Comunidades de las calles

Editorial de La Razón.

La promiscuidad en la que viven permite que sean madres o padres desde temprana edad. Como quiera que pasan días enteros de hambre, a sus hijos les ocurre lo mismo y algo peor: por lo general son “alimentados” con los inhalantes que consumen sus progenitores.

Hablar de comunidades nómadas de las calles parece más una alegoría verbal, pero su existencia es una lacerante realidad en Bolivia. Esto está ocurriendo, a la vista de todos, en las tres principales ciudades del país. Por causa de la degradación humana que sufren a causa del consumo de drogas como la clefa, el thinner y el alcohol, familias enteras deambulan en grupos por La Paz, Santa Cruz y Cochabamba.



Hace tiempo fueron sólo grupos, pero ahora constituyen verdaderas comunidades, tanto por la cantidad de sus componentes como por la solidaridad social y familiar que adquieren. Esta circunstancia determina que incluso manejen códigos de actitudes y lenguajes propios entre sus miembros.

A estas insólitas comunidades en La Paz se las llama de “cleferos”, en Cochabamba de “polillas” y en Santa Cruz de “palomillos”. En efecto, forman grupos nómadas, familias grandes que se ubican en un lugar pero, cuando perciben el peligro, van moviéndose de un lado a otro. Siempre están juntos, para protegerse. Así forman, efectivamente, comunidades y hasta alcanzan a tener sus propias ciudadelas.

Su composición es heterogénea, pero principalmente la integran niños y niñas de 12 años para adelante, con lo que quedan también involucrados adolescentes e incluso personas mayores. La promiscuidad en la que viven permite que sean madres o padres desde temprana edad. Como quiera que pasan días enteros de hambre, a sus hijos les ocurre lo mismo y algo peor: por lo general son “alimentados” con los inhalantes que consumen sus progenitores.

Pese a tanta miseria, hay también madres que se resisten a drogar a sus hijos y, recurriendo a la

limosna o a los robos callejeros, procuran alimentarlos con leche y alguna otra comida. No obstante estos esfuerzos, las probabilidades de que los recién nacidos lleguen al primer año de vida son nulas, debido a las enfermedades a las que están expuestos, aunque sobre todo por la mala alimentación o simplemente por el hambre.

La aparición de los menores en las calles es el resultado de la migración y de la ruptura familiar. Las causas más frecuentes para que ello ocurra son: la violencia intrafamiliar; la presencia de un padrastro o una madrastra que maltrata a los niños que no son suyos y, también a los propios; así como el fracaso escolar. Estos factores determinan que los menores de edad escapen de sus hogares y encuentren un imaginario “albergue” en las calles. Personas que conocen esta situación consideran que la mayoría de los niños que actualmente viven en las calles son parte de la segunda generación de adictos.

Esta cruda realidad ha sido reflejada en la sección de Historias, del último domingo, en La Razón.

¿Qué hace el Estado frente a este drama? Poco o casi nada. Asigna apenas seis bolivianos diarios por cada infante que vive en un centro de acogida; por supuesto que esa exigua suma resulta insuficiente para atender a cientos de niños de la calle. Sólo en la ciudad de Cochabamba se calcula que hay 600 “polillas”; se supone que en La Paz y Santa Cruz son muchos más.

Los pocos centros de acogimiento que funcionan no tienen la infraestructura adecuada ni los profesionales necesarios. Las improvisaciones, en estos casos, les cuesta muy caro a las sociedades.