´Marchando´ Diferencias: La huella de 1990


Erika Brockmann Quiroga

ERICKA El ingreso victorioso y festivo de la marcha indígena por el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (Tipnis) al corazón de Nuestra Señora de La Paz me obligó a evocar la Marcha indígena por la dignidad y el territorio de 1990 y su huella imborrable en la construcción democrática, entonces todavía rodeada de amenazas. Como muchos, atesoré ese evento como algo digno de recuperar del baúl de los recuerdos. Siendo secretaria general de la Prefectura de La Paz durante la gestión de Fernando Cajías, se nos encomendó hacerle seguimiento, conscientes de que se trataba de una demanda histórica emancipadora impostergable.

Desestimada la sugerencia de respuestas represivas, comprobamos que la columna encabezada por Noé, Fabricano y Ticuazu no bloqueaba ni agredía y que su carácter pacífico era un dato que la visión progresista del presidente Paz Zamora y de sectores de su partido consideraron clave para generar una respuesta estatal respetuosa de los derechos humanos. Al contrario que el caso Tipnis, se privilegiaron tareas disuasivas para encarar las tensiones mediante estrategias no publicitadas de acercamiento de personas que oficiaron de ‘conectores’ para avanzar en la imprescindible tarea de construir confianza entre las partes y recoger el estado de ánimo de sus protagonistas.



El día del histórico encuentro del presidente con los marchistas, bajo la sombra de los naranjos y el olor a níspero de la región yungueña, no faltaron quienes interpretaron el gesto como demostración de debilidad y pérdida de autoridad frente a demandas territoriales que derivarían en el reconocimiento de republiquetas que trabarían la difícil construcción del Estado nación inconcluso. Fue cuando los indígenas rechazaron el ofrecimiento gubernamental de vehículos, convencidos del valor simbólico de su presencia digna, tras cada paso que les permitiera superar la Cumbre hasta ingresar a la plaza Murillo y sellar su travesía con una misa en la catedral metropolitana de La Paz.

En este contexto nació sin estridencias el decreto 22610, un verdadero hito. Sin improvisaciones se declaraba al Isiboro Sécure como un espacio perteneciente a los pueblos indígenas moxeño, yuracaré y chimán, coherente con la idea del desarrollo sostenible paralelamente expresada en la ‘pausa ecológica’, la condonación de deuda externa a cambio de protección del medioambiente, la ratificación del Convenio 169 de la OIT, la aprobación pionera de legislación medioambiental en la región y la creación del Fondo de Desarrollo de los Pueblos Indígenas en la Cumbre Iberoamericana de 1992.

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Fue un momento de encuentro y unidad que impulsó la ‘visibilización’ y el consiguiente reconocimiento de los pueblos indígenas que, más allá de la idea de tierra y territorio, demandaban sentirse parte de una comunidad nacional todavía excluyente. Lo constaté al entregar las cédulas de identidad a los marchistas, emotivo momento que confirmaba su condición de ciudadanos de la República.

Ocurrió hace 21 años, sin pretensiones fundacionales ni revolucionarias, abriendo brechas y nuevos caminos, convencidos, como Fernando Vargas, dirigente del Tipnis, que “lento –y sin broncas– se llega más lejos”. Hoy, sin embargo, nos equivocamos, porque el poder del MAS encapsula, confunde, divide, ofrece diálogo mientras descalifica, plantea unidad mientras reprime, retrocede e improvisa negando, en este caso, lo aprendido en 29 años de vida en democracia.

El Deber / Los Tiempos


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