Jorge Lazarte R.
De Mandela puede decirse lo que decía Shakespeare en una de sus tragedias: “la Naturaleza podía decir al mundo: Este era un hombre”. Labró su destino en su historia excepcional. Con este Mandela se pretendió parangonar a Evo Morales. Los entusiastas no fueron pocos, y entre ellos Lula que llamó a Evo el “Mandela de América”. En los primeros años de “revolución cultural y democrática” era muy común aproximar el proceso boliviano contra el “neocolonialismo” con el proceso sudafricano contra el “apartheid”, ambos con raíces profundas en sus respectivas historias, y hondas cicatrices en el alma colectiva de sus protagonistas colectivos.
Sin embargo este entusiasmo no pareció compartir demasiado el mismo Mandela, que ni vino a Bolivia a la posesión del nuevo gobierno en enero del 2006, a pesar de la invitación; ni se dejo ver en Sudáfrica por Evo Morales que había declarado su propósito de reunirse con él. La información de que estaba fuera del país sonó a excusa. ¿Pesó en el ánimo de Mandela- que no tenía nada de antiamericanismo primario- el hecho de que en su gira internacional, Evo Morales, presidente electo, empezara por Cuba? Lo cierto es que Evo Morales nunca pudo ver a Mandela, ni nunca pudo obtener el premio Nobel, a pesar de la campaña orquestada.
De todos modos el uno no era el otro, ni en ideas ni en vida. La Asamblea Constituyente en Bolivia fue la prueba del contraste. Recordemos que el MAS sólo tuvo la mayoría absoluta en la Constituyente, y se negó a aceptar que el nuevo texto constitucional fuera aprobado por los dos tercios, porque ello le habría obligado a pactar y ceder. El país fue puesto al borde del precipicio por una Constitución impuesta “a las buenas o las malas” (EM). Mandela, por el contrario, dijo que se sintió “aliviado” de no contar con los “dos tercios”, porque pudo pactar con los “demás” para tener una Constitución que “sea de Sudáfrica y no del CNA” (su partido). Dos visiones y dos comportamientos contrapuestos en cuestiones de principio.
Este contraste no era casual. Mandela pensaba que había que “cicatrizar viejas heridas”; “olvidar el pasado” para construir un “futuro mejor para todos”; que la libertad era “indivisible” y que “nadie es realmente libre si arrebata a otro su libertad”; que los “blancos” son “compatriotas nuestros”; que compartía de “corazón” la idea de que no podemos seguir “culpando” a los “blancos” de nuestros problemas, sino que era hora de “mirarnos a nosotros mismos” asumiendo la responsabilidad de “nuestros actos”; que buscaba un Estado “sin homelands” (enclaves étnicos); que no estaba de acuerdo con el volkstaat; que Sudáfrica era “una nación” y “un pueblo”. No es un azar que la Constitución sudafricana proclame la “República” ni que su propósito sea construir una sociedad “abierta”. Estas claves de pensamiento no son precisamente las de la Constitución boliviana y son opuestas a aquellas que se impusieron en el país.
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Mandela nunca creyó que el proyecto político que había desarrollado en la cárcel durante tres de décadas, dependía de “tener” el poder todo el tiempo. Terminó su primer mandato de cinco años, renunciando a la reelección, y se retiró de la vida activa para asumir su condición de símbolo político y moral de la nueva Sudáfrica.
Mandela fue un verdadero hombre de Estado, y no de poder; un político ejemplar con fuerte sentido de la historia, donde los delirios se desvanecen; y un ciudadano, que los clásicos llamaban “virtuoso”.