Bolivia 2011: el año de la inflexión

Fernando Molina

fernando_molina 2011 pasará a la historia política de Bolivia como un año de inflexión: el momento en que la hegemonía de la que gozaba Evo Morales desde fines de 2008 enseñó sus primeras grietas. El año en el que la popularidad del Presidente pasó de más del 60% a poco más del 30%. En el que por primera vez el partido oficial (MAS) no fue “el fenómeno” de una elección (la judicial, que se realizó en octubre), sino que la perdió. El año en que el discurso del oficialismo –nacionalista, por un lado, e indianista, por el otro– se mostró inauténtico y desconectado de su actuación real.

Terminado 2011, el MAS sigue siendo el partido más fuerte del país, pero ya no parece invencible. Si antes era “el” partido de los movimientos sociales y, por tanto, su Gobierno era también el de éstos, ahora aparece como representante de “unos” movimientos sociales, los campesinos, en contra o en conflicto con los demás.



Si había sido el partido de los desposeídos en revuelta contra “la oligarquía neoliberal”, una vez en el poder se convirtió en el representante de las nuevas burocracias que crecieron a la sombra del estatismo que implantó. Vencidas las élites que habían dirigido el país, la revolución política cumplió, al mismo tiempo que agotaba, su curso natural.

Dar un paso más hubiera significado pasar de la revolución política a la revolución socioeconómica, para la que no existen condiciones en un país en el que la propiedad (no así el ingreso) está fuertemente distribuida, los revolucionarios no son obreros sino pequeños propietarios y el único emprendimiento de consideración, la extracción de gas, ya se halla en manos del Estado.

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Así que, alcanzado el horizonte de la revolución política (los últimos juicios a ex funcionarios neoliberales aumentan la cifra de la crueldad y culpabilidad del Gobierno, pero no le suman a éste un efectivo apoyo político), en 2011 comenzó una nueva etapa, el momento de gestionar el capitalismo de Estado o “capitalismo político” que el proceso sacó de los desvanes de nuestra historia y volvió a poner en vigencia.

Comenzó también el fracaso. El modelo estatista que se había considerado una panacea universal tampoco es capaz (y hubiera bastado leer un poco de historia para saberlo) de resolver los problemas estructurales del país: la adicción a los recursos no renovables, la dependencia de la inversión extranjera para explotar estos recursos, la falta de rentabilidad de la mayor parte de las actividades económicas no asociadas a la extracción; la carencia de recursos humanos, tanto para producir como para gestionar el aparato público; la organización de la sociedad en corporaciones (entre ellas los movimientos sociales) que tienen como principal objeto el acaparamiento de rentas extractivas y la defensa de privilegios en contra de cualquier iniciativa que los enfrente a la necesidad de compartir o competir.

Ante estos obstáculos, ¿qué pueden hacer los gobernantes actuales más que ocuparse de las necesidades, no ya de la centuria, sino de la hora? La economía boliviana vive un momento sin parangón histórico por los altos precios de las materias primas, pero la industria extractiva, la vaca de donde salen las correas, tiene serios problemas: poca exploración e inversión, mucho gasto en subsidiar carburantes para el mercado interno.

El Gobierno quiso resolver estos problemas con un aumento del precio de las gasolinas que tiró la popularidad de Morales por debajo del 50%, aunque pronto tuviera que desdecirse. El daño simbólico, sin embargo, ya estaba hecho y era muy alto. El “Presidente de los pobres” había querido subir la gasolina en 80%, sin tomar en cuenta que los hogares de menos ingresos gastan hasta el 50% de sus presupuestos en transporte. Y, lo que es peor, justificando la medida en la necesidad de que las petroleras “ganen más”.

Otra necesidad coyuntural (y una demanda de un movimiento social, el más importante, el de los cocaleros al que pertenece el Presidente) fue construir la carretera entre Beni y Cochabamba a través de un territorio indígena que a la vez es parque nacional. La obstinación presidencial en hacerlo, a pesar de la oposición de los indígenas del lugar y de los ecologistas, abrió otro grave boquete al discurso oficialista, que se mostró al público como brutalmente desarrollista.

En suma, en 2011 quedó claro que el llamado “proceso de cambio” sembró dragones, pero cosechará pulgas. En las condiciones bolivianas, no hay que reclamarle tanto por lo segundo como lo primero. Es decir, que prometiera lograr objetivos avanzadísimos por vías trilladas y penosas antes que eficientes.

Por este pecado, el “aura” de Morales o, como decimos en estas tierras, su “ajayu”, es decir, eso que aseguraba y al mismo tiempo proyectaba su integridad espiritual, ha comenzado a disiparse. El “líder espiritual de los pueblos” es hoy tan sólo un político más: astuto, egoísta y poco confiable como la mayoría de los que nos han gobernado. Sus limitaciones y confusiones personales e ideológicas, que en el pasado se escondían detrás de una carismática influencia sobre las masas, afloraron de repente, con el efecto de desordenar la actuación del Gobierno y de mostrar que, en “el tiempo de las pequeñas cosas”, se necesita de contables y tinterillos, no de peleadores sociales.

En una palabra: En 2011, Morales dejó de corresponder con los tiempos.

Página Siete – La Paz