¿Qué se juega América Latina en Chile?

Álvaro Vargas Llosa

alvaro_vargas_llosa Había una vez en la que al resto de América Latina casi no le importaba quién gobernara Chile y por tanto quién ganara sus elecciones presidenciales. La curiosidad que despertaban sus comicios era anecdótica, estadística o vagamente sentimental (dependiendo de dónde estuviera uno situado en el espectro ideológico) pero carecía de esa cualidad existencial que tienen las elecciones en otros países de la región, donde siempre parece estar en juego absolutamente todo. Chile había elegido su rumbo y nadie cuestionaba lo esencial.

Es la primera vez en muchos años que unas elecciones presidenciales chilenas importan mucho a los vecinos. ¿Por qué? No es difícil darse cuenta: se ha instalado un elemento de incertidumbre que llevaba tiempo ausente del escenario electoral chileno. Esto suena paradójico, teniendo en cuenta la superioridad dominante de Michelle Bachelet en las encuestas, pero ese dominio es, precisamente, la matriz de la incertidumbre.



Las preguntas que se hacen muchos observadores y enterados -ese informe especie que uno nunca sabe exactamente cómo definir- son muchas pero se pueden agrupar en tres: 1) ¿Será un eventual gobierno de Bachelet un factor de moderación de las corrientes sociales que quieren modificar el modelo vigente desde hace décadas o un instrumento, consciente o inconsciente, de ellas? 2) ¿Tendrá una eventual modificación del modelo chileno el efecto de aislar a Chile con respecto de sus imitadores externos o, por lo contrario, de motorizar en esos países a quienes cuestionan el modelo inspirado en la república austral y a larga desviar su curso actual? 3) ¿Cómo impactará un eventual gobierno de Bachelet la actual composición de fuerzas ideológicas en América Latina y sus respectivos proyectos de integración?

Todas estas preguntas parecen suponer un triunfo de Bachelet en primera vuelta pero es una impresión falsa porque la respuesta a ellas depende, en buena parte, de si se mantendrán o no ciertos equilibrios en la política chilena. Y esto es algo que no empezará a saberse antes de despejarse la incógnita de si habrá o no un “ballotage” y de cómo quedará la composición de fuerzas en el Congreso, especialmente en el Senado.

La primera pregunta es engañosa porque da la impresión de tener implicaciones sólo internas. En realidad, las tiene también externas: si Bachelet, en la hipótesis de que sea elegida, se vuelve un factor moderador de las corrientes que presionan desde la izquierda, el paradigma chileno, tal y como se lo entiende en la región, no sufrirá una variación esencial aun si ciertos aspectos cambian. Pero si se da el caso contrario, el efecto será muy importante en la medida en que debilitará a los partidarios del modelo chileno, que agrupa a varios gobiernos y oposiciones, y viceversa. Una cosa es observar con sorpresa desde el extranjero que los estudiantes y parte de las clases medias se levantan contra el sistema educativo y reclaman con impaciencia mejores servicios públicos, y otra muy distinta es que se perciba que, con respaldo y bajo presión de una mayoría, la Concertación, considerada hasta hace poco uno de los dos baluartes del modelo, procede a erosionarlo de forma sistemática.

Supongamos que en Chile se empieza, en efecto, a erosionar ese modelo. Ello podría ocurrir, por ejemplo, si un cambio de la Constitución acabara siendo mucho más que un proceso de eliminación del “pecado original” de ese texto fundamental, es decir de su origen pinochetista, y se volviese un instrumento de reforma de las estructuras que hacen posible el éxito que ha llevado a Chile a un per cápita (basado en la paridad del poder de compra) apenas distanciado del desarrollo en cinco mil dólares. ¿Qué causaría semejante cosa en la región: un cierto aislamiento de Chile o el comienzo del fin del consenso que en otros países llevó a adoptar, sin admitirlo abiertamente, buena parte del modelo chileno?

Me atrevo a pensar que lo segundo, aunque ocurriría con lentitud y de forma no rectilínea ni acompasada. Por razones más bien obvias: en los países en cuestión, principalmente los de la Alianza del Pacífico, ya hay sectores nutridos que cuestionan el modelo vigente y fuerzas que debilitan su legitimidad. En el Perú, un Humala distinto al que luego gobernaría obtuvo la primera mayoría en la primera vuelta con una propuesta abiertamente retrógrada. En Colombia, vimos hace poco una protesta rural liderada por la Mesa Agraria Nacional de Interlocución y Acuerdo y por la Coordinación Nacional Agraria que cobró dimensiones nacionales y apuntó, entre otras cosas, contra los 15 TLC que a fines de 2013 atan a los colombianos con el resto del mundo. En México, la capital está semiparalizada (lo pude comprobar hace poco) desde hace meses porque una reforma educativa que pretende evaluar a los maestros enfrenta la resistencia del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación con medidas de fuerza impresionantes, sin que el gobierno se atreva a hacer mucho.

En Argentina, la oposición en sus distintas variantes, incluyendo a los peronistas disidentes, ha ido transitando hacia un cuestionamiento más frontal del modelo populista con propuestas que, sin atreverse por ahora a adoptar el paradigma chileno abiertamente, apuntan más bien en este sentido. Por tanto, una deslegitimación de ese paradigma en el mismísimo Chile sería un arma tentadora para el gobierno de Cristina Kirchner en su desesperada carrera hacia una derrota que no sea demasiado grave en 2015. Pienso no sólo que sería más difícil para la oposición defender la alternativa liberal en la campaña electoral sino, sobre todo, que sería aún más complicado gobernar con esa bandera a partir de 2015 contra un peronismo opositor envalentonado por el retroceso chileno en el que baso mi hipótesis negativa.

¿Y Brasil? Aquí es donde la segunda y la tercera pregunta en que agrupé los interrogantes de la incertidumbre regional frente a los comicios chilenos se entrelazan. Porque para nadie es un secreto que Brasil está activamente tratando de desacelerar la Alianza del Pacífico, a la que ve, quizá con una pizca de exageración pero no demasiada, como un competidor frente a su modelo de integración, léase Mercosur o Unasur (basta que uno tome contacto con sectores políticos y diplomáticos en Santiago para que le cuenten historias por todos lados sobre cómo la embajada brasileña tiene la misión específica de hacer contrapeso al entusiasmo que hay entre muchos chilenos por la Alianza del Pacífico). Dado que Bachelet tiene una devoción particular por Dilma Rousseff y que sus aliados y amigos no son precisamente fanáticos de este esfuerzo integrador, máxime teniendo en cuenta el rol que ha jugado en él Sebastián Piñera, ¿que cabe esperar si, una vez instalada en La Moneda, ella decide “equilibrar” más las cosas? ¿Tal vez que Bachelet arrastre sutilmente los pies con respecto al proceso del que forma parte Chile junto a México, Perú y Colombia con el apoyo de varios países amigos y algunos aspirantes a ingresar como miembros plenos?

Suponiendo que así fuera (en ningún caso ocurriría de modo desembozado porque Bachelet, que ya ha gobernado, es consciente de que se verían afectadas ciertas relaciones), es evidente que habría un efecto en la correlación de fuerzas en el subcontinente.

La rivalidad amistosa y no declarada entre la Alianza y procesos como Mercosur y Unasur es la de dos modelos de sociedad pero también dos formas de entender las relaciones con el resto del mundo. Mercosur ha sido declarado un fracaso no sólo por otros países latinoamericanos sino por algunos de sus integrantes, como el Uruguay del Presidente Mujica, y en la práctica por la propia Rousseff, que está coqueteando con la idea de una negociación directa con Europa sin tener demasiado en cuenta a sus vecinos. En cambio, la Alianza empieza a despertar entusiasmos mundiales, como quedó simbolizado hace pocos días cuando Christine Lagarde, la directora gerenta del FMI, describió a sus integrantes como “mi grupo líder”, en referencia a las perspectivas económicas en América Latina. Si un país tan emblemático en este proceso como Chile decide favorecer la estrategia brasileña, ello tendrá un efecto paralizante en la tierna y novedosa iniciativa, la única que está caminando hacia la integración real.

Siendo ese el caso, saldrían favorecidos algunos países, los del bloque populista autoritario, que llevan meses pronunciándose, en este caso frontalmente, en contra de la Alianza. Curiosamente, aunque Brasil ha mantenido una cierta distancia con esos gobiernos populistas, por lo menos en comparación con lo que ocurría en tiempos de Lula, la estrategia de desaceleración de la Alianza convendría, desde el punto de vista político, a ambas partes de la izquierda latinoamericana: a Brasil porque le quitaría de en medio a un competidor por el liderazgo paradigmático del continente (la Alianza, para colmo, suma una población y un PIB no muy distintos de los que representa la primera potencia sudamericana) y los gobiernos populistas porque pasar de un continente en el que Chávez parecía liderarlo todo a otro en el que la Alianza liberal está de moda y ellos en proceso de marchitación equivale a una derrota.

Aun si las cosas no llegaran a ese extremo, el solo hecho de que Chile se acercara en exceso a la órbita de los países menos exitosos tendría implicaciones para la percepción internacional con respecto a América Latina. Esto es así exactamente por las mismas razones por las que la proliferación de imitadores de Chile en esta parte del mundo ha repercutido en la imagen latinoamericana ante los países desarrollados. La lectura que se haría es que Chile se ha vuelto un país predictor, es decir un anticipo de lo que sucede en América Latina cuando las clases medias emergentes deciden que el modelo es demasiado asfixiante para su legítima aspiración de tener servicios de primer mundo. En el contexto de desaceleración general del subcontinente por el enfriamiento de los “commodities”, y teniendo en cuenta la perspectiva de que se disparen las tasas de interés como resaca de la política inflacionista de la Reserva Federal y otros bancos centrales del mundo, no estamos hablando de poca cosa.

Por eso hay expectativa en la región en que, si Bachelet gana los comicios, se mantengan unos equilibrios políticos y sociales básicos que impidan que la legítima búsqueda de profundización del modelo como respuesta a los ciudadanos que le tienen desamor se traduzca en un declive. Los equilibrios de la sociedad chilena son también necesarios en Sudamérica, donde la Alianza del Pacífico ha empezado a compensar lo que hasta hace poco era un claro escoramiento regional hacia la versión más populista de la izquierda.

Por primera vez en bastante tiempo muchos latinoamericanos creen, creemos, que no es poco lo que se juega esta región. Buena suerte.

La Tercera – Chile