Cuando el “Pueblo” justifica el autoritarismo


 

En Bolivia, la palabra pueblo no es solo una categoría sociológica o legal: es un instrumento de poder. En las últimas dos décadas, esta palabra ha sido invocada por gobiernos, partidos y líderes con una facilidad inquietante. Se la ha usado para justificar reelecciones indefinidas, para deslegitimar adversarios políticos, e incluso para atropellar normas constitucionales. El problema no está en el concepto en sí, sino en su instrumentalización política. Decir que “el pueblo lo pide” se ha convertido en la coartada perfecta para violentar la democracia y atropellar derechos fundamentales.



En democracia, el pueblo es soberano. Esa es una verdad que ningún ciudadano debería negar. Pero cuando los líderes políticos se autoproclaman voceros exclusivos de ese pueblo, comienzan los problemas. ¿Qué pueblo es el que pide? ¿Quién lo representa? ¿Qué mecanismos verifican esa voluntad?

En Bolivia, ha sido común escuchar a dirigentes del oficialismo, especialmente durante el largo mandato del MAS, afirmar que “el pueblo exige que Evo continúe”, o que “el pueblo manda, y nosotros obedecemos”. Lo dijeron para justificar la modificación de la Constitución, luego para ignorar el resultado del referéndum del 21F, y más tarde para habilitar candidaturas cuestionadas por vías judiciales. En todos los casos, se esgrimió una supuesta voluntad colectiva como excusa para desobedecer normas democráticamente establecidas.

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Este uso del “pueblo” como argumento absoluto es falaz. El pueblo no es homogéneo, ni piensa igual, ni se expresa de manera única. La verdadera democracia parte del reconocimiento de la diversidad de voces. Pretender que el pueblo es uno, y que habla a través del partido gobernante o del líder carismático de turno, es una forma velada de autoritarismo. Se deja de representar al pueblo para usarlo como escudo.

En nombre del pueblo se ha reprimido, silenciado y estigmatizado. Lo vimos en 2019, cuando el gobierno del MAS ignoró el “No” del referéndum constitucional y se habilitó para una nueva reelección con el pretexto de que el pueblo tiene derecho a elegir sin restricciones. En esa lógica, el respeto a la norma escrita se vuelve secundario frente a una interpretación interesada de la voluntad popular.

Lo paradójico, y peligroso, es que esa misma lógica ha sido replicada por distintos bandos. Durante el gobierno transitorio de Jeanine Áñez, también se habló de “recuperar la democracia para el pueblo”, mientras se ejecutaban acciones que terminaron en represión, criminalización del adversario y persecución judicial. Es decir, ambos lados del espectro político han usado al pueblo como justificación para imponer decisiones que restringen derechos y erosionan el Estado de derecho.

Cuando un grupo político monopoliza el concepto de pueblo, también decide quién queda fuera de él. El MAS, por ejemplo, ha identificado tradicionalmente al pueblo con los movimientos sociales, las organizaciones campesinas y los sectores indígenas vinculados al partido. Quienes no forman parte de ese universo han sido etiquetados como “oligarquía”, “vendepatrias” o simplemente “no pueblo”.

Pero también sectores opositores han hecho algo similar, hablando de “el pueblo que salió a las calles a recuperar la democracia” en 2019, sin reconocer a los miles de bolivianos que se sentían representados por el gobierno saliente. El resultado es una narrativa que niega ciudadanía plena a los que piensan distinto.

El verdadero valor de la democracia no está en que todos pensemos igual, sino en que podamos convivir y construir juntos a pesar de nuestras diferencias. Utilizar al “pueblo” como excusa para concentrar poder, silenciar críticas o burlar la Constitución es profundamente antidemocrático. Las normas están para limitar justamente ese tipo de excesos, y el respeto por las instituciones es lo que permite que el poder sea legítimo.

Cuando se dice que “el pueblo lo pide” para justificar decisiones que violan derechos, como prorrogar mandatos, desconocer resultados electorales, perseguir opositores o manipular la justicia, estamos ante una peligrosa deformación del ideal democrático. La voluntad popular debe ser escuchada, sí, pero también encauzada a través de reglas claras, participación plural y límites al poder.

En tiempos de contienda electoral, el manejo indiscriminado del concepto de “pueblo” adquiere un cariz aún más peligroso. Los candidatos y partidos, en su afán por ganar legitimidad, tienden a apropiarse del discurso de la voluntad popular como si esta les perteneciera en exclusiva. Se presentan como los únicos intérpretes genuinos del sentir ciudadano, descalificando a sus adversarios como “enemigos del pueblo” o como representantes de intereses oscuros. Esta retórica no solo polariza aún más el clima político, sino que alimenta la confrontación social y debilita los principios básicos del pluralismo democrático. Cuando todos afirman hablar en nombre del pueblo, pero nadie escucha al otro, el resultado es una sociedad más fragmentada y un proceso electoral cargado de desconfianza, tensiones y riesgos de conflicto.

Hoy, Evo Morales vuelve a pregonar ese discurso como argumento para intentar habilitarse como candidato, a pesar de las restricciones legales vigentes. Se presenta como la única opción legítima “del pueblo”, reforzando una narrativa que ignora los límites institucionales y la voluntad ciudadana previamente expresada en las urnas.

Bolivia necesita urgentemente recuperar un concepto de pueblo verdaderamente incluyente, crítico y plural. Eso significa que nadie -ningún partido, ningún líder, ninguna persona- puede arrogarse la representación total del pueblo. Significa también que la voluntad popular debe expresarse en elecciones limpias, en libertad de prensa, en justicia independiente, y en instituciones que funcionen para todos, no para un solo grupo.

Mientras se siga usando el nombre del pueblo como arma política, los riesgos para la democracia seguirán latentes. Lo que se necesita no es un gobierno que diga “yo soy el pueblo”, sino uno que entienda que gobernar para el pueblo significa respetar a todos, garantizar derechos y someterse a las reglas que el mismo pueblo, en su diversidad, ha acordado.