A propósito de una desaparición: sobre el pensamiento de Ernesto Laclau

Fernando Molina*

fernando_molina El 13 de abril murió Ernesto Laclau (nacido en 1935), un representante de la Argentina (y de Latinoamérica) en el club de los grandes teóricos de la izquierda radical contemporánea. En su libro Hegemonía y estrategia socialista, escrito con su esposa Chantal Mouffe en 1985, planteó su propia versión “postmarxista” (un rótulo cuyo origen, por cierto, se atribuye a esta obra) de la transformación social en nuestro tiempo.

Laclau pertenece a la serie de pensadores que reaccionan a la crisis que el marxismo arrastra desde su misma aparición por su lógica economicista y sus explicaciones férreamente clasistas para entender y criticar la sociedad moderna. Esta serie comienza con Bernstein y Sorel, sigue con Lukacs y Gramsci, y continúa con Sartre, Althusser, Castoriadis, etc.: todos ellos relativizadores de la explicación “productivista” de la evolución histórica y reivindicadores del papel que cumplen los sujetos sociales y sus antagonismos políticos. (Sin embargo, la mayoría no se atrevió a romper completamente con la ortodoxia y la institucionalidad socialistas de su época). Un tramo muy importante de esta serie lo constituyó la llamada “escuela de Frankfurt” (Horkheimer, Adorno, Benjamin, Fromm): las aporías del Marx maduro fueron reemplazadas por el pensamiento –tomado de escritos tardíamente publicados– del Marx joven, lo que transfiguró la crítica a la economía política en una crítica a la cultura de la modernidad.



Ninguna de las estrategias de actualización mencionadas suponía una ruptura con la dialéctica, es decir, con el abordaje de la historia y de la sociedad a partir de categorías que, aunque contradictorias, tienen homogeneidad (son como los imanes que pueden atraerse o repelerse porque poseen una misma esencia; una esencia de la que carece, por ejemplo, el plástico). Se trata entonces de categorías reductibles unas a otras, conmensurables, lo que permite que se articulen en una estructura inteligible o con “sentido”; categorías que se transforman de una manera regulada y finalista. Esto asegura, en última instancia, la unidad del mundo. Las categorías dialécticas forman cadenas y así explican/constituyen el “todo”. Son categorías directamente universales.

El tramo final de la serie lo conforman los intelectuales que contribuyeron a la revolución estructuralista de los años 60-70 y a su posterior crítica heideggeriana, el “postestructuralismo” (Lacan, Foucault, Deleuze, Derrida, etc.). De ellos descienden directamente Laclau y las otras figuras actuales de la teoría radical: Negri, Žižek, etc.

Esta generación rechaza o redefine la dialéctica en tanto tipo de lógica que sigue siendo instrumental y que por eso no puede dar cuenta de la radical heterogeneidad del mundo social (que no es análoga a la diferencia entre el imán de carga positiva y el de carga negativa, sino entre el imán y el plástico).

Laclau, lector de Derrida y del psicoanálisis lacaniano, no se propone “arreglar” al marxismo, sino deconstruirlo para purgarlo de sus contenidos dialécticos (y, por otra parte, de los naturalistas). Acepta la esencial heterogeneidad e impredecibilidad del mundo social, pero dice que no se hacen evidentes por la existencia de ciertas regularidades o “formaciones”, y que son más bien articulaciones “hegemónicas” de lo diverso. Laclau traza una rebuscada y compleja explicación de las condiciones de posibilidad de una formación hegemónica, es decir, de la posibilidad de que lo que es esencialmente parcial se articule en un todo, o, en otras palabras, de que lo particular alcance un rango universal.

Parte (no se sabe por qué) de las “demandas” que no han sido satisfechas por las instituciones del poder. La articulación de estas demandas insatisfechas entre sí es la primera etapa de la construcción hegemónica (lo que implícitamente saca al poder de tal construcción, aunque éste vuelva a entrar en ella en las próximas etapas). Esta articulación equivale al paso, bien conocido en las ciencias políticas, de las demandas económicas (llamadas “democráticas” por Laclau) a las demandas políticas (o “populares”, según nuestro autor). Para que este tránsito se produzca tiene que haber un “conector”, que normalmente es una consigna polisémica como “tierra”, “nacionalización”, etc., el cual es capaz de simbolizar las distintas demandas.

En La razón populista, Laclau se hace un rollo horrible para explicar que esa simbolización no funciona por medio de un denominador común de las demandas, sino de un “significante vacío”, es decir, que es capaz de significar diversas demandas a la vez (y tampoco de un “significante sin significado”, como cree Žižek). No deja muy claro por qué, pero cree que este significante vacío es un “nombre” con el que un grupo social se identifica y en torno al cual se constituye. Esta construcción del grupo se realiza siempre en oposición a un adversario común. El nombre sigue significando ese momento constitutivo incluso más tarde, cuando las demandas que estaban en el origen se hayan resuelto o desaparecido. Tal es el “efecto retroactivo” de todo nombre.

Constituido en torno a un significante vacío, el grupo, siendo una parcialidad social, organiza su hegemonía y encarna la universalidad. Lo hace de manera imperfecta, ya que es genéticamente diverso, y todo en él tiende a la división. Pero el nombre al que se aferra es una evocación de la unidad/oposición que le ha dado origen, y por esto para él es una promesa de plenitud (que sin embargo nunca se llena). En torno al nombre y su promesa el grupo constituye un orden social, que durará una etapa histórica, hasta que dicho nombre ya deje de unificar y las demandas estén satisfechas o vuelvan a separarse unas de otras y se hundan, aisladas, en la indistinción social. Por cierto: el nombre/significante vacío puede ser tanto una consigna como una personalidad carismática.

Cumplidos los pasos de la construcción hegemónica, el resultado es un “pueblo” que es menos que la población total, pero que la hegemoniza. Todo proceso de este tipo, por tanto, es populista. Todo movimiento hegemónico es populista. La revolución mexicana, pero también la rusa; el fascismo igual que el comunismo, todos estos momentos deben considerarse populistas. Lo único diferente al populismo es una institucionalidad tan extendida y eficiente que resuelva las demandas apenas aparezcan; o los momentos históricos en los que las demandas todavía están desarticuladas entre sí y no existe más que lo particular. Pero esos son momentos no políticos. La política, por tanto, siempre es populista (tal es la muy fuerte conclusión del trabajo de Laclau, que a la vez puede verse como su principal debilidad: una categoría muy amplia termina siendo, justamente, un “significante vacío”).

Sobre esta base ideológica, Ernesto Laclau se convirtió en el “intelectual preferido de los Kirchner”, como señaló la prensa argentina al día siguiente de su muerte.

*Escritor y periodista

Nueva Crónica y Buen Gobierno