En tiempos de baja natalidad, vínculos líquidos y urbanización desenfrenada, los perros ocupan un lugar central en la arquitectura emocional de millones de personas. Desde una mirada antropológica, este artículo explora el ascenso del “perrhijo” como símbolo de una nueva forma de parentesco poshumano.

Según datos recientes, en países como España ya hay más perros registrados que niños menores de 14 años. Pero, más allá del dato, lo que sorprende —o inquieta— es la transformación cultural que este fenómeno encierra. Los perros han dejado de ser mascotas para convertirse en miembros de la familia, y en no pocos casos, en verdaderos hijos simbólicos. Los llamados “perrhijos” ya no son una extravagancia. Son una expresión legítima del modo en que las sociedades urbanas están redefiniendo el amor, la familia y el cuidado.

Lo que podría parecer un fenómeno trivial —personas organizando fiestas de cumpleaños para sus perros, compartiendo la custodia de una mascota tras una separación o contratando escuelas Montessori caninas— revela, en realidad, un giro profundo en la forma en que los humanos se vinculan. Los seres humanos tienen una necesidad innata de cuidar. Cuando la estructura tradicional de la familia se diluye y la descendencia biológica deja de ser un proyecto vital compartido, esa pulsión de cuidado busca otros canales. Y los encuentra, con eficacia simbólica, en los perros.



Desde la perspectiva clásica de la antropología, la familia se definía por vínculos de sangre o alianza. Sin embargo, las formas de parentesco en las sociedades contemporáneas se están desplazando hacia lo electivo, lo afectivo y lo cotidiano. Es lo que Haraway llama “familias multiespecie”: constelaciones domésticas que incluyen humanos y animales en relaciones de interdependencia emocional y práctica. No se tan simple como decir que un perro reemplaza a un hijo. En realidad, se trata de una reconfiguración de la idea que se tiene de lo que es una familia.

Pero el fenómeno no se agota en lo emocional. A su alrededor florece una industria millonaria. Solo en España, la venta de alimentos para mascotas facturó 1.900 millones de euros en 2023. En Estados Unidos, el gasto anual supera los 100.000 millones de dólares. El amor perruno se expresa, y se valida, mediante productos. De una naturaleza insospechada décadas atrás, como spa, yoga, seguros médicos, guarderías de lujo y pasteles veganos para perros. Como ha mostrado la antropóloga Arlie Hochschild, los sentimientos también se producen, se compran y se organizan. El perro, en tanto objeto de amor, se convierte en el eje de un consumo que no es frívolo, sino profundamente simbólico.

=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas

El mercado ha comprendido que los “perrhijos” no solo despiertan ternura, sino también lealtad económica. Las grandes marcas lo saben: Louis Vuitton vende collares de cuero a 345 dólares y UberPetha incorporados servicios especiales para perros. El mercado interpreta así una transformación que va más allá del capricho. Redefine lo que significa cuidar y ser cuidado.

Hay una razón más profunda para este auge de los vínculos inter-especie. En una sociedad marcada por el individualismo, el aislamiento social y el debilitamiento de los lazos comunitarios, el perro aparece como un otro posible, confiable y emocionalmente disponible. A diferencia de las personas, los perros no juzgan, no decepcionan, no se van. Esa forma de amor es un idilio sin conflicto, sin escenas desgarradoras, sin evolución.

Pero también hay riesgos. Como advierten algunos especialistas, la humanización excesiva de los animales puede reflejar no solo una expansión afectiva, sino una fuga. En vez de enfrentar la complejidad del otro humano, con sus matices, desacuerdos y ambivalencias, preferimos el amor simple del perro. Es un amor que no exige negociación ni renuncias. Y eso puede resultar empobrecedor. Se podría afirmar que los perros brindan consuelo, pero no reemplazan la riqueza de los vínculos humanos.

El perro, quizá, es el único ser que nos ha visto cambiar de era, de creencias y de modelos de familia, y que ha sabido adaptarse a cada uno de esos cambios. Quizá por eso —por su mirada cómplice, por su presencia constante, por ese amor sin condiciones— nos resulta tan fácil proyectar en él nuestras carencias y nuestros anhelos. En ese espejo con patas de cuatro, vemos reflejada la versión más simple, más noble y accesible del amor. Pero también, tal vez, nuestra soledad más honda.

Por Mauricio Jaime Goio.