Ramiro Calasich G.
“Tenemos que aprender todos a vivir juntos como hermanos, si no queremos perecer juntos como idiotas” (Martin Luther King)
“No nos vean como sus enemigos. Somos sus hermanos de carne y hueso. Queremos seguir viviendo en paz,… somos sus hermanos”. Cuando Adolfo Chávez, presidente de la Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (CIDOB), lanzó esta frase contra las acciones represivas del ejecutivo, no sólo expresó legítima indignación y clamor por tolerancia, sino que desnudó la esencia del actual gobierno: autoritarismo, craso y ladino. La frase lapidaria contra el régimen feroz vino de una mujer indómita, Miriam Yubanore, presidenta de la Organización de Mujeres de la Subcentral TIPNIS(1): “El proceso de cambio no se construye maltratando al otro”.
Ambas arengas nos recordaron que, por encima de rencores subterráneos, reales o prefabricados, existe un cordón umbilical que nos une de forma indeleble: nuestra condición humana; y cuando un régimen la mancilla, muestra su verdadera podredura moral.
Fue precisamente la marcha de los indígenas de tierras bajas la que enseñó que, frente a la autocracia trapera y a la oposición desunida por cálculo microscópico y egolatría mórbida, la última frontera que tenemos para defender la Democracia y así evitar caer en la barbarie -estilo Somalia, no estamos muy lejos-, es la edificación de la unidad desde la ciudadanía a través del retorno a los valores humanos que sirven de base al régimen democrático: libertad, igualdad, dignidad, tolerancia, etc.
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La otra lección de unidad vino de las pasadas elecciones judiciales. Pese a los datos mañosos, el resultado muestra a una ciudadanía unida en el hastío por tanto abuso de poder -voz coreada en el reproche pero dispersa aún en las acciones-, repudio que se acrecienta con cada dislate que sale de Palacio de Gobierno.
Ambos hechos muestran la presencia de una vigorosa, aunque aún subterránea, tendencia ciudadana orientada hacia un destino diferente, donde prevalezcan la verdad y los principios antes que la engañifa y los desquites, la unidad y el progreso antes que la refriega y el atraso. De no forjar la unidad que encauce el descontento creciente, en la perspectiva del fortalecimiento del régimen democrático, podríamos asistir a un levantamiento espontáneo de infaustas consecuencias (no olvidemos que la estafa histórica que nos malgobierna se encumbró en la descarriada cresta popular que asoló el gobierno de Sánchez de Lozada, octubre 2003) o a la consolidación de un régimen que nos dirija, a paso indolente de verdugo, rumbo a la barbarie.
Sin lugar a dudas, frente a este extravagante proyecto de poder, que ahora implosiona en cámara lenta debido a su inviabilidad política –norte en el pasado, ideología esotérica, racismo como bandera- y a su ineptitud grosera, y ante una oposición que se cotonea antes que unirse para frenar tanta atrocidad, ha llegado la hora de forjar la unidad de bolivianos y bolivianas desde la propia ciudadanía, sin restricciones, bajo tres premisas que luego deberían dar vida a un programa mínimo: reconciliarnos con el pasado, recobrar nuestros valores y asumir nuestra responsabilidad ciudadana.
1. “El pasado es un prólogo”
¿Qué tal si en vez de exaltar nuestras diferencias para distanciarnos o, peor, para enfrentarnos, las reconocemos para entender que, así diferentes como somos, todos venimos de las mismas raíces que nos enlazan de forma inconmovible? Por ejemplo:
-Somos herederos de un pasado prehispánico de una inconmensurable riqueza cultural, forjada al calor del desarrollo de un conjunto de pueblos que habitaron nuestra diversidad geográfica y que coexistieron de manera pacífica, pero también agreste y violenta.
-Somos herederos del conquistador español que llegó a nuestras tierras guiado por la codicia, pero también por el coraje y un inquebrantable espíritu aventurero y de progreso.
-Somos herederos de la mezcla violenta, pero también fecunda, entre pobladores nativos y colonizadores ibéricos, cuyo resultado fue el nacimiento de una fisonomía particular y diversa que supo mantener raíces ancestrales, teñidas de nuevos valores y vivencias.
-Somos herederos de un inquebrantable espíritu autonomista, expresado de forma serena, pero también conspirativa y cruenta. Desde la renuente y díscola Real Audiencia de Charcas, a las audaces y atroces rebeliones indígenas; de los heroicos e interesados levantamientos criollos, a las republiquetas corajudas y disgregadas; de las conspiraciones oscuras de los doctores altoperuanos que promovieron el nacimiento de un nuevo país, al arribo de los ejércitos libertarios que entendieron nuestra vocación independentista.
-En fin, somos herederos orgullosos de esa historia, fecunda y feroz, diversa y dispersa, pero articulada por un principio que nunca se alejó de nuestras mentes y corazones y que sólo se expresó en formas y tonos diferentes –ardientes o sosegados-, y que el mariscal Antonio José de Sucre supo comprender al señalar que el Alto Perú “parece que quiere ser sino de sí mismo”(2), afirmación iluminada que luego fue refrendada por el Acta de Independencia de las Provincias del Alto Perú (hoy Bolivia) que expresa, desde entonces, nuestra “voluntad irrevocable”(3) de gobernarnos por nosotros mismos.
Vista así nuestra historia, podría acusárseme de ingenuidad (¡sacrílego!), además de ignorar, sin pudor, las brutalidades de los opresores y la heroicidad de los oprimidos; e incluso de desconocer el papel protagónico, admirable o ruin, de héroes y villanos.
En realidad, cuánto daño nos ha hecho, y nos hace, esa visión tuerta de la historia que destaca únicamente la visión de unos o de otros: clases, razas, regiones, etc.; nos deja un sabor doliente que empuja a vernos a nosotros mismos con cierto apocamiento: “Así somos los bolivianos…”.
Sin embargo, cuando estudiamos con seriedad cada hecho histórico, sin romanticismos fatuos, sobre todo aquellos más usados para fomentar divisiones artificiales o para despertar una ociosa sed de venganza (época prehispánica, colonia, levantamientos indígenas, creación de la república, guerras, revoluciones, etc.), es bueno reconocer que en la lucha por o contra el poder, unos y otros cometieron errores e incluso atrocidades, pero también labraron el futuro o por lo menos nos legaron, queriéndolo o no, lecciones cardinales. Intentar explicar estas acciones, más aún, justificarlas, ignorarlas o censurarlas, fuera de su contexto real, es apelar a una moral coja que ha servido y sirve de inspiración a miradas arbitrarias y acciones intolerantes que siempre terminan reescribiendo la historia con sazón y maledicencia.
No hay que olvidar que, para el autoritarismo (de toda ralea), no hay nada mejor para esconder sus oscuros propósitos autocráticos que resucitar, incluso inventar, salvajadas cometidas allende los tiempos, que se mantienen inalterables y que deben ser pagadas por los descendientes ímprobos que heredaron las fechorías de sus antepasados. Así, las heridas, reales o ficticias, se mantienen abiertas, la división lograda, el poder mantenido; es el tiempo de insensatos vengadores clamando por un patíbulo.
De ahí la importancia de mirarnos en el espejo de la historia y reconocernos como legatarios de todo lo acontecido, cruel o heroico, injusto o ecuánime, estemos o no de acuerdo con los hechos, gústennos o no los protagonistas, o los resultados, épicos o perversos. Este hecho no significa que, al estudiar nuestra historia, cada quien no pueda hacer uso de su propio espíritu crítico a fin de enaltecer o denostar los acontecimientos objeto de polémica o controversia. Sin embargo, es necesario cultivar la práctica sana de mirar la imagen completa, donde cada quien es poseedor de una parte de la verdad que se completa con la parte de cada cual, y así sentirnos orgullosos de nuestro legado, con sus destellos y sus penumbras.
Una vez que nos hayamos reconciliado con nuestra historia, recién podremos edificar un presente digno y mirar al futuro con sincera voluntad de progreso. Si no lo hacemos, seguiremos condenados al enfrentamiento fútil y perpetuo, donde cada gloria y cada derrota se reducirán al infame conteo de contusos, cadáveres, presos y exiliados. No hay otra conclusión posible: damos vuelta la cabeza y miramos hacia el presente y el futuro, o seguimos ofreciendo el vergonzoso espectáculo de continuar persiguiéndonos la cola hasta perecer de estupidez. Shakespeare lo sabía: “El pasado es un prólogo”, y ya es hora de iniciar un nuevo capítulo.
2. Recobrar nuestros valores
Desde nuestra creación como República, independiente y soberana, nuestro magro desarrollo nos ha condenado a la pobreza indigna y a vivir en un régimen democrático erigido con ilusión y esperanza, pero que ha sido permanentemente deformado por intereses menores que nos han obligado a existir “en una especie de destierro en el seno mismo de nuestra Patria”(4).
Hasta ahora, hemos esperado ingenuamente que el desarrollo económico y la estabilidad democrática sean obra exclusiva de caudillos iluminados -elitistas o populistas, da lo mismo-, cuando en realidad, luego de 186 años de vida independiente, la mayoría de estos prohombres ha pervertido los principios augustos de la Democracia, condenándonos a vivir bajo el manto lóbrego de la demagogia y el autoritarismo.
Por ejemplo, el llamado “Proceso de Cambio” que ahora soportamos, ha demostrado que no es otra cosa que un abrupto cambio en la forma del desgobierno que nos ha perseguido, como fantasma penitente, desde nuestra fundación. El malgobierno ha concentrado, como depravado coleccionista de atrocidades, todos los vicios del pasado, envileciendo los valores democráticos, hasta convertirlos en mera apariencia; biombo impúdico que encubre la violación descarnada de los Derechos Humanos y del Estado de Derecho, además del incesto festivo y atroz de la Constitución que el mismo inspiró, a costa de ilegalidades y de sangre boliviana.
Ahora, para vergüenza de todos en todas partes, en esta región del mundo, y en pleno siglo XXI, se presume la culpabilidad y se actúa en consecuencia, con entusiasmo inquisidor –incluso con retroactividad y alevosía-; el inocente, temeroso, obligado a vivir con la coartada bajo el brazo (por si acaso), algunos con el pasaje bajo la almohada (por si el tiempo apremia), casi todos con el miedo amordazando sus ideas.
El hecho que despierta pavor, es el masivo apoyo que todavía acompaña la reencarnación de una pesadilla anacrónica y autoritaria, próxima a lo que algunos han venido a llamar, no sin inquietud, despotismo democrático. Así, la Democracia, malherida y desfigurada, se estremece ante el festejo de multitudes –cada vez menores- embargadas por dádivas menesterosas, que aplauden y vociferan alabanzas, embriagadas por la pintoresca y fogosa incontinencia verbal del caudillo que amenaza, promete y luego hace todo lo contrario, mientras sepulta en la ignominia –cuando no en la cárcel- a quienes se aventuran a poner en duda su arqueológica quimera. Angustiosamente, el soberano, “el pueblo consciente”, “el protagonista de la historia”, “el autor del proceso de cambio”, apoya, radiante y cegado, la construcción del cadalso donde es inmolada su propia libertad; lección que demuestra, con lastimera crudeza, nuestra indigente educación ciudadana.
En medio de este escenario sombrío, la épica marcha de los pueblos indígenas del TIPNIS, ha traído junto a su tamborita melódica y esperanzadora, un mensaje de paz y dignidad. Sus discursos, preñados de nobleza, nos han recordado aquellos valores humanos y democráticos que laten en el corazón de todo ser humano digno. Marcharon cientos de kilómetros, con la sencillez en la frente y la fortaleza en el caminar compartido; fueron vejados por la soberbia autoritaria, pero nunca dejaron de enarbolar la bandera blanca del Patujú(5), mientras curaban sus heridas juntos y a paso firme.
Cuando arribaron agotados pero íntegros, los abrazamos conmovidos, y al abrazarlos nos dimos cuenta que nos abrazábamos a nosotros mismos. Volvimos a entender que por las venas de unos y de otros corre la misma sangre, y del mismo color; que todos perseguimos las mismas ilusiones y nos estremecemos ante los mismos ensueños; que despertamos con la sonrisa puesta en nuestros seres queridos y que nos vamos a dormir con el anhelo de un mejor amanecer; que todos llegamos desnudos y partimos acompañados por el mismo dolor. En fin, nos reencontramos como seres humanos, capaces de solucionar nuestras diferencias de forma serena y respetuosa, sin necesidad de definir a quien piensa de forma diferente como enemigo, aquel que debe pagar su osadía con la capitulación deshonrosa, sino con la expiración. Sin esperarlo, los valores ancestrales que inspiran a los pueblos indígenas del TIPNIS, nos recordaron los valores humanos que sustentan la vida en Democracia. ¡Cuánta de nuestra ignorancia quedó puesta al desnudo!
Su victoria no es sólo una ley que reconoce sus derechos –aunque encierre soeces trampas del oprobio, acostumbrado a malbaratar el diálogo depravándolo en emboscada-, sino fue demostrarnos que nuestras diferencias nos hermanan, que detrás de cada color de piel, de cada oficio, de cada apariencia o de cada idea, existe un ser humano libre e igual en dignidad, derechos, deberes y oportunidades que merecen alcanzar su realización; y que los contrastes que nos enfrentaron y nos enfrentan, fueron y son aberraciones prefabricadas o exaltadas en el infame propósito de dividirnos para facilitar la concentración lasciva del poder. Para el futuro de la Democracia, el resultado más importante de este conflicto que aún no concluye, es el inicio de nuestro reencuentro, estocada letal a la credibilidad del malgobierno.
Mientras la marcha de la dignidad avanzaba, herida pero erguida, asistimos a las urnas donde nuestro voto fue un grito apagado y resonante contra tanto abuso. Lo inédito del pasado proceso electoral, no fue la intención de legitimar el control total del poder a través de una elección tramposa -todos los autócratas se mueven seducidos por la concupiscencia-, sino que el conteo de votos no se realiza entre candidatos a cargos en la magistratura, sino entre votos válidos y votos nulos, blancos y abstención, ¡entre la aceptación y el rechazo!, hecho que deja malherida la legitimidad de quienes se prestaron a este sainete y de los propios autócratas. Si bien los amanuenses del malgobierno aparentemente estarían manoseando el voto ciudadano, la herida ha quedado abierta, el engaño develado.
3. Responsabilidad ciudadana
Es necesario, de una vez, recordar que si el malgobierno ostenta el poder, arrogante y descarriado, es porque los ciudadanos así lo permitimos, guiados por la manipulación atroz, nuestra ignorancia servil, nuestro apetencia desmedida por figuración o nuestra desidia encubridora. No podemos negarlo: “Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez”(6) y una inercia bastante parecida a la complicidad.
Ha llegado la hora de abandonar ese vicio sórdido de entendernos como exclusivos depositarios de derechos, de eternos acreedores, para asumir, de una vez, que el incumplimiento de nuestros deberes ciudadanos –como discernir antes de votar o marchar, por ejemplo- es el caldo de cultivo donde germinan los esperpentos autoritarios (del esmalte que sea), acompañados siempre de sus prédicas de artificio y por el paso altanero e incompetente de sus cortesanos.
Ha llegado el momento de tomar en nuestras manos las riendas de nuestro destino, a fin de erigirnos en ciudadanas y ciudadanos, dignas y dignos, para cumplir el papel más importante que la historia ha puesto ahora sobre nuestros hombros: dar vida a un régimen democrático que no termina de nacer, pujante y vigoroso, que permita el añorado progreso.
Para ello, requerimos pasar del ostracismo al interés, a fin de dotarnos de la formación democrática necesaria que nos otorgue la amalgama de valores que fraguará nuestra unidad; de una nueva visión de país que no sólo incluya, sino integre; y luego de representantes meritorios que enarbolen, sin imposturas indecentes, los estandartes de la Democracia, del Estado de Derecho, de la Unidad, de la Paz y de la Prosperidad. De los ciudadanos depende que la Democracia deje de ser un concepto vacío, hijo de nadie y manoseado por cualquiera.
Sobre quienes se definen como opositores: su inveterada tendencia a la desunión los hace cómplices por omisión de tanta acción atrabiliaria. De su reflexión dependerá si continúan desempeñando el lúgubre papel de estribo del malgobierno o renuncian a sus sueños engreídos y trabajan por la unidad desde la ciudadanía, con los valores humanos y democráticos como estandarte.
Vivimos momentos difíciles, temerosos y temerarios. En tiempos como estos, Martin Luther King decía: “Quizá esté surgiendo entre nosotros un nuevo espíritu. En tal caso, sigamos sus movimientos y recemos porque nuestro ser interior sea sensible a su tutela, porque necesitamos un nuevo camino más allá de la oscuridad que parece envolvernos”.
Es hora de autoconvocarnos todos los ciudadanos, libres y dignos, que habitan esta tierra, a fin de forjar la unidad de bolivianas y bolivianos, no sólo para ejercer nuestro derecho a la indignación frente a una realidad abyecta e incivil, sino para ejercer nuestro deber de constituirnos en afanosos hacedores del futuro, de la vigencia de los Derechos Humanos y del régimen democrático; sin falsos voluntarismos ni protagonismos espurios.
En fin, es hora erigir, juntos, tiempos de unidad, paz y prosperidad; y llegar, de una vez, a ser “tan felices como desgraciados hasta el presente”(7).
En memoria de Juan Javier Zeballos, periodista íntegro, tenaz defensor de la Libertad y la Democracia, maestro y entrañable amigo.
Citas
(1) Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS).
(2) Carta del mariscal Antonio José de Sucre al Libertador Simón Bolívar (1824).
(3) Acta de Independencia de las Provincias del Alto Perú (1825).
(4) Proclama de la Junta Tuitiva (1809).
(5) Una de las dos flores nacionales de Bolivia, propia de la zona de los llanos. La otra es la Kantuta.
(6) Proclama de la Junta Tuitiva (1809).
(7) Acta de Independencia de las Provincias del Alto Perú (1825).