Luis Alberto de CuencaComo él mismo decía de sus autores favoritos, Borges no es solo un escritor, sino una vasta y laboriosa literatura, un libro de arena inagotable, un universo plural y diverso. El maestro.El 14 de junio de 1986, hace exactamente treinta años, fallecía en su querida ciudad de Ginebra, a los ochenta y seis de su edad, Jorge Luis Borges, uno de los indiscutibles protagonistas de la literatura escrita en castellano, comparable con nombres propios tan señeros como Cervantes, Lope, Calderón, Quevedo, Galdós, Valle-Inclán o Juan Ramón Jiménez. Como él mismo decía de sus autores favoritos, Borges no es solo un escritor, sino una vasta y laboriosa literatura, un libro de arena inagotable, un universo tan plural y diverso (al menos) como el de las compañías de cómics norteamericanas Marvel o DC. Tengo un recuerdo lejano de Borges en Televisión Española, entrevistado por Joaquín Soler Serrano. Siempre que se dirigía al escritor argentino, el periodista empleaba un sonoro «Maestro» (con mayúscula) que se salía de la pantalla. Y Borges protestaba: «Pero no me llame maestro. Yo no soy maestro de nadie». La modestia de Borges rechazaba que lo llamaran maestro, y, sin embargo, pocos escritores ha habido en la historia de las letras universales a los que más convenga ese apelativo.Yo leí por primera vez a Borges en la mili, entre guardia y guardia, allá por 1970, cuando empezaron a salir en la colección de bolsillo de Alianza Editorial sus títulos más emblemáticos. Debería haberlo leído antes, pero yo entonces era progre y elegía mis lecturas entre los autores engagés, que es como decía Jean-Paul Sartre que tenían que ser los escritores, y yo a Sartre le obedecía en todo, lo que convirtió mi adolescencia en un infierno de abyecciones totalitarias. Afortunadamente todo pasa, y eso hizo mi etapa «comprometida»: pasar del todo y para siempre, como una exhalación hedionda.Uno de los agentes que purificaron mi espíritu fue el autor de Ficciones. Puedo decir sin temor a equivocarme que en mi vida de lector hay dos fases bien diferenciadas: la previa al conocimiento de Borges y la posterior a su lectura. Nada es lo mismo que antes cuando se ha discurrido por la literatura de Borges con los ojos y con el alma. Hay una especie de subversión íntima que trastorna tu comprensión del mundo, haciéndola a la vez infinitamente más rica e infinitamente más liviana. Leer a Borges es soltar el lastre necesario para que el globo en el que viajas gane altura y no acabe estrellándose contra la montaña vecina. Si eso no es ser un maestro, un maestro de los de verdad, de los que odian que los periodistas los llamen maestros, que venga Dios y me contradiga.Decía Pablo Neruda en un horrible poema de su peor libro, Las uvas y el viento (Santiago de Chile, 1954), que él y sus camaradas de partido eran «stalinianos» y que llevaban ese nombre con orgullo, y hasta que los hombres, para ser felices y comer perdices, y casarse con la princesa y no terminar en la panza del lobo, debían ser eso, «stalinianos». Bueno, pues a mí, y a mucha más gente, nos ocurre que somos «borgianos», que es una forma más elegante y, sobre todo, menos violenta de ganarnos el paraíso.Un paraíso que, en nuestro caso, no depende del triunfo del proletariado y que (a nuestro pesar) no está lleno de huríes, como el de Mahoma, ni consiste en la visión eterna de Dios, como el de los seguidores de Cristo. Un paraíso que, como el propio Borges afirma en un poema, hemos soñado sub specie bibliothecae, que para eso somos discípulos del maestro Borges o, por mejor decir, borgianos. Siempre he creído que ese paraíso —el único en el que algunos creemos, o sea, la literatura— es, ante todo, placer, deleite. En eso coincido plenamente con el autor del Aleph, con quien comparto otras aficiones secretas que crean vínculo de clan, como los poemas homéricos, las letras fantásticas o los cantares de gesta de los antiguos germanos. Leer a Borges es una actividad descaradamente epicúrea. Algo así como ver en el cine un programa doble que incluya Barbary Coast (1935) de Howard Hawks y The Devil Doll (1936) de Tod Browning.Como hizo Borges en Otro poema de los dones, agradeciendo al Creador la existencia del puñado de cosas que le eran más queridas, así también debemos los borgianos dar gracias al «infinito laberinto de los efectos y las causas» por la literatura de Borges, por la posibilidad que nos ofrece de viajar con él por países soñados de erudición (esa erudición lúdica que utilizaron antes que él narradores como Edgar Poe, Ambrose Bierce o Marcel Schwob), de auténtica nobleza de espíritu, de sentido moral y de coraje. Leer a Borges (y a los escritores que Borges recomienda, porque «Borges» también son aquellos autores que Borges leyó y prologó y nos regaló en las muchas colecciones dirigidas por él) es llevar a cabo un viaje tan alucinante, al menos, como el Fantastic Voyage de Richard Fleischer, aquella preciosa película que vi a los quince años. Un viaje sin alforjas, a tumba abierta, pero limpio de polvo y química, como tienen que ser los viajes y los sueños.Libertad Digital – Madrid