Sin casi presencia estatal, la bioceánica es un área vulnerable al crimen

Un uniformado cruza la bioceánica en las afueras del cantón Santa Ana. Hasta ahora, la zona se ha vuelto el epicentro del control policial



Pablo Ortiz

La carretera bioceánica es un cordón umbilical que une Santa Cruz de la Sierra con los mercados del Atlántico y el Pacífico, pero también, por las debilidades del Estado boliviano, una vía vulnerable al crimen organizado. El atraco al camión blindado, en el que los asaltantes lograron apoderarse de un botín de más de $us 1 millón, pone de manifiesto no solo falta de capacidad de fuego de la Policía boliviana, sino también cómo la ausencia estatal en esta zona de frontera con Brasil puede convertirse en un problema de seguridad ciudadana para todo el país.  

Ahora, cuando el Estado quiere poner mano dura en la zona, los vecinos sienten su aspereza. “Estamos aterrados. Si usted sale ahora a la calle no encuentra a nadie, ya la gente no quiere ir a trabajar, estamos peor que antes”, dice Rider Barba, corregidor de Santa Ana, la comunidad de Roboré donde se centró el operativo contra los atracadores del camión blindado. 

Allí, un caserío de chiquitanos dedicados a la ganadería a pequeña escala, no había ni un solo policía y el corregidor Barba debía lidiar con problemas pequeños. Ahora, los grupos de élite de policías rondan la zona y dos de sus vecinos han sido interrogados con “severidad”. 

Carlos Romero, ministro de Gobierno, cree que Santa Ana es como una célula del tejido de las tierras bajas -el chaco y el oriente del país-, dos tercios del territorio nacional para apenas el 40% de la población, un cúmulo de comunidades con poca articulación en un Estado que no puede ser omnipresente. Esto provoca que la dinámica local gire en torno a las haciendas, a las iniciativas privadas que, en algunos casos, suplen las debilidades del Estado vulnerable y se aprovechan de esta vulnerabilidad. Cree que estas dinámicas convierten a los hacendados  en poderes fácticos.

No lo ve como un fenómeno local, sino como algo que también se vivió en Brasil en su momento y que llevó a la decisión de convertir a Brasil en una federación de Estados para multiplicar esfuerzos. A ello le suma que las poblaciones de frontera dependen de “las actividades ilícitas que se generen a su alrededor”. Y no es el último ingrediente. El que falta es una lucha entre dos grandes cárteles brasileños que se disputan el control de la cocaína y que buscan financiar su guerra con otras actividades, como el atraco de un camión blindado más allá del territorio. 

Así, el caldo de cultivo pintado por Romero suena amenazador y la única respuesta posible, hoy, es hacer que funcionen los comités de defensa de las fronteras, echar mano de lo que ya hay -municipalidades, Senasag, Ademaf, Comando del Plata y puestos militares- para sentar presencia estatal.

Carencias“Nosotros, de manera responsable, invertimos lo que nos dice la ley en seguridad ciudadana”, asegura Iván Quezada, alcalde de Roboré, municipio que alberga al cantón Santa Ana. El año pasado, ese monto alcanzó a los Bs 39.000 y con ello debe ofrecer seguridad a 150 kilómetros de la bioceánica y alrededores. Quezada no entiende la sindicación de Romero hacia los hacendados. Asegura que en su jurisdicción todos están agremiados en una asociación, que se vive en armonía, que el atraco en su jurisdicción fue casi un accidente y que la influencia de los hacendados tal vez sea mayor en los municipios más cercanos a la frontera. 

El dirigente chiquitano Justo Seoane asegura que los indígenas de esta etnia tienen por tradición atender bien al pasoca (visitante), compartir el poco alimento que haya en su mesa y ofrecerle abrigo, pero no tienen forma de saber los antecedentes de quienes los visitan. Mientras, en sus comunidades se apegan más a la línea fronteriza con Brasil, el Estado boliviano se hace cada vez más difuso. Seoane sabe que sus hermanas indígenas de San Matías o Puerto Suárez, tienen hijos con certificados de nacido vivo emitidos en Brasil, porque allá hay hospitales equipados para traerlos al mundo.

Joadel Bravo, exfiscal de sustancias controladas, sabe también que el problema no es nuevo, que hace más de diez años participó en una reunión en la que se quedó, con autoridades brasileñas, de hacer operativos conjuntos cada tres meses e intercambiar información sobre los delincuentes de uno y otro lado de la frontera. Bravo cree que el problema es estructural, que Bolivia no tiene las leyes para luchar de forma eficiente contra la delincuencia e incluso el nuevo Código Penal que se discute en la Asamblea Legislativa no le da los medios al Estado para luchar contra el crimen organizado. Incluso él presentó un proyecto de ley con estas características en marzo último.

Si el poder de las haciendas es el problema, entonces se trata de un conflicto de grandes proporciones. Alcides Vadillo, director de Fundación Tierra en Santa Cruz, calcula que capitales brasileños controlan unas 700.000 hectáreas en las tierras bajas. Hay propietarios extranjeros dentro de la franja fronteriza de 50 kilómetros en los que está prohibido asentarse, hay grandes corporaciones que poseen enormes cantidades de tierra y que se dedican a cultivos industriales, pero también hay una cantidad indeterminada de tierra en poder de brasileños en la frontera, pero que figura a nombre de testaferros bolivianos y que solo una auditoría exhaustiva podrá encontrar. Allí cree que está el mayor peligro de seguridad. 

Romero añade que nada de esto cambiará si no se promueve alternativas económicas para esta zona. Está seguro de que colaborar con delincuentes es un hecho económico y la respuesta deberá ser integral. 

Mientras llega, Rider Barba dice que su comunidad se siente abandonada. “Hemos pedido que vengan el defensor del pueblo y Derechos Humanos. Somos un pueblo largado a su suerte”, se lamenta  

La ciudad de Santa Cruz de la Sierra es la última fronteraHace cinco años, César Guedes, representante de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Onudd), presentó un informe en el que comparaba a Santa Cruz de la Sierra con Monterrey (México). Para ese momento, recordaba que en solo dos años la ciudad norteña pasó de ser la urbe “con mayor futuro del mundo” a la tercera más violenta de la federación mexicana, solo por detrás de Tijuana y Ciudad Juárez. En el estudio le veían muchos parecidos a Santa Cruz: Monterrey era la última gran ciudad antes de la frontera; del otro lado había un gran mercado para la cocaína y de este lado rutas que funcionaban muy bien y sin peligro hasta que tres cárteles comenzaron a disputárselas.

Esto activó un control más riguroso de parte de EEUU y cuando la droga se comenzó a quedar en México, los delitos comenzaron a cambiar en Monterrey. Como a los narcos se le dificultó su negocio, se diversificaron hacia los atracos, secuestros y otras formas de crimen. Carlos Romero está consciente de este fenómeno. Asegura que aún se está tiempo de evitar que algo parecido suceda en Santa Cruz y se trabaja para evitarlo. También dice que saben el efecto globo de la interdicción al narcotráfico, que cuando se presiona un punto en otro surgen más problemas y entienden perfectamente que Santa Cruz no es una isla, que puede verse afectada por el traslado de la producción de cocaína al triángulo del Vraem en Perú, la guerra entre el Primer Comando Capital de San Pablo y el Comando Vermelho de Río o incluso que algunos de los desmovilizados de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia no quiera convertirse a la vida civil y termine alquilando sus habilidades a narcotraficantes en otras latitudes. “Aún estamos a tiempo de sentar soberanía”, promete Romero   

Fuente: eldeber.com.bo