Juan León C.
Eso de romper el muro con la cabeza suena a estupidez y es también peligroso, pero es un intento bastante común. Que se conozca, nadie en este mundo pudo hacerlo; pero son muchos los que murieron en el intento, porque la estupidez humana, dicen, no tiene límites. Por eso se acuñó eso de “se dio de cabeza contra el muro”, para hacer gráfica la tendencia a la tozudez, la terquedad o el capricho.
Es más inteligente, y esa es la principal característica del ser humano, utilizar la cabeza para ver la forma de destruir el muro, o de superarlo, sin lastimarse. Esa es, en resumidas cuentas, la razón de fondo por la que nunca en la historia de los pueblos la fuerza se impuso a la razón. El balance final de todos los procesos humanos enseña que la razón le ganó siempre a la fuerza. Es por eso error suponer que el poder garantiza impunidad. Los intentos de imponer ideas, principios, ideologías o creencias por la razón de la fuerza generaron, más bien, grandes descalabros.
El ejemplo de tiempos bíblicos habla de David, el pastor de ovejas cuya pequeña honda venció el yelmo y la espada del gigante Goliat, el guerrero. Dicen los libros que David les dio las tres razones de su hazaña a los incrédulos de su pueblo: lo primero, les dijo, es no tener miedo a nadie, por más gigante que sea. Lo segundo es estar convencidos de que es justo lo que queremos. Lo tercero es saber usar bien el arma que tengamos.
A partir de entonces, la historia está llena de ejemplos: Los nazis arrasaron Europa con una fuerza que parecía insuperable, pero hoy son sólo recuerdo ingrato por la sinrazón de sus ideas; la lección de Vietnam para Estados Unidos o la recuperación de Japón tras Hiroshima y Nagasaki… ¿Un ejemplo más cercano? La ley que prohíbe un camino por medio del TIPNIS. Sin juzgar ahora si el proyecto es útil, necesario o correcto, la balanza se volcó al otro lado porque alguien ordenó la fuerza para imponerlo.
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La lección para no tropezar con la misma piedra parece ser, nomás, que es mejor convencer que vencer. Que lo fácil de recurrir a la fuerza, cuando se la tiene, cuesta caro también en la lucha política, si no se tiene también la razón. Como dice la sabiduría popular, respetos guardan respetos, sobre todo entre desiguales.
La moraleja final, en todo caso, tiene que ver con reconocer las limitaciones propias, y actuar en consecuencia. Pero, sobre todo, con respetar las razones ajenas, en particular aquellas que son distintas a las nuestras. No sólo por cuestión de principios y valores. En estos tiempos de cambio, también por razones prácticas y de imagen: la tozudez en cambiar estructuras a cabezazos terminará siempre estrellando a sus autores contra el muro.
La Razón – La Paz