Drogas y democracia

eltiempo.com / editoriales

La segunda sesión de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia empezó hoy en Bogotá en un marco más que elocuente. Con México, Venezuela y Brasil -además de Colombia y otras naciones del área- seriamente afectados por el tráfico de drogas, es cada día más fuerte la convicción entre los gobiernos y las autoridades de que el narcotráfico no es simplemente una amenaza para la seguridad, sino, de manera creciente y aguda, para la democracia y la estabilidad, tan laboriosamente ganadas en el subcontinente en los pasados veinte años.

Muestra de ello es la propia conformación de la Comisión y la participación en ella y en sus reuniones de ex presidentes y altos dignatarios, que lideran el proceso de debates y análisis, que debe culminar en la revisión que se hará de la estrategia antidrogas fijada por las Naciones Unidas en su Asamblea General Especial de junio de 1998, la cual, poco más o menos, anunció un mundo libre de drogas para el 2008. Pasada una década, la bancarrota de la estrategia represiva contra la producción y el consumo de drogas ilícitas no puede ser más evidente, y urge un cambio de dirección.



En el año 98, todos los ojos estaban puestos en Colombia, centro del tráfico de cocaína, y la estrategia -acabar con el fenómeno en las zonas de producción- se materializó en la millonaria ayuda del Plan Colombia y en la aspersión aérea de los cultivos de coca. Diez años y más de un millón de hectáreas fumigadas después, Colombia sigue produciendo cerca de 600 toneladas de hidroclorato de cocaína, y la superficie sembrada (que disminuyó al comienzo) viene aumentando. El panorama en el área andina, donde Perú y Bolivia también cuentan con cultivos, es igual: la superficie sembrada y la capacidad de producción no registran una mella importante.

Lo nuevo es que, pese a esos esfuerzos (y, según no pocos, quizá gracias a ellos), ahora el «problema» no es solo Colombia. El descubrimiento de un narcotúnel de 140 metros bajo la frontera con Estados Unidos es solo el último episodio del impresionante crecimiento del narcotráfico en México. El fin de los grandes carteles de Medellín y Cali no solo llevó a la sofisticación y atomización organizativa de los ‘baby cartels’ en Colombia, sino a que poderosas organizaciones criminales mexicanas se apoderaran de la parte del león del negocio, con brutales secuelas. Asesinatos por cientos, acciones sicariales contra funcionarios, cabezas cortadas, intimidación de periodistas, bandas especializadas como los Zeta y secuestros se han vuelto, después del 2000, moneda tan corriente en México como lo fueron en los 90 en Colombia.

En Brasil, el control de las favelas y las cárceles por los narcotraficantes es abrumador y plantea desafíos cada vez más serios. La reciente negativa de dar visado al zar antidrogas de Estados Unidos sólo es el reflejo de la importancia que ha cobrado el narcotráfico en Venezuela, país que rompió en el 2005 su colaboración con la DEA y se ha convertido en lugar de paso de la droga colombiana. Todo ello, para no hablar del aumento del consumo en otras partes, de la estable demanda estadounidense, de los nuevos mercados en Europa o del «descubrimiento» que han hecho los narcos de Estados frágiles en África occidental para usarlos como rutas de paso hacia el Viejo Continente.

Diez años y el negocio está más boyante que nunca y la democracia más amenazada que antes. Si América Latina y las naciones afectadas por tráfico de drogas ilícitas no le plantan cara al estruendoso fracaso de la estrategia estadounidense y plantean alternativas sólidas, en otros diez años la discusión podría muy bien ser, no la de cómo enfrentar a grupos criminales organizados, sino la de cómo hacerlo ante narco-Estados. Revaluar la política fallida y formular nuevos caminos es lo que busca precisamemte la Comisión que hoy se reúne en Bogotá.