Marcelo Ostria Trigo
No hay duda de que el mando de una nación regida por un sistema democrático, corresponde a la mayoría que resulta de elecciones libres y transparentes. No obstante, las actuales circunstancias inducen a repetir algunas consideraciones sobre los verdaderos papeles que corresponde desempeñar a la mayoría y a las minorías, recordando aquello de que en democracia debe predominar “el respeto mutuo y convergente entre la mayoría y las minorías”. Esto está subyacente en todo el texto de la Carta Democrática Interamericana.
Por una deformación populista se procura asignar a esa mayoría –circunstancial, por cierto– el derecho al ejercicio omnímodo del poder, sin contrapesos e inclusive sin el freno de la ley. Así surge la tendencia a la dominación totalitaria y se intenta la continuidad sin término del mando del caudillo y, más allá aún, del gobierno que se desea repetido sine die.
Pero también es cierto que el tiempo, la incapacidad, los errores y la imposición, desgastan la magia inicial con que se entroniza un caudillo. Entonces se da otro fenómeno: el gobernante, que ya desnudó su falta de capacidad para mandar razonablemente y en el marco de la ley, busca nuevos esquemas –incluyendo el de la fuerza– para salvar el temporal de la impopularidad. Se resiste a aceptar, entonces, que las mayorías cambian, pues hay un histórico “corsi e ricorsi”, o sea un péndulo político inatajable.
Perdida la mayoría, los populistas y sus seguidores no aceptan reabrir el cauce democrático y así salvar las instituciones republicanas –sí, republicanas, consustanciales a una forma de organización del Estado– y comienzan, en cambio, a deteriorar las nuevas que ellos mismos crearon.
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De esta manera, el actual régimen boliviano, otrora abrumadoramente mayoritario, apela a la acción callejera de sus adeptos para imponer políticas –y hasta caprichos– y para obtener respaldo a medidas que se saben impopulares. El diálogo concertador para asuntos que van a afectar a la ciudadanía no cabe en su estilo. Es que hay una tozuda negativa del oficialismo a reconocer, como lo anota Fernando Molina en un lúcido análisis (“Bolivia 2011: el año de la inflexión”. Infolatam, 07.12.2011), que ha llegado “el momento en que la hegemonía de la que gozaba Evo Morales desde fines de 2008 enseñó sus primeras grietas”. Y añade: este es “el año en el que la popularidad del Presidente pasó de más del 60% a poco más del 30%. En el que por primera vez el partido oficial (MAS) no fue “el fenómeno” de una elección (la judicial, que se realizó en octubre), sino que la perdió. El año en que el discurso del oficialismo –nacionalista, por un lado, e indianista, por el otro– se mostró inauténtico y desconectado de su actuación real”.
En verdad, esa desconexión con la realidad se la advierte más aun cuando se procura mostrar logros de una buena administración pública, a sabiendas de que se está ingresando en un peligroso tiempo en que se va terminando la bonanza de los excepcionales precios del gas y de los minerales. Seguramente, cuando se vaya tomando conciencia de ello, se pondrá en mayor evidencia que este año que termina, como lo afirma Molina, es el de la inflexión.
Y, si de inflexión se trata, es evidente que ha quedado olvidada la pretensión inicial del régimen de instalar un curioso socialismo del siglo XXI para los próximos 500 años. En verdad, no se ha conseguido que se olviden las raíces y los valores republicanos.
El Deber – Santa Cruz