Hacia el fin de la democracia

Editorial. Los Tiempos.

Es verdad que todavía hay resquicios de libertad. Pero por lo que se ve, y por lo inútiles que son esos espacios aún vigentes para hacer frente a la ofensiva gubernamental, hay razones para temer que estamos cruzando un punto sin retorno.



En un par de editoriales publicados en esta misma página durante las últimas semanas, al comentar lo ocurrido en la localidad de Porvenir, en Pando, el pasado 11 de septiembre, decíamos que esos sucesos, por sus múltiples consecuencias, tenían todas las características de un hito histórico, uno que marcaba en Bolivia el fin de una época y el inicio de otra; el fin del Estado de Derecho y el inicio de un nuevo régimen.

Desgraciadamente, muy a nuestro pesar, debemos manifestar que los hechos tiendan que confirmar que así de grave es lo que está ocurriendo en nuestro país. 26 años de democracia arduamente construida, con todas sus imperfecciones pero sobre todo con sus indudables cualidades, están llegando a su ocaso.

Que eso suceda no debería sorprender a nadie, pues desde sus primeros discursos, al asumir el mando de la nación, tanto el presidente Morales como el vicepresidente García Linera fueron sinceros al anunciar que ése, y no otro, era el principal objetivo de su gobierno. Dijeron que las urnas les habían dado el gobierno pero que eso no era suficiente, pues aún les quedaba pendiente la tarea principal: la conquista del poder. Por supuesto, se referían al poder total, no a uno limitado por las instituciones de la democracia republicana, a las que nunca dejaron de despreciar sin ambages.

Durante los primeros dos años y medio de su gestión, los operadores del gobierno, en todos los frentes trabajaron eficientemente –hay que reconocerlo– para lograr ese objetivo. De manera sistemática fueron socavando las bases del Estado de Derecho, pero se cuidaron de hacerlo solapadamente y sin propinarle el golpe final mientras las “condiciones objetivas y subjetivas” no estuvieran plenamente dadas.

Muchas de esas condiciones las fueron creando con paciencia y habilidad. Pero eso no habría sido suficiente si, paralelamente, una descomunal cadena de errores cometidos por todas las vertientes de la oposición contribuía con lo suyo. El optar por las acciones de hecho, repudiables desde el punto de vista de la legalidad y de los valores democráticos, fue el error último, el fatal, que abrió las compuertas de lo que ahora vivimos.

Como era de temer, la oportunidad no fue desaprovechada por los conquistadores del poder total. Y lo hicieron respaldando su estrategia con una nutrida andanada de fuego mediático, que logró lo más difícil: dar aspecto de legitimidad a lo que en circunstancias normales no merecería más que el repudio universal.

El resultado es que, como en los peores tiempos de las dictaduras militares, palabras como “refugiados”, “confinados” “deportados”, “torturados”, “desaparecidos”, han vuelto a ser cotidianas en los titulares de prensa. Los abusos cometidos al amparo del Estado de Sitio en Pando, la manera irregular como fueron detenidos ciudadanos sospechosos de haber participado en actos de violencia son, entre otros, indicios de que Bolivia se encamina, si no ha llegado ya, a la conclusión de su más prolongada experiencia democrática.

Es verdad que todavía hay resquicios de libertad. Pero por lo que se ve, y por lo inútiles que son esos espacios aún vigentes para hacer frente a la ofensiva gubernamental, hay razones para temer que estamos cruzando un punto sin retorno. Si alguna esperanza queda, es que la sociedad civil sea capaz de reaccionar. Tarea muy difícil, pues no cuenta ni con líderes, ni organización, ni plan que guíe sus actos.