Roger Mario López Justiniano*
Antes de que comencemos con los gritos al cielo por el incremento en el precio de la carne -del que todos ya nos hemos dado cuenta- es preciso preguntarse: ¿Alguien se ha muerto por no comerla?Era intuitivo, si de repente desaparece una considerable suma de las vacas del país, y se mantiene la cantidad de personas que se las come, habría que ver una forma de repartir las que quedan entre los que más desean comérselas. Para alegría de unos y tristeza de otros, el mercado se encarga de hacernos el trabajo, ¿cómo?, elevando el precio.Pero, si no nos gusta el resultado del mercado, ¡regulémoslo!, bajemos por ley el precio para que nadie se quede sin su ración de vaca (¿la regalamos?), sin embargo, cabe la posibilidad de que el dueño del vacuno pueda no ver negocio entre el gasto de la crianza -incluidos los desvelos y el cariño proporcionado- y el beneficio que obtendría a lo establecido y decida quedarse con su animal para destinarlo a otros fines. Así, regulando, no sólo bajaríamos el precio, ¡también nos quedaríamos sin vacas que comprar!Otra solución -la más económica- sería liberar las importaciones y comprar en el mercado mundial, es decir, abolir la ley que obliga a presentar visa a las vacas que provienen del extranjero, eso sí, a riesgo de ‘perjudicar’ a la industria nacional. ¿Cuál sería el costo de este nacionalismo?, el exceso de precio que cada uno pagaría por las vacas nacionales respecto de las internacionales. Es interesante apuntar que muchas veces el sector privado pide libertad para vender más caro en el mercado mundial pero se opone a que cada uno compre más barato en el mismo.Por último, agotadas las alternativas, quedaría que sea el gobierno el que nos ‘salve’ comprando con el dinero de todos (impuestos) las vacas a precios corrientes y las reparta ‘justamente’ a los más ‘necesitados’ (¿sus amigotes?) para que sean éstos los que las vendan luego en un ‘mercado negro’ a precios sustanciales. ¿Cuál medida favorece más a la sociedad?*Estudiante de Economía