Marcelo Ostria Trigo
Ninguna época del año es más propicia para los buenos augurios que la recordación de la Navidad. Mutuamente nos deseamos felicidad y, unos días después, prosperidad para el año venidero.
Somos, en verdad, optimistas impenitentes. Quizá predomina en nosotros la convicción de que la esperanza es lo último que se pierde, o que soñar no cuesta nada; todo pese a que los últimos años fueron eslabones de una cadena de ilusiones frustradas, que empezaron con el lema “para vivir bien” que, poco a poco, se vino transformando en un doloroso desengaño.
En esta época se cumple con la tarea de hacer un recuento de lo sucedido en el año. Y en ello se entremezclan las desventuras personales con las colectivas. Con frecuencia se recuerdan los días de alegría por algún logro o éxito propio, familiar o de los amigos. Pero también aflora la tristeza por las pérdidas y por las ausencias de los seres queridos, todo junto a los tropiezos y fracasos propios y ajenos. Esta es ley inconmovible de la vida que, sin embargo, no debe conducir necesariamente al abatimiento y al derrotismo.
No son fáciles de sobrellevar los males y menos aún los atropellos provocados por quienes anunciaron que se trabajaría por la justicia, la verdad y la libertad. Esto provoca, ahora, repetir la imprecación de César Vallejo que, en una mezcla de queja y rebeldía, exclamaba: “Hay golpes en la vida tan fuertes. ¡Yo no sé!”. Pero no son golpes de Dios los que se reciben ahora. Tampoco provienen del destino ni de la mala suerte. Son producto de nuestra índole que lleva intrínseco el deseo atávico del retorno a la barbarie, que parecía ya superada.
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Esto que viene sucediendo en esta tierra sudamericana es nomás el resultado de una avalancha del autoritarismo desatado; de la entronización de caudillos intocables e infalibles; y del odio –mezclado con la soberbia– y el afán de revancha por agravios reales o imaginarios. ¡Cuán frecuente se recurre a la falsedad para denigrar y perseguir!
En este ambiente enrarecido por el infortunio, agudizado por la prepotencia, se corre el peligro de la división precursora de la violencia. Y esto ya lo sufren en carne propia los presos de conciencia, los desterrados, los calumniados, los perseguidos, los atemorizados, los que ven sus esperanzas diluidas por las violaciones de sus derechos y de su libertad.
El año que viene –el 2012– no se presenta especialmente prometedor. La crisis está castigando a naciones poderosas y nada asegura –aunque la demagogia no lo reconozca– que vayamos a eludir sus efectos devastadores. Es más: es el peligro mayor que se cierne, y con mayor fuerza, sobre los más débiles.
Sin embargo, pese a lo justificado del desaliento, subyace el espíritu de libertad, el que nunca se pierde y que renace en los peores momentos de opresión.
No es la primera vez que se enfrenta el infortunio, ni se soporta la prepotencia. Hay, esto es seguro, un impulso supremo para lograr la libertad y el predominio de la justicia, que termina por vencer.
Hubo un tiempo ominoso en que todo parecía perdido, cuando parecía llegar la ‘hora 25’, el “momento en que toda tentativa de salvación se hace inútil” (Gheorghiu Virgil), es decir, cuando no es posible la esperanza. Pero no. Siempre han prevalecido los amaneceres de la libertad. Seguramente este no es el término de nuestra historia. Estamos en la hora 24; a la que seguirá el alba. Entonces, se renovarán las esperanzas y se reafirmará el amor cristiano para alcanzar la paz y lograr la redención nacional.
El Deber – Santa Cruz