Alexander, víctima de su país

Agustín Echalar Ascarrunzint-44213El fatal destino del niño Alexander ha conmocionado a los bolivianos y ha puesto en evidencia algunas de las peores partes de nuestro ser: por un lado, nuestra débil institucionalidad y, por otro, la mezquindad espiritual que campea por nuestros lares.A 10 días de los hechos, lo que se sabe es que tenemos fiscales tremendamente primarios y jueces que los secundan. Es atroz pensar que pueda haber algo de justicia en la detención, ya sea en recintos carcelarios o en detención domiciliaria, de seis personas, siendo que no hay la certeza de que tuvo lugar el horroroso crimen del que tanto se está hablando.La histeria de las masas, la reacción de la gente por querer encontrar al culpable de un crimen tan espantoso, y el deseo de un castigo mayor al que la ley dictamina, son comprensibles, y se da en todas las sociedades. Pero, es precisamente por eso que las autoridades, los líderes de opinión y la prensa, en general, están llamados a poner paños fríos y a abstenerse del menor tipo de sensacionalismo.El que una diputada electa pida la renuncia del gobernador, o el que la ministra de Transparencia responsabilice al Defensor del Pueblo de lo sucedido,  demuestra que tenemos en cargos importantes a personas oportunistas, que están dispuestas a todo con tal de seguir con su agenda política, que ante estas situaciones se muestra aún más burda.Buscando un violador, que tal vez no existe, se han cometido grandes injusticias y se está desaprovechando la triste oportunidad de ir a reflexiones más serias, que podrían llevarnos a mejoras en nuestra sociedad.El caso de Alexander no tiene que ver con violencia sexual a niños, sino con nuestra verdadera realidad, esa realidad tan banalmente manejada desde hace unos meses, cuando el primer o segundo hombre más poderoso de este país dijo que ahora los niños vienen con dólares bajo el brazo.No, no es así, un porcentaje importante de los niños bolivianos vienen con su certificado de defunción bajo el brazo. Más de 35 niños de cada mil que nacen en Bolivia mueren antes de cumplir el año,  (estamos hablando de más de 3.500 niños al año, o si se quiere 10 cada día).Alexander está dentro de esa cifra, y es que por sus propias características, él pertenece precisamente a la población infantil más vulnerable. ¿Debe eso tranquilizarnos? ¿Debe eso hacernos suspirar y decir, así es la vida? Por supuesto que no, pero, sin lugar a dudas, ese marco general puede ponernos en mejor perspectiva.El niño en cuestión era hijo de padres jóvenes y alcohólicos. Miserables ya ellos, víctimas de las miserias de su medio, el niño fue rescatado de sus manos y pasó, primero, a un hogar de acogida y, luego, al Hogar Virgen de Fátima, que funciona -dependiendo de cómo se lo quiera ver- maravillosamente, considerando el bajo presupuesto que tiene y las ingentes deficiencias con las que funciona, eso sí, debido al bajísimo presupuesto con el que cuenta.En estos años de bonanza los hogares no han recibido mayores respaldos; más bien han recibido más niños. Tengo entendido que debido a la nueva Ley de Familia las adopciones se han hecho tan engorrosas, que prácticamente están paradas. Eso ha causado un mayor hacinamiento en los hogares, con los consecuentes mayores riesgos en la salud de los niños.El Estado Plurinacional tiene serias falencias con el destino que está dando a los dineros con los que hoy cuenta Bolivia, no sólo con los gastos suntuarios del Presidente, que son inmensos, sino con el manejo de los bonos universales, que es cuestionable, porque a través de los mismos se bota dinero, repartiéndolo entre gente que no lo necesita.Una política que haga énfasis en los sectores verdaderamente pobres y vulnerables, y un manejo de las leyes, que sea hecho escuchando a los actores, antes que a los prejuicios políticos, podría evitar muertes como la de Alexander.No se trata de buscar culpables genéricos de esta tragedia particular; se trata de aprender la lección  de, en primer lugar, dotar de más dinero a los orfelinatos y de destrabar las adopciones.Página Siete – La Paz