¿Qué demonios ha pasado con la carrera de Anthony Hopkins?

Anthony Hopkins

No falla. Si le preguntamos a cualquier persona de mediana edad cuáles son sus actores favoritos, las probabilidades de que responda «Anthony Hopkins y Meryl Streep» son enormes.

Tan altas como la probabilidad de elegir una película de Anthony Hopkins al azar y que sea una basura. La aceptación mundial de que Hopkins es uno de los mejores actores vivos es un frívolo fenómeno muy habitual por la misma razón por la que en cada nueva película de Nicole Kidman nos ilusionamos creyendo que habrá recuperado la expresividad:encadenó películas tan icónicas hace años que se ganó para siempre la medalla de «gran actor». Un título que él ha rentabilizado mediante una filmografía lamentable.



Por cada El silencio de los corderos, Regreso a Howard’s End o Lo que queda del día (por poner el ejemplo de sus tres nominadas al Óscar consecutivas), Hopkins tiene cinco Instinto, Corazones en la Atlántida o El rito. Una cosa es hacer concesiones comerciales aportando prestigio al cine de entretenimiento, y otra hacerlo con semejante desgana y sin ocultar que en lo único que está pensando mientras recita sus diálogos es en el tamaño de la piscina que se va a construir con el sueldo. Ya sean los 5 millones que cobró por una escena en Misión Imposible 2 o los 15 que se llevó de El hombre lobo.

Los últimos 20 años (y 20 años son muchos) de su carrera son una falta de respeto a la profesión que él no oculta.Hopkins asegura que para él actuar es un trabajo que sólo hace por dinero, agotado ya de involucrarse emocionalmente con sus personajes. Cuando sí le importaba la interpretación, desplegaba una solemnidad sentimental incomparable, fruto de una certera intuición como actor. Para construir a Hannibal Lecter, aprendió del asesino Charles Manson a no parpadear nunca, y enseguida se dio cuenta de que Jodie Foster se sentía atemorizada si imitaba su acento.

Pero ese prestigio, que le costó 24 años de profesión alcanzar, queda ya muy lejos. Nadie considera que su presencia en el póster de una película sea garantía de nada. A él no le importa. Una vez alcanzó la gloria, parece que dejó de preocuparle, y sólo quiere dinero. No hace del padre de Thor porque la película tenga ecos shakesperianos. Lo hace porque sus negociaciones para hacer de Mr Frío en Batman y Robin, Alfred en Batman Begins o Jor-El en Superman no le dieron todo el dinero que él quería. No hizo Hannibalporque le gustase el guión, sino porque “el estudio insistió mucho y me ofrecieron 15 millones, así que dije que vale”.

UNA COSA ES HACER CONCESIONES COMERCIALES APORTANDO PRESTIGIO AL CINE DE ENTRETENIMIENTO, Y OTRA HACERLO CON SEMEJANTE DESGANA.

El respeto que el público aún tiene a Anthony Hopkins viene dado por dos motivos: no conocen sus últimos 15 años de carrera y/o se sienten abrumados por la cantidad de personajes históricos que ha interpretado. “Si hace tanto biopic, debe de ser un gran actor”, pensarán muchos espectadores ante sus encarnaciones de Adolf Hitler (El búnker), Richard Nixon (Nixon), Pablo Picasso (Sobrevivir a Picasso) o Alfred Hitchcock (Hitchcock). Una mentalidad que entronca con el prejuicio de los que creen que si un actor hace muchas comedias es porque no sabe actuar.

Lo decepcionante de ver a Anthony Hopkins acomodarse así es que pocos actores han ofrecido una emotividad tan digna en pantalla como él durante sus buenos años. Sí, durante esos tres años en los que podía representar la perversidad más fascinante o la frustración de la contención de los sentimientos a la que son tan proclives los británicos. Un magnetismo que le dio el Óscar como actor protagonista cuando sólo estaba 17 minutos en pantalla, pero la influencia de su Lecter asfixiaba cada plano de la película aunque él no estuviera en la escena. Hopkins ha cometido un error peligroso en cualquier profesión: creer que hay trabajos de primera y trabajos de segunda. Creer que hay películas y papeles que no se merecen su talento a pleno rendimiento, solo su presencia vacía.

La primera de esa (aparentemente adictiva) costumbre fue Leyendas de pasión, un épico homenaje al pelo de Brad Pitt en el que Hopkins se paseaba sin importarle ninguno de sus tres hijos, ni la trama de la película, confiando en que su trabajo sería solvente por el mero hecho de que era Anthony Hopkins, el mejor actor del mundo. Le cogió el gusto en La máscara del zorro, donde parecía estar hasta avergonzado de aparecer, y desde entonces no hemos vuelto a ver a ese actor majestuoso capaz de convertir los sentimientos en una obra de arte del que tanto disfrutamos en, insisto, cuatro películas.Como Robert De Niro, Al Pacino o John Travolta, Hopkins ha degradado su propio legado al envilecer sus decisiones artísticas por dinero. No hay tantos buenos papeles para hombres de 70 años (aunque más que para mujeres de 70 años), pero la avaricia les ha llevado a la mediocridad. El único que mantiene dignidad artística es Michael Cane, básicamente porque es lo suficientemente humilde para aceptar papeles secundarios.

No hay justificación posible para despreciar así una profesión tan codiciada y admirada como la interpretación en el cine. Especialmente si recordamos la innegable implicación emocional y profesional de Paul Newman hasta el final de su vida, Bruce Dern en Nebraska, Frank Langella en Frost contra Nixon, Robert Redford en Cuando todo está perdido o Clint Eastwood en Gran Torino. Claro que dudo que a Hopkins le ofrezcan papeles de semejante calado intelectual y sensibilidad. Tampoco se los merece.

¿Debemos seguir respetando a un actor que claramente no respeta su profesión? No le quita el sueño regalarle (a cambio de un dineral) algo tan íntimo en realidad como su nombre y su imagen a películas atroces. Tampoco oculta que no lee los guiones completos de sus proyectos, solo sus escenas. “Trabajé 18 horas en Alejandro Magno. Nunca la vi. Me han dicho que no era muy buena”, confiesa la misma persona que mantiene que el mundo del espectáculo es “una farsa, todo mentira”.

Seguir considerando a Anthony Hopkins un gran actor a pesar de llevar 20 años sin demostrarlo es una injusticia para los actores vocacionales. Es tan erróneo como creer que Demi Moore es una estrella: hace 25 años de aquello, y lleva más tiempo sin serlo que el que estuvo siéndolo. Hay que aprender a abandonar los tópicos, y no regalarle triunfos vitalicios a nadie. Ni en Hollywood ni en la vida. Hopkins tuvo unos años de inspiración, y él mismo perdió interés en mantenerla. Todo se reduce a la punzante frase que dice Mark Zuckerberg en La red social: “si hubieseis inventado Facebook, habríais inventado Facebook”. Si Hopkins fuera un gran actor, habría hecho alguna gran interpretación desde 1997. Y no parece que sus próximos proyectos, cuatro thrillers de acción con estrellas de segunda, vayan a cambiar esa tendencia.

Por muy bien que cocinasen los hermanos McDonald, nadie cree que el Big Mac sea alta cocina. Por muy graciosa que fuera Barbie Girl, nadie cree que Aqua sean los reyes del pop. Por muy descolocada que esté la fruta en el Mercadona, nadie lo considera una acogedora tienda de barrio. Que lo consumamos no significa que debamos vivir engañados. Anthony Hopkins es un funcionario del cine, y como tal lo único que le importa es que llegue la hora de desayunar. Pero da igual, el brillo de Hollywood es tan cegador que el público siempre le recordará por sus cautivadores aciertos, y no por sus vergonzosos errores. Como a la cantante de Aqua.

Fuente: www.revistavanityfair.es