Adhemar Poma*Hace unos días me encontraba ante un grupo de mujeres jóvenes con muchas ganas de transformar su entorno. Eran varias personas que se capacitaban en diferentes tecnicaturas y oficios. Sin embargo, indagando un poco entre ellas la mayoría tenía algo en común: la avidez por mejorar, en primer lugar, su condición económica y social. Pero había un problema: casi todas ellas eran avarientas con su tiempo, seguramente debido a sus obligaciones diarias y familiares normalmente impuestas por el contexto cultural al que pertenecen. Esta situación ralentizaba los primeros intentos de reflexión y argumentación sobre temas propuestos y referidos a género y desarrollo personal.Desde los primeros momentos de la interacción pude observar que la mayoría soportaba un tipo de violencia inadvertido a primera vista, una especie de auto intimidación ejercida sobre sí mismas que se manifestaba en la inhibición y el retraimiento. Así, era espinoso mantener un diálogo abierto y extendido. Estaba claro que la capacidad de expresión estaba mutilada, algo que se deducía de sus palabras, de sus gestos y de la tonalidad de voz empleada.La premisa era articular la ciencia con la creencia, proporcionando información importante como la siguiente: actualmente, 7 de cada 10 mujeres en Bolivia sufren algún tipo de violencia (Observatorio de Género de la Coordinadora de la Mujer), u otra referencia del Centro de Información y Desarrollo de la Mujer (CIDEM) que advierte que cada tres días una mujer muere en Bolivia como víctima de feminicidio. Aquí el punto era entregar datos actualizados a las participantes, cincelando ideas y buscando la confluencia entre pensamientos y sentimientos.En esta tesitura, la metodología continuaba con la discusión sobre la situación de desventaja social, cultural y económica por la que pasa la mayoría de las mujeres en Bolivia, principales receptoras de violencia y agresión; la idea era comenzar por la mente, lugar donde germinan las semillas de la transformación verdadera, para pasar luego a la acción veloz: al empoderamiento de sí mismas. Por otro lado, era vital distinguir la violencia visible de aquella no visible; la primera consistente, sustancialmente, en la agresión física o verbal; de la segunda, que puede manifestarse en el sufrimiento interno o individual producto de una humillación o intimidación.Otras formas de violencia invisible se pueden localizar identificando gestos de desaprobación y de descalificación personal; o detectando situaciones sutiles en las que uno no quiere o no desea hacer algo. Aquí hay que destacar que los agresores “no visibles” podrían ser jóvenes, adultos incluso niños, con la posibilidad de ejercer sus ataques en las relaciones escolares, familiares o laborales. Esta situación no está exenta de la realidad de organizaciones sociales, clubes deportivos, incluso de instituciones del ámbito religioso; aún más: la violencia no visible puede ser obrada contra uno mismo (en estado de tristeza o depresión) con expresiones duras y de descalificación propia o algo mucho peor.Concluyeron las sesiones. No sé si habré logrado el objetivo previsto; sé que el grupo de mujeres con el que trabajé tiene la información y el conocimiento. Sólo el tiempo ratificará su voluntad de cambio o dará su veredicto de no haber alterado su situación. Quiera el destino que esto último no sea cierto.*Especialista en educación y desarrollo