Las semillas de la derrota

Francesco ZarattiFrancesco«En las cenizas de la derrota están las semillas de la victoria» reza un adagio que sirve a veces de consuelo, otras de aliciente a seguir luchando.El año 586 a.C. el pueblo judío conoció la más ignominiosa derrota de su historia cuando Jerusalén –“ciudad de la paz”, según una dudosa etimología- fue destruida, el Templo de Salomón arrasado y la élite de la nación deportada a Babilonia. Para muchos fue el “fin del mundo”, incluso la muerte de un dios, Yahvé, que supuestamente tenía a Israel como pueblo primogénito entre todas las naciones.Entonces surgieron profetas que supieron proyectar la fe de Israel más allá de las vicisitudes coyunturales, infundiendo una esperanza que trascendía objetivos inmediatos y nacionalistas.Gracias a ellos, la experiencia del destierro fue una verdadera escuela de vida. El choque con culturas refinadas, ricas en mitos y avances científicos, interpeló profundamente a la sencilla cultura judía acerca de sus respuestas a los problemas universales del hombre y terminó generando un salto cualitativo en su pensamiento.La derrota, en primer lugar, los descubrió como minoría, una minoría consciente de tener delante de sí dos caminos: resistir desde su gueto u optar por el diálogo. Los desterrados en Babilonia optaron por el diálogo; los zelotas, al tiempo de Jesús, eligieron la guerrilla contra los ocupantes romanos, provocando la destrucción definitiva de Jerusalén y la diáspora.Consecuentemente, los judíos aceptaron redimensionar sus pretensiones, tomando conciencia de no tenerlo todo, de no tener respuestas a todo. Empezaron a escuchar al “otro”, al pagano que, sin conocer al Dios de la Historia, había avanzado mucho en las ciencias humanas y naturales. Paralelamente, el pueblo judío se interrogaba: ¿qué tenía Israel de peculiar y qué podía ofrecer a la cultura universal desde su identidad? En suma, ¿qué podía aportar este pueblo derrotado, pero aún convencido de jugar un rol privilegiado en la historia, a la “globalización cultural” sin perder su especificidad?Lo propio de Israel era su experiencia religiosa única, basada en la trascendencia absoluta de su Dios, y el “temor de Dios”, que es el cumplimiento amoroso de su ley y la fuente de la sabiduría. Para filtrar los mitos orientales a través de la fe en Yahvé, Israel tuvo que rechazar el inmovilismo sapiencial, que no permite leer lo nuevo que se crea continuamente alrededor.Entonces se redactaron los relatos de la creación y del pecado, respuesta original, poética y profunda a los mitos infantiles del Medio Oriente antiguo. Un dios trascendente, como era Yahvé, solo podía haber creado todo lo que existe con su palabra, sin mezclarse con sus criaturas ni con sus pasiones, aunque lo hizo en un “paraíso” medio oriental de jardines y ríos caudalosos.Ciertamente ese diálogo no estuvo exento de riesgos, como el de perder la identidad o confundir lo coyuntural con lo universal. Sin embargo, esa elección permitió a Israel desarrollar su “sabiduría”, uno de los legados más relevantes que ofrece la Biblia al mundo.Escribo esta columna con la mirada puesta en la Iglesia Católica en tiempos del Sínodo, en los partidos de oposición de Bolivia en tiempos postelectorales, en el frustrado proyecto del ALBA y en todos los derrotados de este mundo. Partiendo de la aceptación de ser minoría, y quien sabe por cuánto tiempo más aún, ¿por qué no optar por el diálogo sin soberbios inmovilismos, por el aporte crítico y esperanzador sin perder la identidad propia, por la renovación, incluso generacional, ante lo nuevo que siempre sorprende? ¡A sacar las semillas de las cenizas!El Día – Santa Cruz