Congreso y democracia

image Por Sergio P. Luís, profesional independiente

El parlamento, cuando funciona libremente, se asocia con la democracia. Por eso es irracional pensar en su cierre en el afán de complacer a un gobierno que procura imponer leyes. Tampoco es consecuente con la democracia acosar a los congresistas, atropellando el derecho a disentir y a actuar con absoluta libertad. En países donde rige el estado de derecho, no existe la “persuasión” con cercos, acoso, insultos y agresiones, ni con la disparatada “acusación” de que la oposición no quiere o no coopera, en este caso, a un curioso “proceso de cambio”.

Que no prevalezca una propuesta sobre otra, es parte de la normalidad parlamentaria. No aceptar esto es de intolerantes, abusivos y violadores de la ley y de la libertad de pensamiento y de la acción política, que son derechos básicos para el ejercicio de la representación ciudadana.



En la historia parlamentaria hay muchos ejemplos de independencia que contrariaron  los propósitos del ejecutivo. Oponerse a lo que se considera injusto o perjudicial es un derecho. Un ejemplo: en un país donde internamente se cuestiona la pureza democrática del gobierno, hace poco en el parlamento se derrotó una iniciativa oficial que afectaba a los productores del campo. Hubo rabietas, pataletas, enojos, etc., pero nadie, absolutamente nadie, pensó en que, por haberse contrariado el designio de su obstinada presidenta, se tendría que cerrar el parlamento o promover una renuncia colectiva para forzar su clausura.

Hay que repetirlo: no vivimos en un estado de derecho; el populismo pretende ignorar leyes y derechos cuando algo se interpone al tan manoseado “proceso de cambio”. “No quieren elecciones” repiten lo áulicos, cuando es legítimo no aceptar las que están preparadas para el fraude, en el mejor estilo del chavismo.  Y en esto ya no hay lugar para el asombro. Cualquier torpeza se justifica y, para consolidarla, se desata la violencia de los llamados “movimientos sociales”, de los “Ponchos rojos”, de los cocaleros, de los colonos de San Julián, etc.; todos redivivos milicianos de los años cincuenta del siglo pasado.

En el Movimiento al Socialismo muchos dirigentes justifican ciegamente estas torpezas y las acciones de fuerza, ilegales y abusivas. Estos son los que, con esencia primitiva, elevan a categoría política su  desprecio a democracia. Pero también se sabe que hay algunos parlamentarios del MAS que, pese a su formación y, seguramente, a sus convicciones, son obsecuentes en su desempeño, y renuncian a la razón. Es, ciertamente, difícil comprender que políticos con experiencia y recorrido político, que se proclaman demócratas, no se alcen contra los atropellos, como el fraude electoral ya montado. El que a sabiendas respalda infamias, ciertamente defiende intereses inconfesables y siempre es obsecuente.

¿Será que, con la pretensión de cercar, cerrar o clausurar el parlamento, se procura castigar al congreso (también sería un autocastigo masista), porque los senadores de la oposición no se doblegan ante la imposición? Con sorprendente desparpajo, dicen que el presidente debe ignorar al primer poder del estado –el legislativo– e imponer su “proceso de cambio” con “decretazos”.

El gobierno podrá imponer leyes, como la electoral que consolidaría el  fraude, pero no convencerá a los hombres libres.