Fuente: https://ideastextuales.com
Una hoja de helecho vista de cerca, parece un reflejo de sí misma. Cada foliolo repite la estructura de la hoja entera, como si la naturaleza se deleitara en reproducirse, como si lo grande anhelara habitar en lo pequeño. Esta recurrencia de formas, visible en montañas, nubes, sistemas nerviosos y galaxias, ha sido formalizada por la geometría fractal, una rama de las matemáticas que, más allá de sus aplicaciones científicas, ha despertado preguntas profundamente humanas.
¿Por qué el universo parece organizado? ¿Por qué las culturas tienden a replicar estructuras, a buscar el centro, a rodearse de simetrías, ciclos y repeticiones? ¿Qué necesidad simbólica satisface esta búsqueda incesante de patrones?
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La antropología ha sido siempre una ciencia del asombro. Donde otros ven hábito, ve rito; donde hay trazo, ve signo. Y si algo nos ha enseñado el estudio de los sistemas culturales es que las sociedades humanas organizan su mundo según principios que, aunque diversos, comparten una matriz: el deseo de encontrar sentido en la repetición.
El concepto de fractales, acuñado por Benoît Mandelbrot, permitió a las ciencias duras modelar la complejidad. Pero su alcance fue más allá. El fractal dejó de ser una estructura matemática para convertirse en una metáfora del pensamiento social. En África, como observó Ron Eglash, pueblos enteros se organizan como círculos dentro de círculos, replicando estructuras de parentesco, jerarquía y cosmología. Y en Mesoamérica, ciertos rituales replican la lógica de los cuatro puntos cardinales en varias escalas, como si el mundo debiera repetirse para ser comprendido.
Desde esta perspectiva, el orden no es solo una categoría física. Es una forma de orientación ontológica. Una necesidad de conectar lo disperso, de tramar redes entre entidades diversas, de establecer analogías que, como los fractales, mantengan la forma más allá de la escala.
El orden, en este sentido, es profundamente cultural. Y a la vez profundamente simbólico. No responde únicamente a la necesidad de organizar el espacio o de distribuir el poder. Responde a una intuición. El universo —el macrocosmos y el microcosmos— obedece a una estructura legible. Que hay correspondencias entre el cuerpo y el cielo, entre la casa y la aldea, entre el ritual y la creación.
Los fractales, entonces, son más que patrones bellos o eficientes. Son la expresión material de una convicción compartida por muchas culturas. Lo real está articulado, hay un principio ordenador, visible en las formas de la naturaleza, pero también en las coreografías del mundo social. Por eso el fractal aparece en la espiral de la concha marina, símbolo del dios del viento mexica, y también en los algoritmos musicales de Bach. Porque lo fractal no es solo forma: es estructura, es ritmo, es vibración.
Pero hay una paradoja. Mientras en la naturaleza los fractales emergen de la autoorganización, de procesos aparentemente caóticos que generan orden, en la cultura son, muchas veces, producto de la intencionalidad humana. Un árbol se ramifica sin conciencia; una plaza se diseña con ella. Esta tensión entre lo espontáneo y lo construido, entre lo natural y lo simbólico, entre el fractal físico y el fractal cultural, revela una inquietud más profunda. La nostalgia de un orden anterior, primordial, que los humanos buscan recuperar a través de la forma.
Así, el fractal se convierte en una imagen del deseo. “Deseo que el mundo tenga sentido”. “Deseo que el caos sea sólo aparente”. “Deseo que exista una lógica que unifique el adentro y el afuera, el arriba y el abajo, lo visible y lo invisible”. En este anhelo, el orden deja de ser una categoría objetiva para convertirse en una categoría simbólica, tal vez incluso espiritual.
Y si el fractal es, como dicen algunos, “la huella digital de Dios”, no lo es porque demuestre la existencia de un creador, sino porque revela la necesidad humana de que exista uno. Porque donde hay estructura, hay esperanza. Donde hay repetición, hay posibilidad de memoria. Donde hay orden, hay relato.
El orden no es, entonces, solo una propiedad del universo. Es una forma cultural de habitarlo.
Por Mauricio Jaime Goio.