Crónicas de cuarentena: Mapa inservible para conseguir coca en Tarija

Gamoneda y Circunvalación, dos cuadras antes, dos cuadras después. 10.30 de la mañana. La feria instalada en la jardinera es lo de menos. Alrededor se identifican numerosos jóvenes y no tan jóvenes con paso ligero, saltando de tienda en tienda. Miran, voltean. Corretean para cruzar. Alzan la mirada y la expresión es inconfundible: No hay coca.

La misión no es tan difícil: conseguir un par de onzas para mi suegra, consumidora voraz de las que la digieren bien y que se ha ganado el derecho de consumirlas en paz cuando le venga en gana, pero viendo las caras queda claro que no va a ser tan sencillo.

“No hay joven”, “¿Cuáaando habrá?, joven”. A mi doña ni le pregunto porque ya hace dos semanas que no atiende ni tocándole el portón de atrás. “No puede ser”, me digo mientras vuelvo al auto barajando las opciones.



Paso el control policial del avioncito, sigo hasta la Colón y me adentro a los confines de Lourdes. “Ajá, no contaban con mi astucia” me digo mientras cruzo los dedos confiando en que las tienditas que abastecen a los taxitrufis y micros de final de línea hayan tomado buenas previsiones.

“Naranjas”, que diría el Ñato. Una señora ya entrada en años con la polera morada al revés parada en la persiana de una tienda con letrero grande que dice “coca” me ve las intenciones y se acerca al vidrio. Le sonrío ampliamente confiando en viejas experiencias:

“¿Seguro que no tienen” – le pregunto. “¿Cuánto quiere?” – me pregunta con voz solidaria, como si entendiera mi necesidad. Esta es la mía, me digo. “20 pesos” le digo. De repente me mira como si hubiera visto un fantasma. O un loco. ¿20 pesos acabo de decir? ¿Quién va a pedir 20 pesos en tiempos de escasez? “50 pesos” trato de corregir. “¿A qué hora puede volver?” me dice medio decepcionada por la escasa expectativa de negocio que finalmente no se producirá.

“Vamos a la parada del Norte”, me digo mientras pienso que solo ahí pueden quedar los últimos taques de Tarija dispuestos para la comercialización mientras me conjuro para no hacer el boludo la próxima vez, al tiempo que hago cuentas entre onzas, libras y medios kilos – “más vale prever”, “un poco de agio no está mal”, “igual puedo venderlo en el barrio” y otros pensamientos propios de la época – y chequeó la nota del Tribuno que habla de acullicos a cinco dólares y otras especulaciones varias en la vecina Salta.

No hay, no hay, no hay. Ni doña Cilma, que dice que me conoce cuando le pregunto por los escondiditos y la subida brutal de precios, dice que no tiene y que no va a tener hasta tal vez el sábado, o el domingo. Es verdad que los camiones no están llegando y que la gente tiene pocas que hacer, y coquear es una de las más baratas. O era.

Vencido y desarmado, quemando últimas balas que parecían infalibles y ya bordeando la hora de volver a casa, decido dar la cara y pasar por donde mi suegra a comunicar mi derrota: “No hay coca” digo tratando de sonar convincente y dispuesto a contar toda la peripecia. “¿No hay? – dice – compartamos entonces – complementa mientras señala una bolsa reluciente de 25 pesos recién conseguida por mi cuñada, ferviente detractora pero abnegada hija. “No gracias, ya voy a conseguir”.

Fuente: elpais.bo