El hábito a desgracia política

Andrés Canseco Garvizu*

GARVIZU OK La capacidad de asombro es sin duda una de las características propias del ser humano. Además de ponerlo en contacto con los cambios que se producen en su entorno, alcanza una mayor importancia cuando, a través de la reflexión generada por el mencionado asombro, puede crearse respuestas a los problemas y cambios a fin de obtener mejores resultados en la vida diaria.

En el arte, el asombro es la reacción emocional que en primera instancia salta y detona la sensibilidad o el espanto. En la vida personal es gracias a la conmoción y al deslumbramiento por lo que se advierte el devenir de los momentos inolvidables, tanto de los dichosos como de los amargos. En estos casos, el ámbito de este asombro es privado y su ausencia o completa distorsión no afectarán intensamente al desarrollo de la sociedad.



No obstante, en lo verdaderamente público, en el quehacer político, es necesaria la presencia del asombro y hasta del espanto; pues mediante ellos se llega a la indignación y al repudio de las acciones perjudiciales cometidas por la sociedad civil o los representantes oficiales del Estado.

En política, afrentas simbólicas, grandes crímenes perpetrados por seres demenciales, las traiciones, la estupidez, el juego siniestro de los impostores, la corrupción, la muerte, la manipulación, la ordinariez y otras infamias, no deben nunca dejar de sorprendernos y molestarnos. Es necesario escandalizarse, es necesario mostrar públicamente el descontento que a uno lo devora.

Queda claro que esta sensación de incomodidad orillará a la molestia, e inclusive genere cólera y más de un malestar mental o físico a raíz de la furia y la impotencia. Sin embargo, es el precio necesario a pagar para no dejarse corroer por las miserias en las que incurren los pésimos actores de la vida política. Es importante acotar que el cuestionador inagotable que denuncie los ataques a la razón y a la convivencia no es un sujeto agradable para los demás, o dejará de serlo cuando sus dardos incomoden.

Las calamidades políticas pueden ser de infinitas clases, sus conjuradores pueden volverse hábiles mentirosos y amañadores, y su constancia puede provocar un adormecimiento atroz debido a la costumbre de vivir día a día y noche tras noche sus pestilentes prácticas.

Este modo de “desgaste” no debe avanzar. Aunque tengamos que tragarnos frecuentemente un ejército de torpes, incultos e irresponsables defensores del régimen (a veces por cadena nacional y en discursos tortuosos que duran horas), no se debe decaer en la crítica, el ataque a los abusivos y la defensa de los principios. La crítica y la denuncia tienen que ser motores inagotables que se muevan en contra de la costumbre a lo venenoso. Como seres comprometidos, la labor no se puede esquivar. El controvertido y genial Nietzsche lo advirtió ya en 1886: "El hombre superior tiene que abrir los oídos siempre que tropiece con un cinismo bastante grosero y sutil…”.

Suele decirse que si uno critica algo debe acompañarse de una propuesta: es una falacia torpe que busca deslegitimar la crítica. Hay situaciones en que proponer algo está de sobra, la defensa de principios no requiere más propuestas, es válida per se.

Un día en que no me disguste de la idiotez política no es un día completo. Está claro que seré impopular. Pero, aunque sea en la soledad de mi reflexión y en mis textos, me niego rotundamente a acostumbrarme a lo funesto que acarrea en estos tiempos el manejo del poder en todos sus estratos (ni imperios ni feudos ni quintas me agradan); cada día van repugnándome aún más los ídolos que se creen intocables, o innombrables si no es para recibir alabanzas, por muy mediocres que éstas sean. Es posible que haya un tiempo futuro en que pueda sentirme menos iracundo y respire tres, cuatro o cinco veces antes de encenderme en llamas, pero éste no es ese tiempo.

*Abogado, escritor y docente universitario

El Día – Santa Cruz