La lógica de las cosas

Carlos Herrera*

HERRERA OK De la misma forma que les fue a los países socialistas europeos, les irá a todos aquellos países latinoamericanos que hoy se inspiran en los postulados socialistas, es decir, creen que el Estado debe ser como un padre de familia que dirija la economía y reparta los ingresos según la lógica de la “justicia social” (un concepto que da para infinidad de interpretaciones) sin que importe en lo más mínimo la sostenibilidad ni el origen de esos ingresos.

Y les irá mal porque no entienden debidamente la verdadera lógica del mundo moderno. ¿Cuál es ésa lógica? Comencemos diciendo que lo que mueve el inmenso organismo que son las sociedades actuales, lo que hace que se generen los negocios, el comercio, los inventos, las inversiones y en general aquella inmensa actividad productiva que caracteriza a las sociedades modernas, es nada más ni nada menos que el interés personal, esto es, el deseo de acumular bienes, tanto como el deseo de alcanzar el reconocimiento social. La historia humana misma puede remitirse a estos dos deseos, ya que casi todo los que los hombres han hecho en la historia se inspira en estos dos inmutables deseos.



Por eso la filosofía socialista fue el mayor error filosófico y político del siglo pasado, porque era ciego a la naturaleza humana, no pudo ver que el deseo de poseer bienes es una de las aspiraciones más normales y legítimas de las personas. Más bien pensó que la propiedad era la causa de fondo de la injusticia y la explotación, cuando la realidad es que ella responde a una lógica y a una necesidad absolutamente racional, la de brindarle a la persona una garantía social sobre sus bienes, lo mismo que un espacio donde pueda desarrollar su personalidad sin el peligro de agresiones e interferencias externas sobre su vida, donde pueda sentirse segura.

Y como era ciego (el socialismo) a la verdadera naturaleza de las cosas, pensó, muy en consonancia con el idealismo de entonces, que las sociedades se podían modelar de acuerdo a las ideas y a los sueños. Bastaba que unos brillantes y muy bien intencionados señores trazaran las líneas maestras del orden social ideal, para que el milagro se operara.

En otras palabras, no vieron ni remotamente que para alcanzar el desarrollo se debían construir sociedades que se inspiraran más en el reconocimiento de la naturaleza humana, que en la idealización de la misma, porque en los actos de las personas el interés personal gravita infinitamente más que el sentimiento de solidaridad, es la fuerza que mueve toda voluntad humana. Tampoco entendieron que la solidaridad (repartir riqueza) sólo es posible en sociedades donde se acumulan excedentes, esto es, sociedades productivas, no en sociedades donde sólo el Estado tiene el derecho a crecer, mientras los demás sólo a sobrevivir. Cuando la economía no adelanta, lo que se reparte entonces es sólo pobreza.

El altruismo y la solidaridad son sentimientos civilizados, el interés en cambio es un instinto básico, de supervivencia inmediata y por lo mismo infinitamente más poderoso.

Así, aquellos países que no entienden que para el buen desarrollo de las cosas es vital el respeto a la naturaleza objetiva de las cosas, están condenados a la pobreza y al fracaso. Y están condenados al fracaso porque lo que en verdad constituye la chispa del desarrollo y el progreso, esto es, que se desplieguen las fuerzas productivas de la nación, es la seguridad y la confianza de que el trabajo y los bienes propios gozan de la protección de las leyes y del amparo del Estado y sus instituciones.

Por eso cuando la filosofía que inspira los actos de los Estados hace más énfasis en la distribución que en la generación de la riqueza, hay que ver las cosas con preocupación. En aquellos países donde prevalece la idea que la riqueza y la acumulación privada son pecaminosas (o se consigue a costa de la pobreza de algunos) todo tiende siempre a ir de mal en peor, porque cuando una sociedad no traduce su esfuerzo y su trabajo en la producción de bienes intercambiables, nunca obtendrá las divisas con las que se financia el crecimiento.

Los países socialistas quebraron precisamente porque no supieron entender que la riqueza es un fruto legítimo, y que el trabajo de la sociedad en condiciones de libertad es la verdadera fuente del progreso.

Su falta de objetividad los llevó a malinterpretar también la clave del éxito económico y empresarial. Pensaron equivocadamente que las fábricas y el empleo subvencionado eran la respuesta justa a la pobreza, sin advertir que lo que importa en el fondo es utilizar los recursos de una forma óptima, traducido esto en que se debe producir bienes y servicios con el menor costo posible y de la mayor calidad posible, si se quiere el favor del mercado, esto es, obtener buenas ganancias y permitir la sostenibilidad de los emprendimientos.

De haber actuado inspirados en esa filosofía (la del interés personal y el deseo de acumulación) hoy tendrían más ricos en sus sociedades y también más fábricas y mejores productos, lo mismo que más empleos estables que se pagan a sí mismos. En otras palabras, hubieran combatido la pobreza de una forma infinitamente más exitosa que mediante la propaganda y la represión, que es la nota característica de los regímenes inspirados en la filosofía de la economía dirigida y la sabiduría infalible del Padre Estado.

Mucho ojo entonces con este asunto de la lógica natural de las cosas, porque la ilógica en estos asuntos es fatal. Y si no revisemos un poco la historia, sólo en aquellos países donde se reconoce la importancia de los mercados, se protege a la propiedad privada y se impulsa y consolida un orden de instituciones democráticas, el nivel de vida de la población ha subido. En cambio en aquellos donde se reprime la libre actividad de los mercados (con prohibiciones a las exportaciones, aranceles discriminatorios, subsidios de toda índole y gasto público irresponsable) la pobreza tiende a agudizarse.

Venezuela es el caso típico del fracaso económico de la economía dirigida, un país donde un sector importante de la población vive de la mano del Estado (que le suelta migajas) y donde los demás a duras penas encuentran satisfacción a sus necesidades, porque la actividad privada es pobrísima y vive reprimida por el Estado.

*Abogado