, abuelos y toda su estirpe.
Freddy tiene razones de sobra para preocuparse. Según la Organización Panamericana de Salud (OPS), se estima que 1,89 millones de muertes por año están asociadas con el consumo de sodio, lo que causa hipertensión arterial y esa enfermedad específica fue responsable de 10,8 millones de muertes en 2019. En ese sentido, esa instancia internacional recomienda consumir menos de 5 gramos de sal al día, no obstante, “en las Américas, las personas consumen hasta el triple de esa cantidad y todos los grupos de edad, incluso los niños están afectados”.
El exceso de sales provoca hipertensión, la hipertensión desencadena problemas renales.
La situación del agua salada no conoce de límites geográficos, advierte Guido Cortez, director del Cerdet. “Esta es una tendencia general en todo el Chaco —argentino, paraguayo y boliviano—; no hablo solo del Chaco tarijeño, es un fenómeno regional. El agua tiene un sabor cada vez más salado, los animales muchas veces se niegan a beberla, y si se riega con ella, puede secar las plantas por su alto contenido de sales”, explica.
Pero, aunque el agua, evidentemente, no es salada en todas las zonas donde habitan los indígenas wennhayek, como también lo muestra el estudio del Cerdet, ¿por qué hay personas que sí tienen enfermedades renales o están con hipertensión arterial?
El médico Fabricio Fernández Loza, especialista en medicina interna, nefrología y trasplante renal, explica que el entorno en el que viven estas comunidades representa un escenario de alto riesgo para su salud renal. “Estas poblaciones están sometidas a temperaturas muy altas y probablemente a una insuficiente ingesta de líquidos. Eso puede desencadenar en una enfermedad renal aguda que, si no se corrige a tiempo, se convierte en una enfermedad renal crónica, donde los daños ya son irreversibles”, explica.
Fernández recuerda que una persona debe consumir 1,5 a 2 litros al día; pero en climas cálidos la cantidad debería aumentar, ya que la deshidratación es mayor.
Más allá de las fronteras de Bolivia, esta enfermedad ya había dejado su huella. Fernández recuerda que fenómenos similares fueron registrados en Centroamérica, en lo que se conoce como nefropatía mesoamericana: trabajadores del campo, sin antecedentes de hipertensión ni diabetes, desarrollaban daño renal tras años de exposición a calor extremo y deshidratación crónica. “Se identificó que el factor común era justamente la falta sostenida de hidratación, que con el tiempo generaba lesiones permanentes en los riñones”.
Así, varios factores inciden en esta problemática. Los estudios científicos aún no llegaron hasta la comunidad de Freddy, pero él quiere conocer con certeza si el agua que consume contiene o no un exceso de sales, como pasa en el resto de los pueblos, y si el verdugo de su enfermedad es el líquido que consume todos los días o la insuficiente ingesta de éste.
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Villa Montes está enclavada en la provincia Gran Chaco, en el sur de Bolivia, al margen de la frontera con Argentina y Paraguay. Además de citadinos, alberga a tres pueblos indígenas: Guaraní, Tapiete y Weenhayek, este último con una población de 3.500 personas, aproximadamente, quienes viven en zonas adyacentes al río Pilcomayo.
Aquí, el cambio climático no es sólo una percepción de la gente, el Servicio Nacional de Meteorología e Hidrología (Senamhi) registró un incremento progresivo de temperaturas durante la última década. Y, mientras el calor se intensifica, el acceso al agua segura disminuye.
En la casa de Freddy habitan 14 personas: hijos, nueras, nietos. Dependen de la entrega semanal de cisternas enviadas por el Gobierno Autónomo Regional de Villa Montes. El agua se almacena en contenedores, pero con el calor agobiante y la cantidad de personas en casa, no siempre alcanza para siete días. “A veces en tres días ya se acaba”, dice resignado, mientras mira el tinaco color negro que está a la entrada de su casa.
Es finales de marzo, temporada de lluvias, pero el calor aprieta con una fuerza sofocante que hace gotear el sudor incesante sobre la frente. El aire parece detenido, denso. En estas condiciones, cada gota de agua cuenta, y no siempre alcanza ni para beber lo necesario, pues el agua que cae es absorbida por el suelo.
El calor extremo, acentuado por el cambio climático y la deforestación, está empujando al ecosistema chaqueño a un punto de quiebre, advierte el analista ambiental Stasiek Czaplicki. Años consecutivos de sequía, periodos secos cada vez más largos durante el año y el riesgo creciente de incendios devastadores amenazan no solo a la biodiversidad, sino también a las comunidades indígenas. Estas condiciones extremas dificultan su supervivencia y los obligan a migrar, perdiendo sus medios de vida, sus lenguas y sus formas de organización. “Es una forma silenciosa de extinción cultural”, resume el experto.
El Chaco boliviano ha sido uno de los principales focos de deforestación en las últimas décadas —continúa Czaplicki—,especialmente desde 2008. Desde entonces, se han perdido alrededor de medio millón de hectáreas de bosque, principalmente por la expansión agrícola en colonias menonitas. Esta pérdida masiva ha tenido consecuencias graves: el ecosistema ha perdido su capacidad de absorber agua. Entre 2008 y 2023, la superficie de agua superficial —resultado directo de las lluvias— se redujo casi a la mitad. Aunque en 2024 las lluvias aumentaron, el daño ya es tan profundo que el ecosistema no logra retener ni regenerarse con esa agua, como una planta reseca que no revive con solo un riego esporádico.
La falta de agua potable en comunidades como Capirendita empuja a sus habitantes a consumir gaseosas y jugos industrializados, más baratos pero cargados de azúcar. Este cambio de hábitos genera un aumento de casos de diabetes, enfermedad que, con el tiempo, puede derivar en insuficiencia renal. Así lo advierten el médico Humberto Delgado, responsable de epidemiología en la Red de Salud Villa Montes, y el nefrólogo paceño Fabricio Fernández, quienes coinciden en que el consumo excesivo de bebidas azucaradas está afectando incluso a niños y adolescentes. “Ya hay personas con diabetes en esta población (Wennhayek)”, señala Delgado.
Según la médica del Centro de Salud Capirendita, Alia Flores, sólo existe un paciente con enfermedad renal crónica (grave), quien se hace el tratamiento de diálisis, y hay 27 diabéticos. Aunque la cifra oficial es baja, en la memoria de Freddy los casos son más. Cuenta que su hermano murió con enfermedad renal, al igual que una amiga suya de otra comunidad Wennhayek. Ambos comenzaron el tratamiento de diálisis en la ciudad de Tarija —a 5 o 6 horas de Villa Montes—, pero murieron en el intento.
Hoy, en Villa Montes, el hospital cuenta con un centro de diálisis. Pero para quienes viven en comunidades alejadas, llegar hasta ahí no es sencillo, pues hace falta tiempo, dinero y energía. “Yo agarro mi moto y me voy, pero otros no pueden hacerlo. Es una enfermedad cara”, expresa Freddy. Por eso otros ni siquiera inician el proceso: simplemente no pueden.
La enfermedad renal es traicionera. El médico nefrólogo Fabricio Fernández la resume así: “Lamentablemente es una enfermedad silente, en el sentido de que no avisa, no hay ningún síntoma, o los síntomas aparecen son inespecíficos, prácticamente son enfermedades de alto costo, que las principales causales son la diabetes mellitus y la hipertensión arterial”. Ambas cada vez más presentes entre los weenhayek.
Enfermos renales de acuerdo a la cantidad poblacional de cada municipio, según el censo del INE 2024
Villa Montes tiene, en promedio, 70 pacientes renales por cada 10 mil habitantes.
Agua ¿apta o no apta para consumo humano?
Cerca del mediodía un camión cisterna se dirige por la polvorienta ruta a entregar el recurso hídrico a los weenhayek. “No sé de dónde traen, pero mire el color”, sentencia Freddy mostrando un vaso transparente que deja entrever un agua de color amarillenta. A su lado, otro vaso de agua de botella industrializada plasma un color claro. La diferencia es evidente y la pregunta es clara: ¿es apta para consumo humano?
“Ni tiempo tienen los chicos para hervirla. A veces la toman así, directa”, cuenta Freddy mientras está sentado debajo de un frondoso algarrobo plantado en medio de su vivienda.
“A veces el agua llega con bichitos, y ni modo, hay que tomar así, porque no tenemos más”, relata una de las hijas de Freddy.
Hace cientos de años, la comunidad Capirendita, como muchas otras asentadas a orillas del río Pilcomayo, dependía de ese afluente para sobrevivir. Aunque históricamente fue su fuente de vida, hoy el río es impredecible. Además de tener presencia de metales pesados —como arsénico, cadmio, plomo, hierro, boro, bromo, manganeso, mercurio, níquel, plata, zinc y selenio, según Acceso Investigativo—, a veces se desborda, como ocurrió este año, arrasando huertos, casas, dejando aislados a los indígenas. Otras veces su caudal disminuye drásticamente, desapareciendo los cardúmenes de sábalo, su principal fuente de alimento diario.
Hoy, su única opción es el agua que les entrega la Alcaldía, ya sea por cisterna o por cañería. Pero, los efectos en la salud no tardan en manifestarse. “Lo que hacen es consumir agua no potable de aljibes o de tanques que ellos mismos se proveen, o que las autoridades reparten para el consumo”, explica Betty Janina Arroyo Calvetti, coordinadora de la Red de salud Villamontes. Añade que, si bien se recomienda hervir el agua antes de beberla, en la práctica “la mayoría no lo hace”.
El agua para este distrito proviene de un pozo ubicado en Capirendita, informa la secretaria de Obras Públicas del Gobierno Regional de Villa Montes, Saidu Valenzuela, quien agrega que de allí se saca con cisternas y se reparte a cada comunidad. “El tema del tinaco y la limpieza les corresponde a ellos (…) el pozo no tiene posibilidad de tener ningún contaminante porque sale de boca de pozo, el agua sale filtrada y no tiene ningún componente dañino”, asegura. Sin embargo, admite que no se hizo ningún estudio del agua y la comunidad tendría que solicitarlo.
El responsable de la Unidad de Maestranza de la Alcaldía, Wilfredo Ligaron, dice que el agua sacada de los pozos ubicados en las comunidades Capirendita y Tres pozos que alimentan al distrito 5 –Capirendita, Resistencias, Tres Pozos y Garrobal– no recibe ningún tratamiento porque considera que no lo necesita, “es garantizado”. Su confianza sobre la calidad del recurso hídrico parece inquebrantable desde su perspectiva, dice que desde hace 15 años sacan el agua de allí para proveer a los weenhayek, ya sea por cañería o por cisterna para depositarla en sus tinacos. Entre tanto, la incertidumbre de este pueblo indígena continúa escribiéndose día a día en el árido suelo chaqueño.
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Alia Flores Serrano, médica del centro de salud de Capirendita, advierte que el agua distribuida por el municipio, no siempre se consume de manera segura y puede causar enfermedades. Si a eso se añade malos hábitos alimenticios, falta de higiene —como el escaso lavado de manos— y una dieta deficiente, condicionada por la precariedad económica de muchas familias, el resultado inicial serán diarreas; en las primeras 16 semanas de 2025 atendieron 22 casos.
Además del tratamiento, se brinda orientación sobre medidas de prevención en casa: hervir el agua antes de beberla, lavar bien los alimentos y mantener una higiene adecuada. Sin embargo, en un contexto de escasez y calor extremo, esas recomendaciones no siempre son fáciles de seguir.
Al respecto, el responsable de Epidemiología en la Red de Salud de Villa Montes, Humberto Delgado, explica que las enfermedades diarreicas agudas siguen presentes en las comunidades del margen derecho del río Pilcomayo. Informa que entre enero y marzo de 2025, los establecimientos de salud de la región reportaron un total de 81 casos, según datos recolectados a través de un monitoreo semanal, señala.
“En promedio, estamos hablando de un caso por día en toda esta región, lo cual es relativamente bajo”, indica Delgado, aunque aclara que podrían existir más casos que no se reportan por ser leves o autolimitados.
Las soluciones prometidas no han llegado. “Todo el tiempo hay proyectos, pero nunca ejecutan”, lamenta Freddy. “Dicen que van a traer agua buena, que van a poner cañerías, pero hasta ahora no han hecho nada”.
En medio de esta precariedad, los weenhayek siguen resistiendo. Algunos viven de la pesca, otros de la miel silvestre o la venta de artesanías. Freddy crió nueve hijos, algunos músicos, otros radialistas. Dice que no le teme al futuro, porque confía en ellos. “Nuestro ahorro no está en el banco. Está en los hijos. Ellos me cuidarán cuando ya no pueda”, afirma con una mezcla de orgullo y resignación.
La vida en el Chaco es cada vez más difícil. La combinación de calor extremo, escasez de agua potable y abandono institucional ha creado una tormenta perfecta que amenaza con borrar la salud —y la esperanza— de un pueblo ancestral. Freddy, con su moto y su sonrisa, sigue yendo a sus controles. Y aunque sospecha que el agua, o la falta de agua, le haya enfermado, aún no le ha quitado las ganas de vivir.
Cosecha de agua de lluvia, una alternativa efectiva
Detrás de la escuelita Buenos Aires, en la comunidad de Lapachal, un grupo de niños juega entre risas y pasos ligeros. Uno de ellos corre en busca de Samuel. Al poco tiempo, a lo lejos, aparece una figura encorvada, apoyada en un bastón y con gafas oscuras. Avanza guiado por el adolescente que fue en su búsqueda, que lo toma suavemente del brazo. Samuel Torres Pérez ya no puede ver, pero sigue velando por su comunidad. Es el capitán comunal y lleva casi dos décadas liderando con la experiencia que le dan los años y las luchas vividas.
En Lapachal viven unas 30 familias, cerca de 200 personas. Samuel recuerda que cuando llegaron a ese territorio, hace casi 19 años, la escasez de agua fue una amenaza constante. “Teníamos como 190 chivas, cada día morían dos o tres y hasta cinco por falta de agua”, cuenta. La situación era crítica, y la sequía arrasaba tanto con los animales como con la esperanza. Fue entonces cuando se movilizó en busca de apoyo y consiguió un proyecto de cosecha de agua de lluvia impulsado por el Centro de Estudios Regionales para el Desarrollo de Tarija (Cerdet).
Inspirado en experiencias exitosas del noreste de Brasil, el proyecto adapta tecnologías de bajo costo para captar y almacenar agua a través del techo de la escuelita de la comunidad, dirigida al consumo humano. Se construyó una cisterna de 52 mil litros que, gracias a un sistema de filtrado con energía solar, provee agua potable a todas las familias de la comunidad. Pero antes, ya recibieron un tanque de 20 mil litros.
El agua recogida cuenta con un sistema de purificación. “Es como agua mineral”, afirma Samuel mientras abre el grifo. Así el director del Cerdet, Guido Cortez, demostró que, con una inversión relativamente baja y acompañamiento técnico, es posible garantizar agua segura, la cual dura por al menos seis meses al año; periodo en que se mantiene fresca en depósitos cerrados, lo que impide la entrada de tierra, insectos o residuos.
La experiencia ha transformado la vida cotidiana de estas familias. Mientras otras comunidades continúan dependiendo de pozos salobres o de la lluvia esporádica, Lapachal logró una relativa autonomía hídrica, que luego fue replicado en Chimeo y Yacuiba. Sin embargo, tras seis años de esta exitosa implementación, su expansión en otros lugares depende de la voluntad política de los municipios, que hasta ahora no ha llegado.
“Yo creo que es una solución clara… terminas teniendo agua solamente para consumo humano… garantizas que el agua que se va a consumir no va a estar enferma”, explica Cortez.
Más allá de su impacto técnico, el proyecto ha devuelto dignidad y esperanza a comunidades que enfrentan cotidianamente la escasez, la contaminación y el abandono. La cosecha de agua no solo mejora la salud, sino que abre la posibilidad de pensar en actividades productivas, alimentarse mejor y reducir la migración forzada.
A diferencia de Samuel que tiene agua para largos periodos, Freddy espera semana tras semana que el recurso hídrico llegue, pero esencialmente espera un cambio mayor que le permita dar un salto hacia una vida digna.
Bajo la sombra del algarrobo, canta. Lo hace en voz baja, como si hablara con el Pilcomayo, ese que antes traía agua, pescado y vida. En su canto no hay tristeza, sino resistencia. Y eso, en esa tierra, también es una forma de esperanza.
Este reportaje se elaboró con la colaboración del proyecto de estrategia de comunicación de la Fundación para el Periodismo y con el apoyo de South South North, Fundación Avina, WWF y Voces para la Acción Climática Justa.