Escrito ajeno a carroñeros

ferrufino1Claudio FerrufinoPesadez de dos de la tarde en Colorado. Ya septiembre pero el sol calcina. Una botella de vino sudafricano abierta anoche se resiste al impulso de tomarla. Con vino, el sol se multiplica por tres y hay que trabajar. La página demanda respuestas. O preguntas.Como cada semana me niego a escribir sobre Evo Morales. Me niego, pues, hermano, a escribirlo hoy. A dialogar con el resto del mundo, válgalo o no. Al menos una semana por mes, lavar la herida con alcohol blanco.Leo a los amigos que en segundos y desde insalvables distancias escriben en las nubes. Los hay unos al lado de ríos andinos pétreos y belicosos; los hay navarros que bregan en la sombra medieval de esa región del mundo; madrileños, cochabambinos, paceños, alteños y cambas; algún argentino entre el polvo otrora mágico y hoy infecto de algún sur, algún abajo, ante la inclemente presencia de la montaña que amilana pero preserva.Me desespera pensar que las torres de libros que crecen en los rincones de casa criarán moho. Si dios, sin mayúscula porque sus dones no los conozco, nos hizo a imagen y semejanza suya por qué permite eso, por qué impide abarcar más de lo que nuestro cuerpo demacrado por el tiempo, abofeteado por la lujuria, maltratado por el deseo, puede. Tan limitados y sin embargo tan ambiciosos. No del oro de Midas, como haría el Forúnculo, sino del conocimiento. Imploro por el doctor Fausto, que sufría igual, pero tampoco aparece Mefistófeles. Dios y el diablo son hologramas de nuestros temores. Lo real, lo palpable, es el madero de la verja recalentado por el sol, los troncos acostados del roble suplicante de corteza blanca, el shiraz que había sido de Australia y no de Sudáfrica como creí. Casi confundir una taipán con una mamba negra. Mortales somos. Picadura mortal, pecado mortal. Todo castigo.Y ya que de serpientes venenosas hablamos, recuerdo la yarará. Estaba en los comics argentinos del gaucho federal Pehuén curá y del norte tropical: Corrientes, Formosa, Misiones. Horacio Quiroga y el Paraguay. Los camalotes del río Paraná que si bien eran verdes matas entrelazadas hervían de víboras. Islas de muerte que el agua trae. Está Queimada Grande, en la costa de Sao Paulo, Brasil, despoblada y prohibida: Isla Serpientes. Dominio de la yarará dorada cuyos ojos parecen reír y su boca semeja carcajada. Buscan tesoros piratas por allí. Triste que esté ya fallecido Stevenson para reclutarlo y ponerlo soltando la gavia, pintando los huesos cruzados, trasegando ron.Septiembre. Brilla el sol de septiembre radiante (suena el himno cochabambino). Sol que se escurre entre los verticales de la persiana.No otra cosa se escucha que la vecina armenia, de basto vestido oscuro, colgando la ropa. Las gotas caen, cualquiera creyera que el segundo piso llora. Sin ella habría absoluto silencio, ni una sirena policial. Apenas arpegios de música de Nashville, muy al fondo.Paz de la muerte en vida. Cárcel con sol y vino, con persianas en lugar de barrotes. Leo con apuro, tratando de alcanzar  palabras que se montan en un transiberiano y van a hundirse en el Baikal, profundo lago.Releo y veo que la mención del sátrapa boliviano altera la belleza del entorno, donde solo debían caber haces de luz, botellas, volúmenes tostados en el crisol del Nilo Blanco. El dibujo que Lander Zurutuza hizo de Cerezal y yo se recuesta en Sunrise with Seamonsters, de Theroux. No vaya a ser que de pronto estemos en Córcega montañosa, con silueta de gran barco, yéndonos lejos para no volver. Quién se acordará, entonces, de la “divinidad” de los tiranos.El Día – Santa Cruz