La confesión del artista Miquel Barceló


Es el artista de este verano, pocos pueden presumir de tener cuatro exposiciones simultáneas de su obra. El 26 de junio se inauguró Terra-Marre, una exposición organizada por la ciudad de Aviñón y la Colección Lambert, que se realiza en tres lugares distintos de la ciudad. Barcelona también recorrerá toda su obra a través de una doble exposición en el Arst Santa Mónica y CaixaForum, a partir del 15 de julio.

MAGAZINE LA VANGUARDIA – Teresa Sesé | 02/07/2010 | Actualizada a las 11:25h |

clip_image001[1]Miquel Barceló fotografiado para el Magazine /   Àlex García. Miquel Barceló nació el ocho de enero de 1957 en Mallorca. Su afición por la pintura comenzó de pequeño, a través de su madre, ella también pintaba, y al igual que él, su hija.



En su obra, Barceló se ha representado a sí mismo centenares de veces. Cuando tenía 20 años se retrataba como un felino. Con el paso del tiempo esa concepción ha cambiado, hoy, con 53, ya no se ve como un animal libre y algo salvaje, sino como un gorila. El paso del tiempo le da miedo pero también sabe que muchos pintores consiguieron sus mejores cuadros en la vejez.

No busca provocar, pero su obra y la forma de plasmar sus creaciones siempre crea polémica y es noticia en los medios de comunicación, por este motivo huye de los actos sociales y las presentaciones públicas, se ha creado la fama de solitario y huraño.

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El Magazine ha conseguido una entrevista con el pintor donde desvela detalles íntimos.

Cuando Miquel Barceló está en Mallorca, sale a menudo a bucear, a cazar pulpos, y esta tarde él mismo parece un octópodo avanzando en múltiples direcciones a la vez por las salas de la Collection Lambert de Aviñón, que este verano consagra a la obra reciente del artista mallorquín dos exposiciones (la otra es en el Palais des Papas y aún hay una tercera dedicada en su honor al arte gótico mallorquín).

Barceló pasea ante los grandes cuadros, va de aquí para allá, corre, quita uno, otro y otro más, disfruta descubriendo los secretos que sólo él conoce. Las telas pintadas al revés, contra la gravedad, con la pintura formando estalactitas; los retratos de un grupo de albinos africanos, cuyos rasgos aparecen como por arte de magia deslizando un pincel empapado de lejía sobre papel negro; las pequeñas esculturas realizadas con excremento de asno en honor de grandes de la literatura como Ramon Llull o ese grupo de ladrillos-cabezudos recién horneados en la vieja alfarería mallorquina que acaba de adquirir. Unas semanas después de la inauguración de las exposiciones en la ciudad francesa, Barcelona también recorrerá toda la obra de Barceló a través de una doble exposición en Arts Santa Mònica y CaixaForum, a partir del 15 de julio.

Pocos artistas vivos pueden presumir de tener cuatro exposiciones simultáneas de su obra. Pero Barceló no las tiene todas consigo. Casi treinta años después de que aquel jovencísimo artista español alcanzara la cima de su proyección internacional a su paso por la Documenta de Kassel, un sector de la crítica minimiza sus logros y cada nueva empresa es objeto de encarnizadas polémicas, provocando sonoros rifirrafes y fuegos cruzados entre admiradores y detractores. Mimado desde instancias oficiales y adorado por el público, nunca ha acabado de concitar el consenso crítico. Mientras, Barceló se muestra cada vez más huidizo y tacaño en sus presentaciones públicas, alimentando aún más su imagen de hombre solitario y pastor trashumante, de su taller en París a su casa estudio en Felanitx y de ahí a los acantilados de Bandiagara en el País Dogón, en Mali, una espectacular falla que domina la llanura de arena que llega hasta la frontera con Burkina Faso.

“España es un país muy agrio y cruel con sus artistas, todo es como la pelea a garrotazos de Goya. Siempre me pareció muy sospechoso eso de tener éxito tan joven; así los palos de ahora deben de ser a cambio de las flores que me echaron entonces”, dice. Luego emprenderá un viaje a pie por el Himalaya, de donde regresará cargado de material para sus nuevos cuadros.

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En presencia del propio Barceló, una trabajadora de la Collection Lambert de Aviñón retoca en la pared detalles de la presentación de la obra del artista mallorquín, que incluye muchos cuadros inéditos

En su obra, Miquel Barceló se ha representado a sí mismo centenares de veces. Cuando tenía 20 años se retrataba como un felino. Hoy, con 53, ya no se ve como un animal libre y algo salvaje, sino como un gorila. Pensativo y sereno. Contemplado por todos pero siempre solo. La metáfora del artista al que el triunfo no parece haber domesticado. Pero hay muchos otros autorretratos, centenares de Barcelós posibles: sepultado bajo montañas de libros como el lector voraz que es; abandonado a su propia excitación en el taller o como un sádico de cuya cabeza brotan ramas espinadas; como una rotunda calavera, un pulpo, un bacalao o una foca marina.

Esta tarde se detiene, divertido, ante uno en el que aparece con su pelo de ardilla disparado hacia el cielo y un enorme porro entre los labios. No hace mucho, el pintor desvelaba, en una conversación con Maria Hevia y Jaume Reus, recogida en el catálogo de la exposición Barceló 1973-1982, un capítulo poco conocido de su vida: a mediados de los setenta, cuando contaba veinte años, su modus vivendi en Palma fue la venta de hachís.

A muchos de sus admiradores les sorprenderá saber que un día fue camello (vendedor de drogas en pequeña escala9.

Vendía chocolate, sí. Pero por poco tiempo, dos, tres años como mucho. Por suerte para mí, porque no era muy bueno y en aquella época el trapicheo era una actividad de mucho riesgo, muy peligrosa. En Barcelona también vendí en alguna ocasión ácidos, pero no es que tuviera vocación de narco ni nada de eso. Me sacaba lo justo para comprar pintura y para comer. Cada vez que reunía 100 pesetas salía corriendo a comprar telas y látex.

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Barceló observa de cerca un autorretrato en el que aparece en medio de una biblioteca en muchos de cuyos libros se pueden leer títulos y autores, como Stevenson

Y explicaba, también, que el consumo de droga le llevó a una suerte de psicosis.

Es que en aquella época iba colocado todo el día, fumaba porros desde la mañana a la noche. Pero lo dejé de forma radical. A mi alrededor empezó a morir mucha gente. Mis amigos yonquis… Daba miedo. Y no sólo en Palma o Barcelona, también en París o Nueva York. Fue durísimo. Alguna vez he dicho que mi generación dio poquísimos poetas, pocos pintores, bastantes guitarristas pop y muchísimos yonquis. La droga fue devastadora para la gente de mi quinta. Y luego vino el sida. Los muertos a causa de la droga y el sida entre la gente de nuestra generación equivalen a los que en otro momento se cobró la Segunda Guerra Mundial. Pero este es un tema muy cruel: hay que tener mucho cuidado y no frivolizar.

A usted, ¿qué le salvó? ¿La pintura?

Hace mucho dije, o escribí en uno de mis libros, no recuerdo muy bien, que pintamos porque la vida no basta, y luego en Cuadernos de África añadía: “Aquí en Gao, la vida sí basta. Es casi excesiva. Un buen lugar para parar…”. Me he preguntado muchas veces por qué pinto. Pero cada respuesta es una nueva pregunta, y ni siquiera sé si hay una respuesta definitiva. Está claro que pintar es mi forma de vida: no hago otra cosa y nunca he tenido tentaciones de dejarlo. He pensado a menudo en gente como Oteiza o Rimbaud, que en un momento de sus vidas decidieron detenerse, o en Antonio Saura, que dejó de pintar durante un tiempo. Yo siempre tengo ante mí cosas que quiero hacer. Y en todo caso pintar es una forma de vivir. De vivir apartado, pero de vivir intensamente.

Miquel Barceló

"España siempre ha sido cruel con sus artistas”

Texto de Teresa Sesé

Fotos de Àex García

Miquel Barceló es un creador volcánico, un artista incansable y siempre sorprendente al que el público admira por su autenticidad. En esta entrevista, el pintor mallorquín desvela detalles íntimos, como que el fracaso también es parte de su trabajo y que su propia energía le ha llevado a destruir buenos cuadros que ya sólo existen en su memoria

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El artista entra en una sala en la que se instalan cuadros con peces y animales marinos, muy presentes en su obra

¿Qué es lo que le empuja una y otra vez hacia el taller?

La angustia, la curiosidad… Siempre trabajas con tu propia vida. Luego tienes momentos de placer y momentos de angustia, pero eso casi da igual. Es la intensidad lo que importa. Que el proceso de creación de un cuadro sea placentero o doloroso es indiferente. Lo que queda en la memoria es la intensidad del momento. Como en el amor. A veces es placentero, a veces es doloroso, pero siempre quieres volver a ese estado. Toda mi vida gira alrededor de ese centro. Paso muchos meses encerrado en el taller, solo, trabajando día y noche, sin grandes fiestas. Las vidas de los pintores son sus obras, y en ese ámbito privado que no se ve hay también muchos fracasos, muchas empresas fallidas.

¿Cómo vive el fracaso?

Como algo necesario. Un artista ha de poder permitirse cualquier osadía. Cada cuadro es como un milagro. Siempre hay un momento donde todo parece que se derrumba, ves venir el desastre, y ese vértigo, esa sensación de fracaso asusta, pero al mismo tiempo me resulta necesaria para seguir trabajando.

¿Y qué pasa cuando ese milagro no se produce?

Recuerdo un cuadro enorme que pinté hace años. El tema era extrañísimo: tres pingüinos borrachos en París bajo la nieve. Me encantaba. Estaba extendido en el suelo, como pintaba en esa época, y tenía muy buena pinta. Pero con la misma energía que utilicé para pintar el cuadro, lo destruí. Fue casi como el acto de matar al toro al final de la faena. Me ha pasado otras veces. Es como un exceso de energía que te impide detenerte y acabas destruyendo. Enseguida supe que la había cagado, que era un cuadro buenísimo y que nunca más volvería a hacerlo. Lo intenté, eh, pero fue imposible. Incluso le cogí manía. ¡Qué tonto! Hay que saber pararse en el momento adecuado y para ello hay que tener las antenas muy finas. Eso es para mí un fracaso. Pero, bueno, existió, aunque sólo fuera un momento, existió.

¿Sucede muy a menudo? 

No. Otras veces las obras simplemente quedan en suspenso. Como cuando intenté ilustrar Los 120 días de Sodoma, del marqués de Sade, aprovechando los relieves de la cueva donde vivo en África. A medida que iba dibujando aquellas escenas calientes, el viento las iba borrando, sin que a 500 kilómetros a la redonda hubiera una maldita cámara de fotos para poder registrarlo.

Y en esa voluntad de situarse al borde del abismo, ¿qué hace con el peso de la fama, del prestigio, para que no le abrume?

No puedes dejar que te abrume. Cuando trabajaba en la cúpula de la ONU en Ginebra, los primeros seis meses todo fueron fracasos técnicos, ninguna de mis intuiciones funcionaba y en algún momento incluso pensé en abandonar. En torno a la Navidad de 2007 –había comenzado en septiembre–, un día vinieron a visitarme responsables de las Naciones Unidas y de la Fundación Onuart. No se atrevieron a decirme que estaban acojonados, pero lo estaban. Les expliqué, y de paso creo que me lo explicaba a mí mismo, que el derecho al fracaso es uno de los derechos que tiene el artista, porque si no hay posibilidad de fracaso, tampoco hay posibilidad de avance. Y lo comparé con el derecho al suicidio, a que cualquiera pueda quitarse la vida cuando considere que ha llegado el momento. Creo que se quedaron con esto último, pensaron que estaba a punto de pegarme un tiro o algo así, porque me decían: “Tranquilo, tranquilo, todo va muy bien, tú no te preocupes…” Ja, ja, ja. Pero lo cierto es que fue muy duro tener que convivir durante seis meses, día a día, con esa sensación. Fue una buena lección para mí, de tesón y de aprender a no retirarme antes de tiempo. Y estuve a punto, se lo aseguro.

¿Qué siente ahora cuando regresa allí, bajo el inmenso mar?

Hace unos días organicé una visita con treinta amigos, muy buenos amigos, entre los que estaba el escritor John Berger. Puse colchones en el suelo, nos tumbamos y la contemplamos todos juntos mientras escuchábamos música africana. Fue fantástico, muy emocionante. Era la primera vez que veía mi obra sin angustia, sintiendo el placer físico de estar allí. Me encantó. Por fin.

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El pintor, en medio de los trabajos de montaje de una de sus exposiciones en Aviñón

Por cierto, el rumor persiste y aparece cuando y donde menos se espera: “La cúpula de Barceló se cae a pedazos”, insisten aquí y allá.

Lo sé, lo sé, pero ¿qué puedo hacer?. Seguramente dentro de algunos millones de años se acabará cayendo, como todo el edificio de las Naciones Unidas. Todo a la larga se acaba viniendo abajo. Es gracioso, porque con Louise Arbour, que en aquel momento era la alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, habíamos bromeado muchas veces a costa de las estalactitas. Ella me decía que estaría bien contar con un dispositivo que permitiera lanzar flechas desde el techo sobre aquellos delegados que siempre paralizaban la adopción de acuerdos. Ya ves. Es hasta cómico que después se haya escrito y hablado tanto de algo que nunca sucedió. Pero por lo visto no sirve de nada desmentirlo.

¿En algún momento previo intuyó que se acabaría armando aquella bronca?

Esperaba una cierta reacción por cuestiones políticas, o mejor dicho, que sería utilizada como arma política, como así fue. Pero de ahí a que alguien se fuera a inventar insensateces como que se está cayendo… Yo estoy muy contento de haberla hecho y de que esté ahí, es una obra pública y lleva su vida. ¿Qué puedo hacer yo? A veces pienso que como la obra es tan grande, tan ambiciosa, no está mal que las reacciones críticas hayan sido excesivas en todos los sentidos, desde las eufóricas a las más agresivas. A mi edad, no me voy a derrumbar por algo así.

Da la sensación de que cualquier comentario referido a su obra siempre circula bajo los efectos del exceso. Sea para elogiarle o para todo lo contrario.

Sí, y es excesivo sobre todo porque yo no busco provocar, no persigo la polémica como otros artistas. Que mi intervención en la catedral de Palma, por tratarse de un lugar religioso, suscitara cierta controversia es comprensible. Pero ¿por pintar la superficie del mar en la sede de la ONU? ¡Es como pintar una manzana! Es como pintar la vida, algo que siempre intentas hacer de nuevo y siempre tiene sentido. Son cosas que no dependen de mi voluntad y no son relevantes, pero sí desagradables y pesadas. Aunque insisto: ¿de qué me voy a quejar? He tenido la suerte de realizar una obra gigantesca por la que habría incluso pagado.

Su intervención en la catedral de Palma, esa piel de arcilla en la que recrea el milagro de los panes y los peces, también está dando mucho que hablar, y esta vez por motivos religiosos.

Sí, y hay quien parece que ha creído ver en mí el Anticristo. A veces pienso que va a entrar uno de esos iluminados con un martillo y la va a destrozar. Fueron tres años de duro trabajo, pero por suerte la pude realizar antes de que empezara esta guerra, esta vuelta a la irascibilidad por temas religiosos. Hace unas semanas visité la mezquita de Córdoba y vi horrorizado que se la están cargando. No sólo le han robado el nombre, ahora es una catedral, sino que la están llenando de mamotretos de los siglos XIX y XX, cosas espantosas cuya única finalidad es interrumpir la visión de ese espacio vacío que es la mezquita. Y lo peor de todo es que están destrozando esa maravilla, una de las obras de arte más importantes del mundo, sin que se produzca ninguna reacción en contra, ante la indiferencia general. Es sobrecogedor. Yo nunca he ocultado mi agnosticismo, y cuando trabajaba en la capilla de San Pedro recuerdo que incluso bromeábamos con el obispo sobre artistas del pasado, como Caravaggio, que pese a tener una vida y una sexualidad agitadas, realizó grandísimas obras de arte de tema religioso. Pero tengo la sensación de que hoy me habrían impedido realizar una obra de la que estoy muy satisfecho y que sólo es posible cuando físicamente estás bien. Si el encargo me hubiera llegado a los 80 años, lo único que podría haber hecho es enviar un proyecto para que otro lo realizara.

A Barceló le gusta también retratar a sus amigos, como lo haría un pintor de pueblo con sus vecinos. Mira, dice, el fotógrafo Alberto García Alix, que comparte pared con Michel Butor, el autor de La modification, y la crítica norteamericana Dore Ashton, quien lo ha señalado como el sucesor de Picasso, y él, que se hace el sordo cada vez que se lo recuerdan, le devuelve el piropo, todavía azorado, retratándola con 120 años, la cara arrugada y la mirada inteligente y a la vez inquietante de un simio. “Ninguno de mis retratos es amable”, observa, como si lo descubriera en ese momento. Un poco más allá señala un retrato del impresionista Edgar Degas con los ojos en blanco, mientras confiesa el pánico que le provoca la idea del pintor ciego; o ese extraño Renoir con los dedos retorcidos por la artrosis.

En su libro A mitad del camino de la vida, Dore Ashton le compara a Tintoretto por su furor, y ella misma lo ve a usted como un gladiador, luchando siempre en medio de la arena del circo. Para un artista como usted, para el que la pintura es una experiencia física, ¿qué significa que el cuerpo envejezca?

Acojona, sí. Y eso que no me faltan las fuerzas, trato de estar en buena forma, hago muchos kilómetros en bicicleta de montaña, buceo… Siempre he dicho que pintar es un oficio de viejos, se aprende poco a poco. Tiziano y Goya, por los que siento predilección, pintaron sus mejores cuadros a los 80 años. Goya siempre fue un grandísimo pintor, pero si hubiera muerto a mi edad habría sido sólo un pintor genial; el gran Goya empieza después. Claro que, desde esa convicción, uno tiende a pensar que todo lo que ha hecho hasta ahora es una mierda y que lo bueno está por llegar.

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En la pasada Bienal de Venecia, usted fue el único pintor entre los centenares de artistas que participaban. Una de dos: o no hay pintores en el mundo, o es una práctica obsoleta.

Yo no tengo esa sensación. Estoy haciendo arte moderno, contemporáneo y en movimiento. Eso es así. Pero ya me parece bien que la pintura no esté de moda, así no nos tocan tanto las pelotas. Desde que tengo uso de razón, oigo eso de que la pintura se muere. Pero es como Drácula, muere y resucita. Yo era muy fan de niño de Drácula, y cuando moría lo pasaba fatal, pero siempre le caía una gota de sangre que le daba la vida. La pintura es igual, la dan por muerta pero siempre resucita. Si la pintura estuviera siempre de moda, como lo estuvo en los años 80, sería insoportable.

Antes hablaba de su vida de taller y decía que su vida es el taller. ¿Dónde queda su vida familiar, sus hijos?

Ellos también han pasado muchas horas en el taller, los pintaba mientras ellos me pintaban a mí. Mi hija está a punto de empezar Bellas Artes y a mi hijo le gusta más la música…

¿Su hija es artista?

Sí, pero no hay sorpresa. Es una evidencia. Desde muy niña, antes de hablar, ya dibujaba. Me reconozco mucho en ella, y sé que le resultará difícil, pero no es algo que pueda escoger. Yo también sentí que no dependía de mi voluntad o, en todo caso, que mi voluntad era esa y no otra. Es algo natural que ha pasado muchas veces en el pasado. Pienso en familias de artistas como los Renoir, los Bruegel… También mi madre pintaba, aunque ella fuera una pintora de domingo. En mi casa no había televisión, pero sí pinturas, cuadros, aguarrás, libros de arte, y todo eso seguro que fue decisivo.

¿Cómo se llama su hija?

Prefiero no hablar mucho de ella, no le quiero cargar más piedras. Todavía está pensando qué hacer con su nombre, y yo no la puedo ayudar en eso. La puedo ayudar en todo lo demás, en la vida.

¿Continúa escuchando flamenco?

Sí, claro. Ahora mismo estoy disfrutando enormemente con Mayte Martín. Me encanta su último disco, Al cantar a Manuel, lo he regalado a un montón de amigos. Y, por supuesto, no he dejado nunca de escuchar a Camarón. Cuando estoy en África lo escucho tanto que mis amigos de la aldea se lo han aprendido de memoria. Les entra muy bien y cuando menos te lo esperas los oyes cantar Canastera.

Por cierto, tengo entendido que su casa en la aldea de Sangha, en el País Dogón, al sur de Mali, es un centro de peregrinación para turistas occidentales de paso por África.

Sí, siempre, demasiadas visitas. Franceses, americanos… A veces pienso, bueno, si al menos sirve para que la gente de aquí se saque unas perras… Hace poco, estaba desayunando a las 6 de la mañana, y llegó un chico con una carta en la mano de mi amigo el pintor Cy Twombly pidiéndome que lo recibiera. Otra vez llegó Umberto Eco y compartimos la única cerveza que tenía en casa con otras diez personas. Allí todo el mundo aparece sin avisar. Llegan y tú los recibes.

Recientemente Isaki Lacuesta ha rodado una película, Los pasos dobles, uno de cuyos ejes es la representación de Paso doble, la performance que ha venido realizando con el coreógrafo Josef Nadj por diferentes lugares del mundo desde su estreno en el Festival de Aviñón de 2007. Pero también sobre su vivencia africana. ¿Por qué ha decidido abrir la puerta del que tal vez era su espacio más íntimo y enigmático, sobre el que detractores y admiradores proyectaban todo tipo de fantasías y leyendas?

La película no trunca esa intimidad. Desde hace veinte años me proponen rodar una película en África, incluso amigos íntimos. Yo siempre me había negado. Me daba miedo la brutalidad de un equipo de cine ahí, en un lugar tan particular y tan frágil al mismo tiempo. Isaki Lacuesta me pareció que tenía la sensibilidad necesaria para pasar por allí sin violentar nada. Siempre había pensado que el cineasta ideal habría sido Werner Herzog, pero el Herzog zumbado de hace treinta años. Y creo que Lacuesta es un poco eso. Estoy contento, la representación de Paso doble allí en el poblado, con la última luz del día, fue emocionante. Era también una forma de llevarles un regalo.


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