La última encuesta publicada por El Deber no sólo confirma la incertidumbre electoral: revela, con crudeza, la debilidad estructural del sistema político boliviano. A menos de dos meses de los comicios, seis de cada diez votantes dicen que podrían cambiar su voto. La volatilidad reina, y no por virtud democrática, sino por ausencia de partidos reales, por campañas centradas más en rostros que en ideas y por la mercantilización de muchas siglas que se han convertido en franquicias al mejor postor.
Hay razones sólidas para pensar que la dispersión puede beneficiar al bloque autoritario, ese que tiene votos organizados, redes de clientela cautiva, zonas enteras donde la oposición no puede entrar ni vigilar, y una capacidad de intimidación que crece a medida que se acerca el día de la elección.
Pero también hay que decir que resulta poco probable que los candidatos democráticos con baja intención de voto se retiren voluntariamente. No lo han hecho antes, es improbable que lo hagan ahora. En el país de los egos heridos y los sueños personales, el cálculo de la responsabilidad suele llegar demasiado tarde.
El voto útil, entonces, no será fruto de pactos entre candidaturas. Será, en el mejor de los casos, resultado de un voto ciudadano consciente, responsable, dispuesto a decidir no sólo con el corazón, sino con la cabeza. No para elegir al perfecto – porque no lo hay – sino para evitar lo peor.
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Y sin embargo, aun si eso ocurre, el mayor desafío no será ganar. Será gobernar. Porque cualquier victoria sin una coalición de respaldo durará poco. Evo Morales ya lo ha advertido: si “la derecha” gana, “a ver si aguanta”. La amenaza no es retórica. Habrá cerrada oposición, bloqueos, sabotaje, desestabilización. El nuevo gobierno – si logra instalarse – no podrá sostenerse por sí solo. Necesitará acuerdos amplios y voluntad compartida.
Por eso, más allá de lo que digan las encuestas, lo verdaderamente urgente no es pedir que los candidatos renuncien, sino exigir que no se cierren los caminos de entendimiento. Que el fragor de la campaña no destruya la posibilidad de construir gobernabilidad después. Que las heridas de agosto —o de octubre, si hay segunda vuelta— no se conviertan en rencores de noviembre.
El país no necesita sólo un ganador. Necesita una mayoría suficiente para reconstruir una República devastada. Necesita un liderazgo que no se conforme con derrotar al autoritarismo, sino que esté dispuesto a reemplazarlo con un proyecto democrático duradero.
Quienes hoy están en carrera deberían saberlo: esta elección no es el final de una batalla, sino el comienzo de otra más difícil. Porque si bien el primer objetivo es ganar, el más exigente será gobernar. Y aunque nos desgañitemos en elogiar al candidato de nuestra preferencia, no deberíamos olvidar lo esencial: para levantar al país harán falta varios hombros; uno solo no bastará.
Por Johnny Nogales Viruez